Festival de Cine de Lima (2020) Competencia Ficción. Primera Parte

Emilia (Argentina – 2020), de César Sodero

Alguna vez se me ha ocurrido relevar todas aquellas películas que llevan un nombre en el título. Es una manía de esas que se me cruzan en las noches de insomnio cuando juego a ser Funes, el memorioso, aquel singular personaje de Borges. En varias oportunidades comencé. Entonces comprobé que en los últimos diez años ha habido una cantidad importantísima de historias con protagonistas mujeres y que en la mayoría de ellas el nombre es una excusa para inscribir cuerpos, explorar identidades, construir itinerarios y eludir cualquier camino épico (que sí tiene, en términos generales, la larga tradición de nombres masculinos). También comprobé que, más allá de los matices, no estamos lejos de que esto ya se haya transformado en “una cierta tendencia” (con permiso de Truffaut). Tampoco sé en qué se convertirá. Por lo pronto, y dentro de un esquema recurrente, cada película es un mundo. Y el que César Sodero ofrece en Emilia aporta su grano de arena sin demasiadas pretensiones y con justeza.

El título con el nombre propio de una protagonista supone que la cámara nunca la va a soltar (otro recurso que se ha convertido en un lugar común), sin embargo, este comienzo aporta un valor diferente. A una considerable distancia vemos una esquina de noche, luego micros que llegan y una chica que baja. En la vereda del frente, la cámara la espera como si fuera un integrante más de ese pueblo patagónico. Ella cruza después de intercambiar las últimas palabras con un pasajero y se reencuentra con su madre. Poco tiempo transcurrirá, luego de ese inicio en el que hubo tiempo para indagar en el plano, para que nos percatemos de que Emilia vuelve a sus pagos, que se ha peleado con su pareja Ana y que iniciará un recorrido que no tiene ni principio ni fin. Porque si hay una sensación que invade es la del presente absoluto en todo aquello que tiene de incertidumbre, sobre todo cuando las emociones aparecen mezcladas (con permiso de los Rolling Stones). Entonces Emilia camina y fuma. Transita el pueblo, ese pueblo donde todos hacen preguntas y tienen, como ella, secretos. Se pelea con la madre, se encama con el marido de su amiga (reviviendo una relación anterior), llama a Ana para aumentar su soledad y poco pasa más allá de que la procesión va por dentro. Y el deseo también, porque en el colegio donde decidió dar clases se calienta con una alumna. Por supuesto, la cámara hará marca personal mientras el tiempo parece paralizado. Lo que necesita Emilia, más allá del sexo, son abrazos, pero los otros no se dan por aludidos. La joven estudiante es, tal vez, la esperanza para olvidar al otro amor. Y en ese viaje existencial hay un registro verbal lacónico, pero muy efectivo para dar cuenta de una situación emocional (¿generacional?). Ante una pregunta, Emilia responde “No sé, vivo”. Y se vive como se puede cuando se ha perdido el amor, es verdad. Un acierto de Sodero es no bucear en el drama acartonado ni juzgar o condenar las elecciones de su personaje en términos morales. Más bien acompañarlo de cerca para establecer qué tan incomunicados están los mundos de Emilia y del resto. Su madre conocerá un tipo y hará la suya (ya no romperá las pelotas), su amiga nunca se hará cargo de su condición de cornuda y el profesor con el que curte esporádicamente no entenderá que ella está para otra cosa. Una escena es elocuente al respecto. Emilia y Cristian (el marido de su amiga) cogen en un auto. No es un encuentro placentero. Cuando terminan, él habla del pueblo y ella expresa insatisfacción en la cara. Entre esas palabras y ese silencio se abre un abismo de incomunicación. Son dos tiempos diferentes que atraviesan toda la película.

