Lo mejor de 2020 (el año en que se vio lo que se pudo)

Hace unos años decidí armar mi propio espacio cinéfilo. Se trata de un lugar que no reconoce ataduras ni condicionamientos. Escribo sobre lo que quiero y sobre aquello que siento. Es un complemento de lo que comúnmente comparto con mucha gente a través de la docencia, de diálogos informales, noches de desvelo y algunos intercambios por redes. El mayor placer de esto es no rendir pleitesías innecesarias para figurar en clanes, amigarse forzosamente con quienes manejan una agenda de qué hay que decir y de qué modo, y esquivar a los falsos profetas de banderas que luego se queman en un segundo para pertenecerle a las voces más sonantes y prestigiosas, esas que dominan con consejos a festivales,  o se suman a revistas que se jactan de innovadoras y cascarrabias, pero terminan reiterando viejos esquemas. Por eso, insisto, amo la libertad de compartir una pasión que se cruza con la música, la literatura, el fútbol y otros intereses. Amo los encuentros con la gente que aún puede y quiere mirar el cine con los ojos de un niño.

Un agradecimiento especial y un brindis con los amigos de Funcinema, el sitio que me abrió las puertas para empezar con todo esto y quienes me han enseñado a defender sin timidez a la comedia, y al querido Fausto Balbi y el staff de Cineramaplus, quienes me han permitido escribir regularmente con total gentileza. Ojalá el 2021 nos encuentre en las salas. Mientras tanto, estas son las mejores películas que vi en este año atípico.

Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera

El punto de partida es la memoria (“ese arte del olvido” decía el autor de un estudio sobre la autobiografía), planteada en dos escenarios principalmente. Por un lado, el olvido del padre, quien padece Alzheimer; por el otro, el olvido colectivo de un país que aún no resuelve su complicidad con la existencia de dictaduras y embates neoliberales feroces. A lo largo de la película, el vaivén entre lo privado y lo público es el resorte sobre el que se apoya una voz en off que aguijonea, pregunta y postula un diálogo con los espectadores. El fantasma de Gramsci (más insomne que nunca) atraviesa gran parte de los argumentos a los cuales se suman Benjamin, Deleuze, Freud, entre otros. Sin embargo, más allá del mosaico de citas que se pone en escena, también la cuestión afectiva es muy fuerte si se considera que es el hijo quien ahora filma al padre. No obstante, a diferencia de una cantidad considerable de relatos en primera persona que son recurrentes en el regodeo sentimental o repiten fórmulas de ciertos horizontes de referencias, Prividera opta por un acercamiento interrogativo hacia el cuerpo del padre y a su propia historia. Nada es conclusivo, todo se transforma, como la película misma que vemos, armada con diversos registros, archivos y texturas.

El cazador, de Marcos Berger

La mirada atraviesa todo en El cazador, la última película de Marco Berger. Es la mirada de los personajes, de los espectadores (quienes estamos incluidos en cada plano) y la del director. Y no hablo de poner la cámara solo en un lugar específico, sino de materializar una experiencia, otorgándole un sentido particular, y un misterio en esta oportunidad. Porque si hay algo en este notable filme, además de deseo, erotismo, tensión y pulsión, es misterio. Ya lo advierte la secuencia de títulos con  imágenes y música que parecen invocar a la naturaleza durante la noche, a un mundo subterráneo desde donde emergerán unos segundos más tarde los humanos.

El tango del viudo y su espejo deformante, de Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento

Una película que esperaba ser redescubierta en una bodega del Cine Arte Normandie. En realidad, fragmentos que Ruiz había rodado en 1967 y que, por algún motivo, no había terminado (se cuenta que una causa posible fue una conversación que mantuvo con su asistente y no quiso interrumpir por lo jugosa que era). Es la etapa de experimentación de Ruiz en Chile, que podía ir desde intentos socialistas a jugar con la estética del absurdo, pero que ya incluía esos toques singulares de humor, las referencias al tiempo y un trabajo formal fundado en el azar y lo impredecible, disociando las imágenes de sus significados convencionales. La directora, montajista y viuda del realizador completa el trabajo y lo alimenta, como si codirigiese en un trance mediúmnico.

