Vidas pasadas (Past Lives, Celine Song, 2023)

“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos” (Julio Cortázar, Rayuela)

El amor sutil, sin neurosis, sin incertidumbre gratuita y en contextos diversos. A veces, la ternura puede ser desgarradora pero sincera. Se llega a conocer mejor a las personas comprendiendo lo que les obsesiona, las actividades que les interesan y sus aspectos vulnerables. De todo esto y más da cuenta Vidas pasadas, de Celine Song, película sobre dos amigos de la infancia que viven en Corea del Sur, que se separan y que muchos años después se reencuentran durante una semana en New York. Ella es Nora y sus padres son dos intelectuales. El exilio marca un nuevo horizonte para sus sueños de escritora/periodista. Él es Hae Sung y se queda en su país. Dos destinos, dos mundos y dos clases sociales. La doble nacionalidad hace posible una tensión de lugares y de idiomas, una fractura de la identidad en tanto y en cuanto lenguaje y pensamiento se suponen sus pilares.

En esta vida siempre habrá una barrera que los separará. La imposibilidad del amor más allá de los avances tecnológicos, los peligros de la idealización romántica y del quedarse pegado al loop del pasado asoman con fuerza en una historia que parece trillada, pero a medida que va dejando destejer sus hilos aparece el corazón. La estructura responde al número tres. Tres son las partes, tres son las etapas de la vida, tres son los personajes involucrados. Si hay algo que enseñó muy bien la Nouvelle Vague es que para las cuestiones del amor no hay dos sin tres. También tres países. Y tres ejes: los recuerdos, el destino y el reencuentro.

Hay escenas que prescinden de palabras, pero lo dicen todo. Son las mejores en la película y recaen en la fotogenia y la gran interpretación de quienes las llevan a cabo. Los tres momentos donde los personajes están juntos conforman el punto álgido de la puesta en escena. Y no sólo por el cálculo formalista de los encuadres. Hay aquí un juego de miradas. ¿Son las mismas de aquellos niños que jugaban?  El silencio, los gestos y los cuerpos dan cuenta de una química del deseo que jamás se arruinará en la concreción inmediata. El amor también es un juego y como no se los conduce a los terrenos del histeriqueo, se transforma en una potencia luminosa que trasciende, incluso, el acto sexual.

La otra gran escena es la del restaurante. Nora está entre dos mundos masculinos, como lo está entre dos idiomas y dos países. El juego de miradas no para. Los relatos tampoco, como las conjeturas: ¿qué hubiese pasado si? Ya sabemos que suspender hasta el final una toma de posición es un recurso muy efectivo para una narración, siempre. Pero Vidas pasadas no abusa del artilugio, lo ofrece hacia el final de un camino y de modo poco convencional. Y no sólo para que recaiga en uno: también está la decisión de Hae Sung. Aquello que se vivió como amor puro no será posible en el presente. Así es el amor también, profundo y sabiamente doloroso. Entonces, donde sobran las palabras,  todo recae en un abrazo.

El título mucho tiene que ver con el azar, el destino o las búsquedas personales, ya que es un pasado que, acaso, no solo remita a esta vida. No siempre los caminos obedecen a las intenciones ni a las decisiones que tomamos. Por algún motivo nuestras vidas están atravesadas por apariciones que nos abisman, nos confunden y nos hacen replantear el presente. Vidas pasadas vale tanto para quienes creen tan solo en este mundo o para quienes se aferran a su posible contenido budista. Nadie queda afuera, y detrás de su amabilidad indie deja que asome una pátina de tristeza, pero nunca de resignación. A fin de cuentas, no podemos controlar todo. Se necesita un manejo de las emociones para asumirlo y es lo que hacen los personajes. No hay estereotipos ni opuestos, sino matices. Con ello, se rompe el esquema de la predestinación del típico amor de las películas románticas. Se trata de una crisis sin estallidos. Se trata de la aceptación.

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