El último eslabón de la cadena lo vemos en la relación con la alumna. Lo que para otras historias podría derivar en un escándalo pacato, acá se torna natural y se elude inteligentemente cualquier ética que no sea la del deseo, aunque ello implique aumentar la desazón. Nada parece remediar la tristeza de la falta, calmar la incertidumbre del otro. Cada vez que Emilia dice “¿Ana, estás?” asoman la incógnita y algún que otro fragmento de un discurso amoroso: “La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente”.

Agosto (Cuba / Costa Rica / Francia – 2019), de Armando Capó Ramos

La forma en que se articulan los recuerdos en el cine parece ser un elemento constitutivo de Agosto, película de Armando Capó que forma parte de la Competencia Ficción en el Festival de Lima. Y esa forma obedece más a una memoria sensitiva que a una reconstrucción histórica sostenida en la precisión o en la apertura de un debate en torno a los hechos referidos. Un recorrido inicial por un lugar abandonado en medio de una playa, anticipa ese itinerario marcado por fragmentos de tiempo antes que por un pasado completo en toda su dimensión. Carlitos, el protagonista, ha concluido el año escolar, y transita sus días en Gibara, en su casa (cerca de esas orillas desde las que escapan cubanos hacia EE.UU.), atiende las demandas de sus padres y, especialmente de la abuela, con quien mantiene una linda complicidad a pesar del estado vulnerable de la anciana. Estamos en 1994 (o mejor dicho, estamos en el recuerdo de 1994 en la isla según la evocación del director). Carlitos, Mandy y Elena son tres adolescentes con deseos, con curiosidad, que comparten sus días bajo el sol explorando lugares, jugando al despertar sexual mientras la tierra está paralizada. Y en sus incursiones chocan con el mundo de los adultos. Afuera están los que intentan huir y adentro las noticias (según qué radio se sintonice, se dice lo que cada uno quiere escuchar). Cortes de luz, tensiones en las calles y la muerte esperando en medio del mar para quienes no logren cruzar, amparados en la tenue esperanza de un paraíso que no es tal.

La película expone, no opina. Pero en esos silencios dice mucho. En cambio, prefiere indagar en cómo repercute la crisis en ese momento crucial de la adolescencia e interrumpen el calor de los relatos eróticos contados por la abuela, la indagación de su propio cuerpo, los primeros amores, las visitas a la sensual vecina, en cómo pueden convivir los destellos de felicidad con el control militar, la prohibición y los secretos de su propia casa, sobre todo en el plan que tiene su padre. Mientras ellos se focalizan en eso, Carlitos quiere ponerla. El único punto de fuga es ese lugar abandonado que visitan recurrentemente con Mandy y Elena. No obstante, a veces, se crece de golpe. Y un día, luego de que Carlitos ha espiado a otros, le toca espiar la partida de su propio padre. Ahora la tensión se multiplica, es sexual, es social, es política, pero también familiar. El itinerario de la escena inicial se resignifica y otro recorrido aleatorio sobreviene. Es un ímpetu el que habilita una partida donde se confirmarán algunos hechos que antes no se dieron en el devenir de lo cotidiano y esperable. Cuando el deseo guía un camino, no hay retorno. El Carlitos que ha pasado una noche de placeres encontrados en la playa con un grupo de virtuales refugiados, amanece en la arena solo, pero ya no es el mismo. Lo que viene, nadie lo sabe. Historia y cuerpo seguirán su itinerario casi por inercia. “Y qué vas a hacer Carli?, pregunta la madre. “Qué sé yo”, responde el chico.

Es totalmente entendible el planteo formal de la película, fundado sobre una percepción antes que sobre un discurso político. La intensidad de ese momento crítico para el país es atemperada con la mirada a los 14 años, en la soledad y la desazón, con la terrible incertidumbre de que el nombre de su padre aparezca en las listas diarias de balseros fallecidos. Que la historia transcurra en Gibara es un dato importante porque descentraliza la atención y se distingue de todas las historias en pantalla focalizadas en La Habana. Probablemente se le pueda adjudicar una falta de ritmo por momentos, como si no pudiera arrancar o reiterara varios procedimientos de películas similares. Pero pese a todo manifiesta una voluntad afectiva y personal atendible.