Fourteen, de Dan Sallitt

Mientras veía Catorce, gran película de Dan Sallit, no podía dejar de escuchar una canción de Travis, especialmente una frase: Why does it always rain on me? Is it because I lied when I was seventeen? (¿Por qué siempre llueve sobre mí? Será porque mentí cuando tenía diecisiete?) El verso pertenece al álbum The Man Who, y como la película, está atravesado por la tristeza, o por esa forma de melancolía que los buenos artistas amasan para cubrir todo el cuerpo hasta que uno se ve envuelto. ¿De dónde proviene la tristeza que derrama Catorce? Me atrevo a decir que, además de los rostros y de los movimientos de sus dos excelentes protagónicos y de dos o tres momentos concretos, fuertemente dramáticos, de cierta abstracción. Si bien hay una historia que va hacia adelante a fuerza de elipsis, una historia que versa sobre una amistad entre dos jóvenes y de cómo una hace lo posible para estar presente ante la intensidad de la otra, todos los elementos que entran en juego (el ritmo, los colores, los sonidos, las imágenes)  están dispuestos para hacer efectiva una abstracción, para materializar una emoción continua, para dar forma a la tristeza, diseminada a lo largo de 94 minutos. Alguien puede llorar, otro se puede lamentar, pero no necesariamente nos conmovemos por eso. Sallitt no jode con la música, no hace falta, porque lo que prevalece más allá de esos instantes es un dejo de tristeza desparramada, como si extrajera el jugo de una fruta para esparcirlo a lo largo de la pantalla. Abstraer un sentimiento de ese modo no es nada sencillo. He aquí la clave, el corazón de la película, y una posible respuesta al efecto que me generó.

It Must Be Heaven, de Elia Suleiman

Suleiman es un hombre máquina. Cada mirada pone en funcionamiento su cámara. En la primera parte, que transcurre en su comunidad palestina, los vecinos y los lugareños son observados y escuchados como si fueran niños traviesos a los cuales se les presta una oreja para que cuenten una historia o se los acompaña en medio de una lluvia torrencial, como ocurre con un anciano vecino. A no confundir. La distancia de Suleiman no es la de miles de criaturas que pululan por el cine contemporáneo con la frialdad de adolescentes angustiados y crueles. En todo caso, se trata de mirar el mundo con asombro como si se necesitara entender que, más allá de la rutina, hay otras cosas (insólitas) por descubrir. Y para ello se necesita tiempo: sentarse, tomar un vino, fumar un cigarrillo y observar los movimientos de la gente encapsulada en sus obligaciones, como si se tratara de coreografías. Ahora, ¿es el mundo así o es la mirada/cámara del creador que la transforma? Los contraplanos resultantes son a menudo pura poesía. Allí están esas imágenes de reposo, de paz, de serenidad, donde una noche o un cielo estrellado son descubiertos más allá del devenir temporal. Y la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno nunca desdeña un componente de fascinación y perplejidad a la vez.

La restauración, de Alonso Llosa

Es interesante el modo en que el director conjuga el humor con una lectura que evidencia dos momentos históricos en conflicto, una era republicana prácticamente extinta y otra que asoma en su ferocidad neoliberal. Lo curioso es que en ambas los intereses son dudosos porque las opciones son la tradición de un cierto conservadurismo o un capitalismo feroz. Por supuesto, el gran ausente en la película es el pueblo, a menos que exista para servir. Y si hay algún atisbo de discurso progresista solo se escucha dentro de un marco irónico, como por ejemplo cuando Tato abraza a su dealer (otro personaje entrañable) en el auto.

La restauración es una película sobre engaños y actuaciones. La mejor ficción que propone es la del dormitorio improvisado en medio del desierto cuando Tato debe vender la casa sí o sí sin que su madre se dé cuenta, con el cinismo llevado al paroxismo. Porque de eso se trata, de un personaje que nos habla sin ser políticamente correcto. Es acertada la apuesta al registro de la comedia para defenderla en su propio campo de acción (con gags muy efectivos y diálogos imperdibles) y también la apuesta a una modalidad menospreciada en términos generales en las consideraciones de las competencias oficiales de los festivales de cine. Más allá del humor, se habilitan otras miradas sin que ello se centre solo en el patetismo de clase o la explotación de la miseria con fines estéticos. También se puede leer políticamente y hasta arquitectónicamente si prescindimos de algunos subrayados.

