Un género, una puntada. Adiós a Robert Towne. Sobre Búsqueda frenética (1988), de Roman Polanski

Robert Towne ha partido de este mundo. Pero no del cinematográfico. La historia ha hecho algo de justicia a su faceta creativa, sobre todo, en dos intervenciones memorables. Una, para desatar un nudo que tenía Francis Ford Coppola en la resolución de una escena clave de El padrino I (1972). Tres minutos y medio de conversación entre Vito y Michael para hacer encajar todas las piezas: un padre acaba de transmitirle, con toda la crudeza de un hombre en su despedida, la visión sobre el mundo y la misión que tiene en su vida para con la Familia. Esto fue antes de la consagración de Bob Towne con otro hito, el maravilloso guión de Barrio chino (1974), dirigida por Roman Polanski.

Pero, curiosamente, una película considerada “menor” de Polanski, Búsqueda frenética (1988) también contó con la colaboración de Towne, a pesar de que su nombre no figura inicialmente en los créditos y a pesar, también, de que su toque sutil y cínico se encuentra si uno rasca un poco la superficie genérica. En principio, es una trama inspirada en Alfred Hitchcock y su desarrollo argumental lo confirma: el doctor Richard Walter (Harrison Ford) descubre que su esposa ha desaparecido del hotel donde se alojan en París y cree que ha sido secuestrada. La policía lo cree sospechoso. A partir de allí y por un intercambio de maletas, se inicia la búsqueda frenética. El aire de la película está impregnado de los años ochenta. Morricone hace gala a base de sintetizadores y Grace Jones dignifica con sus canciones bailables. No obstante, detrás de la cáscara asoman dos puntadas típicas de Polanski y Towne que confirman el pulso ácido para salir de los caminos convencionales y huir de la corrección política. Más allá del thriller propiamente dicho, es una película sobre la rutinaria vida en pareja y lo horrible que puede resultar una ciudad (París) cuando uno es extranjero o se lleva los problemas de casa a otro lado. El mejor truco cinematográfico: conseguir que París se vea fea. La ciudad es fotografiada con una paleta de colores que tienden al gris, un lugar para nada acogedor, plagado de sordidez.

La escena inicial no podría representar mejor lo anterior: el médico y su mujer viajan en taxi desde el aeropuerto al centro de París. Se trata en apariencia de un momento banal a no ser por la incomodidad que se genera con la atronadora persistencia de música árabe en la radio y los camiones de basura alrededor del vehículo. Apenas dos signos visuales y sonoros establecen un diagnóstico existencial sobre el estado de la situación. París y la pareja comparten la misma naturaleza. A juzgar por sus rostros, todo se ve feo. Ya no se trata de hacer honor al mito romántico del amor y de una ciudad engalanada con imágenes de una tradición que la ha mirado turísticamente, sino de subvertir por dentro cada uno de esos clisés. De modo tal que Richard y su mujer no llegan de la mejor manera.

Una vez en el hotel, hay un momento antológico, filmado de manera tal que la ambigüedad gana terreno, es decir, se encuadra de una forma para que la incertidumbre pase de la objetividad a la subjetividad, tanto del espectador como del punto de vista del personaje. En el cuarto, la mujer ordena las cosas y su esposo toma un baño. El punto de vista se construye desde el lugar del hombre, de modo tal que todo atenta para separar (una vez más) a la pareja: la mampara, la ducha y otros elementos que visual y sonoramente entorpecen cualquier diálogo posible. Pero en un momento, siempre desde el punto de vista de quien se está duchando, adivinamos que algo ha pasado. Se encuadra con tanta precisión que no se sabe si la esposa se ha marchado a pie o alguien se la ha llevado por la fuerza. La hemos visto, pero no la hemos visto. Un cambio de maletas es el McGuffin ideal. También un dispositivo nuclear. A partir de ahí adoptamos la sombra de la duda del protagonista (utilizando una expresión de Hitchcock, con el cual el film tiene evocaciones puntuales desde Vértigo -1958- hasta Intriga internacional -1959-. También con esa idea de que unas vacaciones turísticas pueden transformarse en un infierno, como en El hombre que sabía demasiado -1956-). Con esta incertidumbre, se activa un itinerario en el que nuestro protagonista, quien elude al estereotipo del héroe americano, es degradado a base de golpes, torpezas y humillaciones, como si Polanski actualizara esa sensación de El inquilino (1976), la de un extranjero oprimido, maltratado en el extranjero y víctima de una conspiración.

Sin embargo, más allá de la trama de espionaje, está la otra trama (como sucedía en La muerte y la doncella -1994-), solapada, en una película sobre cómo se resquebrajan los cimientos de esa institución llamada matrimonio. Luego, todo culmina como deber ser, a orillas del Sena, pero no en el lugar romántico de tantas películas y canciones, sino en territorio de camellos y borrachos. La estructura circular ofrece un plano similar al del comienzo. Los rostros de la pareja lo dicen todo, no hacen falta las palabras. Porque en definitiva la realidad para Polanski es ese lugar donde está naturalizado el horror de los opuestos, una sensación que ha germinado en quienes sufrieron los horrores de la guerra: “Empecé a jugar con otros chicos alrededor de los cráteres abiertos por las bombas.”. La única manera de exorcizarlo es el arte. Las películas pasan, pero la canción de Polanski es la misma.

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