Sociedad, violencia y representación. Tres películas europeas

I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, de Radu Jude, 2018

Existen varias formas de sacudir la historia en el cine y de colocar espejos ante el pasado. Después están quienes quieran reconocerse o no verse reflejados, como los vampiros. La película de Jude es tan ambiciosa como necesaria, una interpelación a la mandíbula sin concesiones por donde desfilan varias citas teóricas y filosóficas que podrían alejar a unos cuantos espectadores (es cierto) si no fuera por la sagacidad y el sarcasmo del realizador, sobre todo cuando pone a discutir puntos de vista encontrados entre una directora teatral y un funcionario acerca de la puesta en escena de un espectáculo público sobre la historia de Rumania. Lejos de reivindicar cuestiones patrióticas, la protagonista intenta concientizar a la gente sobre la participación del estado en la matanza de judíos ordenada por un líder colaboracionista. Al principio, Jude incorpora un marco metaficcional donde la actriz Ioana Iacob se dirige al público para anticiparle cuál será su papel en la película. Lo hace desde un museo militar. El otro personaje desopilante (humano, demasiado humano, para su función) es el político preocupado por el mensaje cuyos argumentos son atendidos desde la ficción evitando el maniqueísmo. La secuencia final con la representación es de lo mejor que se haya visto este año y la reacción del pueblo un síntoma claro de los tiempos que corren.

L’ Epoque, de Matthieu Bareyre, 2018

L’ Epoque es una película sobre los jóvenes y si bien varias de sus imágenes transitan por la desazón, nada hay más esperanzador que saber que existe la resistencia en el país de la “justicia, la igualdad y la fraternidad”. Bareyre y su equipo salen a recorrer las noches parisinas posteriores al episodio Charlie Hebdo y en vísperas de las elecciones presidenciales. Delante de su cámara se cruzan varios jóvenes insomnes que aprovechan para expresar ideas, frustraciones, deseos y denuncias ante un sistema represor que utiliza las fuerzas policiales para vigilar y castigar. Son particularmente interesantes los bloques que dan cuenta del acontecimiento registrado en tiempo real, ya sean revueltas como protestas neutralizadas violentamente por las fuerzas.

Parte del método se basa en el cine encuesta. Una pregunta funciona como disparador para dar rienda suelta a testimonios de distinta índole en los que se vislumbran la incertidumbre sobre el futuro, la falta de condiciones laborales equitativas y la máscara falsa de una sociedad cada vez más conservadora. Frente a ello, el director apuesta por ámbitos y modos que rompan con esa lógica: discotecas y boliches que integran, personajes que rapean y amigos que recorren las calles con espíritu lúdico sin temer al escándalo, entre otras experiencias que surgen de la odisea nocturna. En este entramado, las mismas historias forjan personajes. El momento más traumático es el domingo 29 de noviembre de 2015: los jóvenes habían desafiado la prohibición para manifestarse el día antes de la apertura de la COP 21. La policía realizó más de 341 arrestos. Aquí es donde aparece Mehdi, quien se pregunta si su nombre es «terrorista».  De procedencia africana, con nacionalidad francesa, brinda un testimonio conmovedor y demoledor. Su actitud punk es bien lúcida con respecto al rol que le toca en la selva urbana donde es mirado con desconfianza y miedo. Sus intervenciones son notables y se constituyen en el verdadero hallazgo del documental. Hacia el final, su escalada por un monumento para fumar y declarar que renunciará a su condición de ciudadano francés por vergüenza recuerda al Chaplin del inicio de City Lights, entorpeciendo la solemnidad de un acto gubernamental ajeno a la pobreza. Del mismo modo, Bareyre intercala discursos políticos encriptados en salones oficiales como el contraste perfecto con la calle. Su cámara nunca establece una relación de poder; en todo caso, será el montaje el que le dé sentido a las experiencias, acompañadas por una música de cámara que le otorga un valor operístico a las manifestaciones y a las luchas contra la autoridad.

¿Por qué la noche? Porque es el paisaje en el que todos se alejan de la rutina y liberan sus pulsiones. No se trata solo de discursos sino de rostros, de captar los cuerpos más allá de las palabras, principalmente todos aquellos que están condenados a la invisibilidad diurna, las burlas de los civilizados o a los palazos de la policía. Mientras existan identidades, hay futuro.

Un minuto de gloria, de: KristinaGrozeva y Petar Valchanov, 2016

¿Un relato salvaje búlgaro? Sí, pero a diferencia del autóctono filmado por Szifrón, acá sabemos quiénes son los buenos y los malos. No hay lugar para la confusión. Se puede estar en desacuerdo sobre el trazo grueso en la descripción de los personajes y en el carácter determinista de ciertas situaciones, no obstante, es bueno que una película nos recuerde el estado de podredumbre moral que recorre gran parte del mundo, de explotación, de garcas que se regodean entre banquetes y ágapes mientras generan miles de pobres por minutos. Ese universo dividido en dos es el que muestra Un minuto de gloria.

El disparador de la trama es el que tantas veces hemos visto en films de suspenso. TsankoPetrov es guardavías, vive solo en un lugar humilde con sus conejos y encuentra una enorme suma de dinero. De entrada queda de manifiesto la capacidad de los directores para manejar las elipsis como la voluntad por dejar en claro que la moral de un trabajador es la antítesis de los funcionarios inescrupulosos que dirimen los asuntos en escritorios y sin despegarse un minuto del celular. La honestidad de Petrov vale mucho como gesto en el imaginario del espectador, sin embargo, lo conduce a un camino donde la corrupción (obrera y política) alterará su destino.

En esa polaridad, la otra punta es una mujer que rinde pleitesía al ministro. Se llama Julia Staijova y es capaz de vender a su madre con tal de que no se desarme su estructura burocrática. Vive para el trabajo y atiende los reclamos aún en los momentos en que se somete a un tratamiento de fertilización. Es la cara visible del castillo kafkiano que utilizará a Petrov mediáticamente, que lo despojara de su bien más preciado, un reloj familiar heredado, que se reirá de su tartamudez y que, finalmente, querrá sacárselo de encima. Hay una gestualidad de pocas palabras que contrasta con la histeria verbal de gente encerrada en la burbuja política, dispuesta a someter a los otros al espectáculo más humillante. En este sentido, el protagonista queda atrapado en una maraña manipuladora (como el Sr. K del escritor checo) cuya lógica es la del reality: un minuto de gloria deviene necesariamente en una pesadilla.

El recorrido de ambos personajes es seguido por una cámara nerviosa que oscila entre un registro documental de los espacios y los planos cerrados. Seguramente se discutirá sobre el final, no obstante, ¿qué se puede esperar cuando el poder es corrupto, ejerce una violencia  capaz de provocar indigencia, explotación y degrada a las personas hasta llevarlas a límites insospechados con la complicidad de una justicia ausente en todos sus órdenes para los más necesitados? Lo que se puede esperar es la otra justicia, la del ojo por ojo y diente por diente. A los que les perturba la moraleja de la película, deberían reparar en ello.

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