TRAVESTISMO ICÓNICO. SOBRE HALCONES DE LA NOCHE (NIGHTHAWKS, BRUCE MALMUTH, 1981)

Los amigos de Funcinema me invitan a escribir sobre Ruget Hauer. Antes que un obituario, elijo referirme a una película (para algunos pequeña) que me impactó a los diez años. La vuelvo a ver y conserva la fuerza de entonces. Estas líneas hablan de ello.

Un año antes de que Rutger Hauer inmortalizara su monólogo en Blade Runner, de Ridley Scott, y conquistara la memoria de una generación, interpretó a un villano terrorista, una temible y fría máquina de matar en Halcones de la noche, de Bruce Malmuth. La película fue concebida a causa de una frustración: iba a ser la tercera entrega de Contacto en Francia (1971, William Friedkin), pero la negativa de Gene Hackman para el protagónico hizo cambiar los planes. Lo primero que se advierte es que, pese a ser de 1981, la película conserva la estética propia de los años setenta. Se trata de la versión más aceptable que la industria podía generar acerca de un tipo de cine que había circulado subterráneamente con versiones descarnadas de una Nueva York en ruinas, con policías fascistoides, barrios intransitables y una actitud políticamente incorrecta a años luz de lo que suele verse en el presente.

El comienzo de Halcones de la noche, con sus frescos nocturnos y desolados, con las calles mugrientas y las pálidas luces, evocan los trazos de Edward Hooper, pintor que ha tenido más de una resonancia sobre varios directores norteamericanos y que inspiró el mismo título de esta historia donde Sylvester Stallone y Rutger Hauer encarnan no solo a un policía y a un terrorista, sino a dos caras de una misma moneda, dos identidades que representan la dualidad humana. Esta idea aparece sugerida desde el afiche mismo de la película, en el cual sus rostros parecen confundirse y un arma se ubica exactamente como la intersección entre ambos. A cada lado, los ojos, que cobran especial relevancia y están enfatizados en cada personaje. En el policía, un Stallone barbudo y con pelo largo, son penetrantes. Es la manera en que intenta diseccionar el pensamiento y el alma del alemán llamado Wulfgar. En este último, los ojos siempre se encuentran inyectados en sangre. Es la mirada de alguien que activa bombas y vive las explosiones con una especie de pasión orgásmica. Si hay una connotación al respecto, es que ambas identidades pueden ser intercambiables y que uno y otro participan de un juego mortal como si lo hubieran desarrollado toda la vida.

La otra cuestión singular (vinculada a lo anterior) es el travestismo. Un tiempo después de que Michael Caine anduviera disfrazado de mujer en Vestida para matar, de Brian De Palma, Stallone (recién caído de la gloria en Rocky II) se calza peluca, maquillaje y se manda por el Bronx con su ayudante negro para cazar traficantes. Luego, en ese hecho de «pensar como el otro», su travestismo será también simbólico: solo se captura al enemigo poniéndose en su lugar. Esta idea de mutar la identidad atraviesa también la existencia de Wulfgar, quien se verá obligado a modificar mediante una cirugía su aspecto cuando sus métodos confrontan con los intereses del grupo revolucionario al que representa. Su carácter frío y metódico no impide que un impulso sea su perdición y que esa inteligencia robótica pueda ser vulnerada por un policía que, pese a su condición inestable, logre ponerse en su lugar y atraparlo con sus propias armas. Hauer hace gala de la máxima de Hitchcock: el asesino, cuanto más encantador, más empatía genera con el espectador. La primera aparición es elocuente: en una gran escena, el tipo seduce a una empleada en una tienda mientras empuja con su pie el bolso con explosivos. En esa actitud ambivalente, logra uno de los mejores personajes de su carrera, antes de ser aquel replicante angustiado por la inminente llegada de la muerte que le enseña el valor de la vida a otro policía cazador.

Miradas que matan, identidades que mutan. Dos señales que distinguen a la película de Malmuth de un thriller más. Y están Hauer y Stallone, cuya tensión en el set (según cuenta la leyenda) se transformó en un elemento indispensable para la atmósfera creada.

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