La inmensidad (L’immensità), de Emanuele Crialese, 2022

Inmensidad es una abstracción que invita conceptualmente a la grandilocuencia. La película de Emanuele Crialese se pretende grandilocuente a partir de la suma de temas importantes y resonantes en el presente (la identidad de género, las familias rotas, la violencia patriarcal), pero está muy lejos de ser inmensa. Y no porque sea modesta o fallida, resultados muchas veces más estimulantes, sino por su efecto acumulativo y su voluntad estética con mayúsculas. Cuando grita sus verdades, la fotogenia de Penélope Cruz y dos o tres momentos de intensidad visual la salvan. El resto ya pertenece al manual escrito para la corrección política, un huracán de seriedad forzada que aprieta cada vez más al cine contemporáneo.

Estamos en la década del setenta en Italia. El milagro económico no puede disimular las miserias humanas y la insatisfacción personal. Clara (Penélope Cruz) huye de la dictadura franquista para meterse en otra dictadura, la del hogar romano. Hay un matrimonio que replica una vez más la situación de un marido ausente, infiel, autoritario, y una mujer consagrada a sus tres hijos. Una de las chicas, la mayor, se autopercibe varón. La identificación con la madre, ambas víctimas de una sociedad machista y religiosa que reprime, se hace evidente desde la primera escena. A partir de este eslabón inicial, tendremos una serie de hechos, cada uno de los cuales daría para una película diferente. En primer lugar, la cuestión de la búsqueda de identidad y el despertar sexual. Adriana cruzará un extenso cañaveral que separa su casa de un grupo de trabajadores, humildes gitanos que viven en comunidad. Allí tomará contacto con una adolescente. Es un espacio de barbarie ante los ojos de la burguesía, pero que despierta deseo, fascinación. Los pequeños juegos/rituales conformarán una vía de fuga ante la asfixia hogareña. Luego, la relación de la madre con los tres hijos, el vínculo que se entabla como coraza protectora ante la ley paterna. En esa comunión asoman los rasgos redimibles de la película. Un cierto halo de luminosidad y de alegría efímera se cruza como un rayo impertinente, pidiendo permiso, en medio de la solemnidad. Como si fuera poco esto, se introduce el tema de la locura en el personaje de Penélope Cruz que, al igual que su hija mayor, encuentran refugio en la imaginación lúdica y los videos de Rafaella Carrá (¿hace falta aclarar que en esta película también están los acostumbrados números musicales?). Es decir, demasiados asuntos para una sola historia que hace brotar conflictos por todos lados.

El otro inconveniente es la alternancia de puntos de vista en la narración. Queda la sensación de haber desperdiciado un potencial, producto de la ambición. Apenas algunos momentos de felicidad cinematográfica apaciguan la galería de estereotipos y lugares comunes. Cuando los resortes expresivos de una película, fundados en los méritos de la reconstrucción de época y en la calidad fotográfica, acaparan la atención, algo huele mal en Dinamarca.

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