Nosferatu, una sinfonía del terror, de Friedrich W. Murnau (1922)

Paradójicamente, ingresé al mundo de los vampiros por el final. Innumerables adaptaciones y recreaciones pasaron por mi vista antes que la película fundacional de Murnau. También, paradójicamente, fue la que más me impactó y por eso elegí hablar de ella.

La primera inquietud tiene que ver sin duda con el proceso de gestación del film y los problemas de derecho de autor. El hecho de que el director quisiera llevar a cabo semejante proyecto no obedeció seguramente a las posibilidades narrativas de la novela de Stocker sino más bien a una determinada puesta en escena, que se transforma en uno de los puntos más altos expresivamente hablando de la historia del cine. Y esto en la película se nota.

La segunda, ya vinculada más al contexto de producción, se detiene en la importancia del concepto de ruptura, en términos de superación, con respecto a los cánones expresionistas. Dentro de un marco de referencia vanguardista, Murnau va un paso hacia delante por cuanto altera ciertos parámetros en función de explorar nuevas formas del lenguaje cinematográfico.

La siguiente descripción toma como base de  reflexión las dos inquietudes anteriores.

Existe en el Nosferatu de Murnau una serie de elementos que remiten al expresionismo: alusiones a lo onírico, primeros planos de rostros cuyos semblantes aparecen exacerbados, juegos con luces y sombras, exageración de movimientos dramáticos, interiores, etc. Desde el comienzo de la película asistimos a la creación de una atmósfera de ensueño. Un comienzo fragmentado con escenas que se cierran circularmente con fundidos en negro y una alternancia constante entre planos medios, primeros y detalles. A todo esto, se suma un acompañamiento musical que crea un mayor efecto de dinamismo. Las herramientas expresivas son puestas en evidencia desde el principio, en una acumulación que luego se irá disipando en pos de un tiempo fílmico determinado y una atmósfera lúgubre que envolverá al relato. Será una constante la idea de que la acción está subordinada a las imágenes: la historia avanza a través de los intertítulos pero se detiene en aquellos momentos donde sólo importa el caudal significativo de ciertos planos. Un ejemplo de esto se da en la antológica aparición del conde: la figura recortada del mismo en el centro, muy pálidas las partes visibles de su cuerpo en contraste con su atuendo negro y detrás su sombra, que representa la prolongación de su ser más que un efecto de luz. La puerta  sirve como un fondo geométricamente proporcional al tamaño de su cuerpo-y en esto Murnau rompe con la noción de fondos con perspectivas quebradas comunes al expresionismo-y la figura rectilínea del personaje que cubre con su sombra a Jonathan Harker. El montaje se convierte en un arma excelente para destacar las relaciones de opresor y oprimido, intercaladas con el rostro perdido de Mina. Un momento inolvidable con una carga emotiva feroz que vale por todo el centenar de vampiros que luego dio la historia del cine.

Otro eje interesante a considerar es el de las locaciones. En efecto, el gesto transgresor en este caso está dado por prescindir del uso exclusivo de decorados interiores y artificiales. La elección de escenarios naturales no sólo carga de expresión a la puesta en escena sino que transforma a la naturaleza en un personaje más. No es un simple telón de fondo puesto que sobrecarga la emoción y genera fuertes contrastes. La fachada del castillo al comienzo y al final, en contrapicado, es un claro ejemplo de antítesis cuando la claridad destierra a la sombras. Los exteriores naturales juegan en contraposición con interiores sórdidos. Pero lo más atrapante del registro de la naturaleza introducido por Murnau tal vez radique en esa sensación de calma siniestra que las imágenes despiertan a modo de presagios funestos. Los planos que aparecen sobre esos escenarios naturales encierran una falsa tranquilidad, un silencio atemorizante que sólo puede connotar la soledad y la pequeñez de los seres humanos frente a otro orden del que no pueden escapar. Es inevitable la influencia de este registro y de esta concepción en otro director posterior-que no por casualidad hizo una remake de este film-que le ha otorgado a la naturaleza un valor preponderante: Werner Herzog.

Desde el punto de vista técnico, es sorprendente la búsqueda  de estrategias en el montaje y en el uso de la cámara en función de las necesidades expresivas. Si las locaciones naturales otorgan un mayor efecto de verosimilitud y acompañan dramáticamente los momentos claves, la obsesión por transmitir el temor ante la muerte inminente y el paso de un estado natural a otro sobrenatural hace que Murnau utilice ciertos procedimientos como el acelerado (cfr.los movimientos de carruaje que expresan el temor de los lugareños frente a la pasiva actitud de Jonathan), el ralenti, el empleo del negativo para marcar el pasaje a otras instancias de la realidad y el picado o contrapicado para focalizar la magnitud o pequeñez de seres y espacios frente a la muerte. Las sucesivas apariciones del conde son un claro exponente de lo anterior. A las escenas donde aparece por primera vez se les puede añadir la del barco. Siempre sobre fondos geométricamente calculados (ataúdes, puertas y ventanas) que parecen simulaciones de cuadros pictóricos. Y siempre el montaje que acelera su accionar en el acoso hacia los otros.

Más allá de la historia, de los hechos que suceden, hay una necesidad estética que se impone por recortar figuras individuales para demostrar semblantes expresivos que definen su rol.

La imagen que queda de Nosferatu es justamente  la de una sinfonía, donde existe un equilibrio perfecto y calculado entre todos los elementos que la componen. Una especie de ritmo visual que, a mi criterio, no ha sido superado en lo que respecta a la temática propuesta; una prueba más de que el concepto de evolución es cuestionable en el séptimo arte.

elcursodelcine

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