La vuelta de San Perón, de Carlos Muller

Un enigmático documental en formato 16 milímetros es hallado en la provincia de Córdoba. Cuenta la historia de una familia de cartoneros, semanas después de las elecciones ganadas por Cámpora en 1973. Norma Teresa Cuevas de Aresta, de 37 años de edad y madre de 17 hijos habla de sus sueños y cuenta sus esperanzas ante el país que se viene. Se trata de una mujer profundamente peronista y creyente.

El rollo de material fílmico es encontrado por el cineasta Carlos Muller, que inicia una investigación para saber quién fue esa mujer, qué fue de sus hijos y familia, y en todo caso, quién fue el autor del misterioso corto documental. Una historia familiar ensamblada con el amor por el cine y un montaje preciso que incorpora varias subtramas de modo magistral.

Las ranas, de Edgardo Castro

La posibilidad de establecer un pacto de intimidad sin cruzar la barrera que conduce a la intrusión debe ser uno de los mayores desafíos de un cineasta consagrado a explorar un territorio particular. Castro se mueve entre las personas, alcanzamos a ver cómo el joven guarda un chumbo entre la ropa y sigue con su rutina. A un costado aparece una chica con su pequeña. La cámara ahora se consagrará a ella y no la soltará más. Mientras los otros conversan y escuchan música, ella le da la teta a la nena. Hay un tiempo suficiente (de esos que llaman muertos, pero que están llenos de vida) para que la lógica del plano/contraplano nos regale sus miradas, sobre todo la de la inocencia. Pronto sabremos que los “huevos” no están en los machos que van a ver fútbol a la cancha, sino en Bárbara y sus continuos viajes para vender medias (que nadie compra en la ciudad donde camina como si fuera extranjera) y en los trayectos que realiza para ir a visitar a su novio a la cárcel. No lo hace sola. En otro segmento maravilloso de indefinición la vemos en medio de la noche esperar el micro junto a dos mujeres. No sabemos bien quiénes son, pero comprobaremos que están en la misma inmediatamente. La escena siguiente, el viaje en el micro, es una prueba fehaciente de la capacidad de Castro para exceder el mero registro y colocarnos en el terreno del cine, penetrando la intimidad de esas mujeres con sus miradas perdidas hacia el exterior de una ruta que no dice nada. Es un hallazgo, es un momento único en el cual nos sentamos con ellas.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de José Luis Torres Leiva

Una cuestión central pasa por cómo captar el tiempo durante una enfermedad, sin embargo, lejos se encuentra esto de una voluntad por supeditar la historia a un conflicto central. Para ello, aparecen momentos encapsulados, intensamente poéticos, producto de un registro cuya búsqueda se materializa en la percepción misma de un tiempo agónico. Y allí entran en juego los gestos de acompañamiento (muy diferentes a las intenciones de ahogar al otro con una almohada en clave europea). Del mismo modo que Ana permanece al lado de María sin abrumar, nosotros podemos aceptar el desafío de residir en esa intimidad con la paciencia que se requiere y así evitar la tentación del ruido gratuito o de la pirotecnia verbal. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos invita a la caricia.

Red Post on Escher, de Sion Sono

La dualidad gobierna también el universo de Sion. El cine y la vida. Una película que se arma doblemente. Los protagonistas y los extras, una lucha encarnizada por participar desde diversos intereses. Un director famoso y deseado para el afuera, pero un joven atormentado. La realidad y la apariencia. Hacia el final, comprendemos acaso que todos somos extras en una vida automatizada, mientras dos chicas corren por las calles en medio de la multitud buscando reconocimiento. Los vivos y los muertos. La escena y el detrás de escena. Los directores y los productores. Todos son signos que participan y existen en tanto y en cuanto son contrarios que se complementan.