El cuidado de los otros (Argentina – 2019), de Mariano González

Tanto en Los globos, la película anterior de González, como en El cuidado de los otros, el mundo es un lugar vulnerable, sobre todo para los chicos. Es un drama que excede en este caso las clases sociales. Un error puede transformarse en una pesadilla cotidiana. ¿Es un mal irremediable del presente? ¿Es acaso el vaciamiento del significado de lo que se denomina responsabilidad, o cierta ligereza propia de una zona de riesgo inconsciente? A veces, el azar o el destino irrumpen abruptamente y la vida se torna insoportable.

Luisa (Sofía Gala Castiglione) tiene dos trabajos. En uno de ellos, cuida a niños temporalmente, sobre todo a Felipe, el pequeño hijo de una familia porteña. El incidente con una puerta, la presencia de su novio en el departamento y un descuido sumergen a Luisa en un itinerario desesperante. Claro está, la desesperación está contenida y nunca las estridencias se imponen sobre un relato narrado con golpes sobrios de montaje y una efectividad narrativa que evita las explicaciones. La procesión de la protagonista es encapsulada por una cámara que nunca suelta al personaje, que acompaña su incomodidad existencial en un viaje donde el pánico y la incertidumbre se manifiestan a través de miradas, algún que otro desahogo y decisiones que parecen empantanar más el horizonte. Hay un calvario personal que pone a Luisa en una situación angustiante mientras el resto desfila sin saber muy bien qué hacer. No obstante, al drama individual, González le suma el otro, el colectivo, propio de una sociedad que ha naturalizado el trabajo precarizado (sea en la fábrica o en las casas donde familias pretenden cubrirse de sus pagos en negro). De ahí también la lógica del título, utilizada en el doble sentido de la desprotección.

Con una mirada que no se refugia en proselitismos ni abusa de la hinchazón estética, González da forma a la punta del iceberg, con austeridad, despojamiento y precisión a la hora de trazar los comportamientos de los personajes. En los matices se encuentra el perfil de cada uno, en una realidad donde es difícil perdonar, aceptar y tolerar. Como en Los globos, hay un pasaje culminante, una decisión que abre una nueva posibilidad. Ni condena ni victimización. El cuidado de los otros, tal vez desconcierte en el contexto de un cine donde todo se erige como importante. En lo no dicho, en lo no mostrado, radica su principal fuerza.

Las ranas (Argentina – 2020), Edgardo Castro

Como una rana, la mujer tiene que abrir las piernas hacia los lados,

 para que su marido pueda mirar dentro de ella lo más posible,

hasta la Audiencia Provincial para Causas Penales, y examinarla.”

(Elfriede Jelinek, Deseo)

Un día a pleno sol en algún barrio del conurbano bonaerense: humo, comida, cigarrillos y un grupo de hombres en una especie de previa de algún partido de fútbol. En esa zona indefinida (que no será la única) inaugura la mirada Edgardo Castro (La noche, Familia). La dilatación del ritual masculino permite establecer dos reglas de oro. La primera: no se filma desde un punto de vista superior, el cineasta es uno más sin ser visto. Esto implica desterrar cualquier tipo de dilema moral de forma explícita. Castro confía en el espectador para establecer esa situación como contrapunto de lo que veremos progresivamente. La segunda: un documental (una película) no se define por su tema ni por la demostración de una tesis social que quede bien, un documental se juega en la respiración palpable de los cuerpos, en la sangre. No faltará mucho para que se nos muestre la cicatriz de un joven, la herida posible de tantas batallas que no conocemos. Como Castro, no pertenecemos a ese mundo, pero el desafío de los grandes directores es que nos involucremos. Sin embargo, la cosa no pasa por un registro expositivo o testimonial, sino por el fluir mismo de las imágenes que, más allá de los referentes, se valen por sí mismas. La fuerza que transmiten es la tercera regla de oro.

