Dos películas tempranas de Christian Petzold

El cine de Christian Petzold parece configurarse a través de ciertos ejes estructurales. Desde sus tempranas películas realizadas para la televisión se advierten ya procedimientos que alcanzarán plena madurez en sus últimos títulos consagrados, sobre los cuales se ha escrito en este sitio. Pero es interesante ver cómo nacieron estas inquietudes y germinaron progresivamente.

En 1995 la película Pilotos parte de una constante: el no lugar, ese espacio genérico que funciona como escenario para encuentros fortuitos o cruces de personajes y de diálogos. La primera secuencia nos muestra a una pareja hablando de viajes. Sabremos pronto la profesión (explícita en el título) a partir de las palabras que intercambian: “Algún día tendremos nuestro hogar”. No faltará mucho para que asome otra de las constantes del director, a saber, la inclusión de referencias a zonas de la música popular norteamericana. Se comenta a Sinatra o en otras ocasiones se ponen canciones en determinadas circunstancias. Detrás de este gesto se intuye una doble lectura: el modo en que cierto imaginario es colonizado o simplemente la pasión de Petzold por esos géneros.

Karin, la protagonista, es azafata. Su condición laboral es precaria, por este motivo, participa del mercado de venta de cosméticos y perfumes, hostigada por tipos que incitan a cumplir objetivos a cualquier precio. Su compañera no participa de una vida más feliz. Queda embarazada y la planta el gerente de la empresa. Entonces, ante la ausencia de los hombres, se refuerza el vínculo femenino. De ser solo personajes en tránsito aéreo, alienadas, pasan al acto que las legitima en un mundo gris: huyen y se dedican a robar. Y si bien la felicidad puede ser momentánea es lo suficientemente fuerte como para determinar una identidad con firmes decisiones y rebeldía. De todo esto, deriva ese carácter fugaz que tienen las vidas de las criaturas del universo Petzold, siempre envueltas en un halo de misterio.

Cuba libre (1996) comienza con un encuadre característico y reitera el leimotiv musical. Una mujer sola, apesadumbrada en una estación de subte (otro espacio genérico) elige una canción de Roy Orbison. Una paleta de colores azulados, fríos, es la lámina donde se dibuja nuevamente la situación de encuentro fortuito. Ella se llama Tina y él Tom. Podría ser la historia de un tema de Bon Jovi, pero es una película de Petzold donde vuelven a aparecer personajes en tránsito, desprovistos de hogar. Tina necesita dormir y se declara una ruina en vida. No es para menos. Hay una parte del juego de Petzold donde el sonambulismo deviene como marca de existencias apagadas, de esas donde se duerme con los ojos abiertos y se está despierto con los ojos cerrados. Una constante: la disolución de las fronteras entre el sueño y la vigilia. Luego, la huida. Tina se va y Tom va detrás. Alemania es el no-lugar, signado solo por el dinero. Y la Cuba del título asoma como posible horizonte de fuga y la posibilidad de introducir otro de los tópicos predilectos: el cambio de identidad. La playa y el mar ya intervienen en estas primeras películas como límites determinantes, enmarcadas en una especie de policial negro despojado de convenciones dramáticas, donde perdedores, traiciones y dinero son puestos a la orden del día.

El mundo, esa Europa próspera de la que todos hablan, se nos presenta como un mapa en ruinas, donde la estafa y el engaño son rituales en un universo sin alma. ¿Quién desenmascara primero a quién en este contexto? Parece ser un interrogante que siempre se eleva por encima de los argumentos.

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