Si hay un mérito visible es la capacidad de Sono para transmitir diversión y adrenalina, siempre manejando los climas, donde puede pasarse de la calma a la euforia en un segundo, sin temor a la exageración. Algún desprevenido tal vez se incomode con tanto grito japonés, al menos que logre decodificar la energía cinética de la película, un huracán rítmico, perfectamente acompañado por un montaje musical extraordinario. Con Sono, esa energía se expande, se ramifica y nunca se sabe dónde y cuándo termina. Mientras tanto, es como la corriente de un río en crecida. Los personajes gritan, sí, pero es pura catarsis, la misma que se contagia a los espectadores que, en el contexto de un festival donde prevalece el cálculo y todo parece rigurosamente controlado, están invitados a purificarse, como en las tragedias griegas. Se trata de un feliz desquicio.

Las mil y una, de Clarisa Navas

¿Cómo pensar la sexualidad y el deseo en un complejo habitacional en un barrio popular de Corrientes? Afortunadamente hay una directora con un poder de observación que intenta responder a ello y escapa a los formulismos de las típicas historias de amor adolescente o angustias urbanas. Las mil y una (tal el nombre de los Monoblocks) es un espacio laberíntico por el que transitan jóvenes por sus pasillos, por sus recovecos. Entre ellos Iris, una chica amante del básquet, que vive con sus dos hermanos y su madre. Hay un padre, pero solo se escucha. No se lo ve. El interior de la casa bien podría ser extraído de algún texto de Manuel Puig. Los tres hermanos son unidos, se protegen frecuentemente en abrazos de contención, una barrera que arman para cuidarse y para compartir sus aventuras y sus búsquedas sexuales. Alejandro y Darío, de personalidades diferentes, transitan sus experiencias homoeróticas en el barrio. Iris está en eso, en la etapa de descubrirlas, sobre todo cuando aparece Renata, una chica que se mueve como pez en el agua y con la que iniciará un vínculo.

Casi con un registro netamente documental y con varios planos secuencia, Navas da forma a una estructura coral donde lo importante no es un conflicto central sino las historias que atraviesan a los personajes, los rituales, los encuentros y el sabor del sexo clandestino que, cuando no es festivo, se ve envuelto en la violencia inevitable (ya sea por parte de la policía como de los vecinos). La cámara sigue a Iris y Renata en sus caminatas, escucha sus conversaciones y se detiene fundamentalmente en los gestos. Hay que decir que la actuación de Sofía Cabrera (jugadora en la vida real) es extraordinaria, un verdadero hallazgo. La manera en que sus manos hablan, la forma en que su rostro dice, le otorga a cada intervención un rasgo diferencial, una fotogenia absoluta. 

Canela, de Cecilia del Valle

Lo maravilloso de este documental es que, más allá de la problemática de género que muestra en consonancia con una cantidad impresionante de películas actuales, tiene muy en claro la importancia para constituir un personaje, un ícono: Canela con su camioneta amarilla es una imagen genial, de la patria del cine. La secuencia inicial debería figurar entre lo mejor de los últimos años porque es el anuncio más elocuente de esta especie de Road Movie donde vemos a la protagonista transitar por diversos lugares (su casa, la obra, la facultad, terapia, la casa de su ex pareja), orgullosa de su decisión, sin victimización exacerbada ni bajads de línea. Del Valle entiende muy bien que para hacer visible un tema no es necesario resignar al cine. Por ello deja fuera de campo lo que ya sabemos (los prejuicios, las discriminaciones), se focaliza en los miedos lógicos de Canela ante una posible operación y le ofrece con total justicia una luminosidad a su persona. Y esto es para celebrar. Y no se trata de la versión de un mundo feliz para una temática que suele regodearse en el dolor, sino de hacer justicia a la entereza de un ser humano que ha decidido reconstruir su identidad, de darle un nuevo rumbo a su vida.