La posibilidad de establecer un pacto de intimidad sin cruzar la barrera que conduce a la intrusión debe ser uno de los mayores desafíos de un cineasta consagrado a explorar un territorio particular. Castro se mueve entre las personas, alcanzamos a ver cómo el joven guarda un chumbo entre la ropa y sigue con su rutina. A un costado aparece una chica con su pequeña. La cámara ahora se consagrará a ella y no la soltará más. Mientras los otros conversan y escuchan música, ella le da la teta a la nena. Hay un tiempo suficiente (de esos que llaman muertos, pero que están llenos de vida) para que la lógica del plano/contraplano nos regale sus miradas, sobre todo la de la inocencia. Pronto sabremos que los “huevos” no están en los machos que van a ver fútbol a la cancha, sino en Bárbara y sus continuos viajes para vender medias (que nadie compra en la ciudad donde camina como si fuera extranjera) y en los trayectos que realiza para ir a visitar a su novio a la cárcel. No lo hace sola. En otro segmento maravilloso de indefinición la vemos en medio de la noche esperar el micro junto a dos mujeres. No sabemos bien quiénes son, pero comprobaremos que están en la misma inmediatamente. La escena siguiente, el viaje en el micro, es una prueba fehaciente de la capacidad de Castro para exceder el mero registro y colocarnos en el terreno del cine, penetrando la intimidad de esas mujeres con sus miradas perdidas hacia el exterior de una ruta que no dice nada. Es un hallazgo, es un momento único en el cual nos sentamos con ellas.

Si hay algo que, sospecho, deriva de las búsquedas del director en sus tres películas hasta el momento es la firme convicción de que no hace falta una dramaturgia. El drama se arma con lo que vemos y con los espacios en blanco, con el discurso fuera de campo cuyos signos son la vulnerabilidad de los cuerpos y de las instituciones. Creo que es un rasgo decisivo en una corriente de cineastas (Martín Farina, Agustina Comedi, Jorge Leandro Colás, entre otr@s) que indagan sobre esos vínculos tanto en el presente como en el pasado. Y para eso hay que querer aquello que se filma. En Las ranas se percibe el amor en el incansable seguimiento de estas mujeres, no se las suelta nunca, ni siquiera en un vagón repleto de tren. Tensar el juego del acercamiento y la distancia es la cuarta regla de oro. Buscar el perfecto equilibrio, la quinta.

Si los rostros, como dicen, son el espejo del alma, basta ver los contrastes. El afuera es el mundo de los ruidos, de ese monstruo gigante que es la ciudad, del movimiento perpetuo de indiferencia. El adentro es un espacio formado por vínculos que resisten como pueden: madre/hija, mujeres/compañeras  y mujeres/hombres. Ellas, las ranas, son las que van a visitar a los novios, las que no pertenecen a la esfera oficial de la familia. No solo abren sus piernas para satisfacer una demanda sexual, sino para llevar cosas en sus vaginas. Y se la bancan. La diferencia entre el documental de Castro y tantos otros respetables es un plano detalle. Allí donde otr@s escamotean, hay un cineasta que muestra. Allí donde podría aparecer la música de la moralina, acá el aire se corta con el silencio.

Y el espacio de la cárcel es otra zona de indefinición donde las parejas se encuentran, comparten comida y esperan el turno para coger. Las músicas se confunden, los ojos dicen mucho. Y también se replica el orden patriarcal: los hombres conservan los rituales y las mujeres contienen.  La historia de amor no elude que el machismo se filtra por todos los intersticios. Y en esas acciones que se reiteran (con sus leves diferencias), al entrar y salir del penal, tal vez ese abrazo que se dan los protagonistas también tenga mucho para decir sin gritarlo.  Las ranas tiene una fotografía y una puesta en escena en consonancia con todo lo anterior y es una de las agradables sorpresas de este pandémico y lamentable año.

