La chica sin nombre (La fille inconnue, Bélgica-Francia/2016). Guión y dirección: Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne

Humanos, demasiado humanos

La película comienza con la respiración de un hombre mayor. Se trata de uno de esos planos cerrados inconfundibles de los hermanos belgas. Está siendo examinado por la joven doctora Jenny Davin, rigurosa, exigente, sobre todo con su ayudante Julien, cuyos movimientos parecen no coincidir con las expectativas que requiere una guardia médica (hecho que queda en evidencia en un incidente posterior). No es una escena introductoria. Como suele ocurrir con los directores, el inicio siempre es un incómodo baño de realidad despojado de mecanismos empáticos o reparadores. En todo caso podrá ser el primer síntoma de un malestar creciente que se refuerza desde la dimensión sonora: un timbre, un teléfono, un ruido urbano, estarán potenciados para interferir en la tensa calma que impregna la vida de los personajes. Al mismo tiempo, la cámara en mano y los planos secuencia, dos marcas expresivas reconocibles, hablan de una nerviosa continuidad manejada con la suficiente maestría para que nunca se cruce la frontera hacia la neurosis. En apenas quince minutos, las fichas se muestran sobre la mesa.

Jenny está en su mejor momento profesional, sin bombos ni platillos. Si los protagonistas de los Dardenne son creíbles es porque también tienen su lado oscuro. Ha conseguido un buen trabajo que le permite independizarse de las prácticas domiciliarias y se lo hacen saber unos tipos muy caretas de traje que brindan con champagne y responden a esas empresas privadas devoradoras de talentos. Sin embargo, esa superficie de placer no se condice con la soledad de Jenny y su introspección (la soledad es uno de los temas que atraviesan las películas de los hermanos). Una ruptura en el orden de lo argumental ponen en jaque todo lo anterior: una mujer africana, que no fue atendida después de hora, es hallada sin vida en las cercanías de la sala. Y no fue atendida por el afán controlador y el carácter estructurado de la joven doctora que no cede para atender el llamado. El hecho abre diversas aristas y no necesariamente narrativas. Por un lado, la crisis de identidad profesional y moral de Jenny; por otro lado, la manera en que comienza a vincularse con los otros. Y por último, una búsqueda que se vuelve obsesiva, no para averiguar quién fue el asesino sino para develar la identidad de la víctima, para otorgarle materialidad a un cuerpo ausente y degradado (era prostituta ilegal) para ser enterrado con dignidad. Por supuesto, esto no está contado por las vías edulcoradas de un relato industrial. Contrariamente, es el camino que lleva a examinar una vez más las desgracias de una parte devastada de Europa. De este modo, mientras Jenny investiga, su consultorio parece una especie de confesionario por donde acuden inmigrantes ilegales que no van al hospital porque temen ser deportados y tienen accidentes trabajando en condiciones riesgosas, hombres mayores diabéticos que no pueden trasladarse para pagar el gas, familias disfuncionales, una galería de personajes que no se acumulan y que son mostrados en su justa dosis en el momento adecuado. Es hora de decirlo: los Dardenne son maestros en el arte de la concisión y en el manejo de las elipsis. Tal precisión ahuyenta los fantasmas del melodrama barato en todas sus formas. Solo el color azulado de las imágenes servirá para canalizar el dolor que nunca será explosión.

La posibilidad de indagar, un arduo ejercicio con varias complicaciones, cambiará el viaje de la protagonista.  La sacará de un lujoso consultorio que nunca llegó a atender para iniciar una especie de Via Crucis por monoblocks, lugares abandonados o en construcción permanente, síntomas de un malestar y un estancamiento propio de las economías neoliberales en el que el verdadero drama es el que viven quienes no tienen identidad. En un mundo hipertecnológico, de redes y juguetes virtuales, nadie puede reconocer a la víctima y eso constituye un modo de desesperación kafkiana que se transmite al espectador. A medida que avance morosamente la historia, algunos datos serán reveladores, aunque la única certeza que queda es que la gente está muy sola en un mundo tremendamente egoísta y subyugado por lo material.

La ausencia de estallidos emocionales puede hacer perder de vista a algún distraído la precisión del montaje de los Dardenne. Se trata de una solidez que no parece cotizar en bolsa hoy para ciertos sectores más esperanzados en hallar cotillón en pantalla. La chica sin nombre es otra muestra más (y esto no implica repetición, esa fórmula argumentativa simplista que ataca poéticas autorales como si hubiera que barrerlas de la faz de la tierra para ceder el lugar a tanto embustero que pasa por festivales) de un cine con dilemas humanos, fuertes descripciones de ambientes que no se resignan al espectáculo narrativo y que hacia el final nos transfiere esa incómoda sensación de sus personajes. Solo a través del silencio y sin música incidental, volveremos lentamente a recuperar el pulso normal de la respiración. Algunos lo llaman estremecimiento.

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