Algunas bestias (Chile, 2020), de  Jorge Riquelme Serrano

Región de Calbuco, en el sur de Chile. Una isla y una familia reunida. Se supone que son dos espacios ideales, pero desde el comienzo la cámara de Serrano nos advierte la tensión. La hija parece hacer denodados esfuerzos por hacer sentir cómodos a sus padres y su marido no se quedará atrás porque necesitan dinero para desarrollar un proyecto hotelero en el lugar cuya virginidad dificulta los servicios básicos. El padre lleva anteojos negros y putea contra el gato, la madre sobra la situación y no está dispuesta a sacrificar nada material para ayudarlos. Juegos psicopatones, juegos peligrosos. Es lo que se ve en una puesta en escena enrarecida que permite oler a podrido de modo progresivo. Mientras los adultos se mueven en una máscara hipócrita de vínculos utilitarios, los nietos corretean por ahí y tienen sus rituales de placeres escondidos entre los árboles (siempre amenazantes) de la isla. Entre ellos se encuentra Nicolás, un lugareño que provee de agua y se encarga de los trabajos pesados, por lo menos hasta que se dé cuenta de que en esta familia pasan cosas extrañas (la señora lo avanza una noche de fogón) y se va. Entonces, sin su sostén, el agua escasea y todo se desmorona de igual manera a las relaciones. Porque una cosa es una selfie en la orilla del mar y otra cuando se levanta la piedra y la mugre emerge. El director lo tiene en claro y lo trabaja con un seguimiento de cámara que circunda a los personajes, que disecciona ese núcleo perverso en el que todos se espían, se hablan por detrás y desempeñan actuaciones según la propia conveniencia. La violencia en sus diversas manifestaciones comienza a mostrar sus tentáculos. Pueden ser palabras hirientes, gestos decisivos, actos dudosos, susurros incómodos, signos que alimentan la creciente incomodidad sostenida, además, por una banda sonora envolvente. Y en ese itinerario de locura hay un thriller que habilita preguntas: ¿dónde está Nicolás?, ¿qué pasará con los abuelos si no consiguen salir de la isla?, ¿aflojarán con el tema de la plata para el proyecto? Todo es un horror, pero nada estalla. Alejandro, el joven marido, no puede menos que convertirse en una especie de Jack Torrance empantanado en asistir a sus suegros, los verdaderos reyes de la cabaña. Todo sea por la guita.

La manera en que Serrano mantiene la tensión es admirable. Dos escenas dan lugar a dos momentos significativos. El primero evidencia un manejo escénico extraordinario y sucede durante un juego de mesa. Parte de la perversidad de los personajes posibilita que tengan breves raptos de reconciliación impostada que, por supuesto, terminan siempre mal. Y uno espera ese desenlace gracias a la forma en que se dilatan las secuencias. Tener tiempo para mirar permite en el plano examinar las conductas y distinguir los roles, y es un acierto. Una discusión entre la abuela y la nieta (la verdadera víctima en la película) concluye en un escándalo. Pero cuando la extensión temporal de un plano ante un hecho aberrante pone a prueba la tolerancia del espectador, el efecto es otro. Ya no son los personajes quienes nos hablan, sino el director, como si no hubiéramos sabido nunca quiénes son las damnificadas de este episodio familiar siniestro. Me refiero a ese otro momento que no es conveniente aclarar para preservar la trama y del cual, se hablará seguramente más que la película en sí, muy meritoria en lo que muestra y cómo lo hace, salvo por una escena en que todo aquello que no era explicado, sino sugerido, se desbarranca por un precipicio que habla de más de una pose egocéntrica por encima de la historia y de los personajes. Son trampas (o acaso confusiones) de ciertos imperativos del presente.

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