Emilia, de César Sodero

El título con el nombre propio de una protagonista supone que la cámara nunca la va a soltar (otro recurso que se ha convertido en un lugar común), sin embargo, este comienzo aporta un valor diferente. A una considerable distancia vemos una esquina de noche, luego micros que llegan y una chica que baja. En la vereda del frente, la cámara la espera como si fuera un integrante más de ese pueblo patagónico. Ella cruza después de intercambiar las últimas palabras con un pasajero y se reencuentra con su madre. Poco tiempo transcurrirá, luego de ese inicio en el que hubo tiempo para indagar en el plano, para que nos percatemos de que Emilia vuelve a sus pagos, que se ha peleado con su pareja Ana y que iniciará un recorrido que no tiene ni principio ni fin. Porque si hay una sensación que invade es la del presente absoluto en todo aquello que tiene de incertidumbre, sobre todo cuando las emociones aparecen mezcladas (con permiso de los Rolling Stones). Entonces Emilia camina y fuma. Transita el pueblo, ese pueblo donde todos hacen preguntas y tienen, como ella, secretos. Se pelea con la madre, se encama con el marido de su amiga (reviviendo una relación anterior), llama a Ana para aumentar su soledad y poco pasa más allá de que la procesión va por dentro. Y el deseo también, porque en el colegio donde decidió dar clases se calienta con una alumna. Por supuesto, la cámara hará marca personal mientras el tiempo parece paralizado. Lo que necesita Emilia, más allá del sexo, son abrazos, pero los otros no se dan por aludidos. La joven estudiante es, tal vez, la esperanza para olvidar al otro amor. Y en ese viaje existencial hay un registro verbal lacónico, pero muy efectivo para dar cuenta de una situación emocional (¿generacional?). Ante una pregunta, Emilia responde “No sé, vivo”.

Esquirlas, de Natalia Garayalde

Lo personal y lo político pero con una arista novedosa. Un registro que crece paulatinamente con la vida de la directora y que da cuenta de cómo la corrupción y la negligencia política alteran el destino de una comunidad y de una familia. Poderosa, triste y contundente. El campo creativo de Garayalde es abierto y las esquirlas son varias, desde las materiales hasta las afectivas. La mejor ópera prima del año.

Niña mamá, de Andrea Testa

El cine argentino está atravesado por la actualidad. Uno de sus puntos sensibles es el justo y necesario reclamo contra los femicidios, la violencia de género y la promulgación de la ley que permita finalmente la interrupción voluntaria del embarazo. Estas manifestaciones se hacen carne en una cantidad importante de películas cuya aparición obedecen a una emergencia social y al planteo de cambios en torno a paradigmas dominantes. Sin embargo, si solo nos atuviéramos a las consideraciones éticas en la valoración cinematográfica, arrojaríamos un manto de silencio y a otra cosa. Pero el cine, como cualquier arte, excede la inmediatez y añade otros componentes. Confundir una causa justa que pertenece al orden de lo real con su tratamiento en una película es, al menos, discutible. Tal es así que el presente nos brinda la posibilidad de encontrar numerosos exponentes en la pantalla que giran en torno a cuestiones decisivas como la maternidad, al replanteo de la noción de familia y de identidad. Nada más saludable que ello a pesar de que no todas las películas sean especialmente relevantes en términos estéticos o puedan crear cierta ambigüedad en sus planteos o regodeos en torno a la primera persona. Niña mamá, el reciente documental de Andrea Testa, es significativo en muchos aspectos. Uno de los principales es su desnudez, su transparencia. Para ello, hay un principio formal que regula el acercamiento a cada una de las historias de las chicas que acuden al hospital público y consiste en visibilizar sus cuerpos y sus rostros, no perder de vista los gestos, las miradas y fundamentalmente escucharlas. En un perfecto blanco y negro, cada plano respira con la distancia necesaria de una cámara que siempre respeta el espacio de intimidad (aunque inevitablemente lo transgreda) entre las asistentes y las jóvenes. El discurso institucional de contención (que reivindica a las políticas públicas ante la demonización frecuente hacia sus empleadas) está fuera de campo visual porque, en definitiva, forma parte de la órbita de lo profesional/humano. En cambio, cada historia contiene el marco que amerita: el habla frente a la cámara o el dolor acompañado con la prudencia que se merece.

La última ciudad, de Heinz Emigholz

Una película que comienza con el relato de un sueño y ese sueño que se hace trama. Luego, personajes que hablan y hablan, pero que tienen cosas interesantes para decir, surrealistas, cómicas y dramáticas también. Como si fuera un juego de roles cuyos fondos van cambiando, La última ciudad ofrece una libertad inusitada y una frescura como pocas. Atenas, Berlín, San Pablo y Hong Kong, son algunos de los escenarios que vemos mientras los interlocutores disparan teorías, se desdoblan (como en el cuento El otro de Borges) y viven desde días perfectos a pesadillas urbanas. Si la cuestión arquitectónica es un punto central en la filmografía del director, aquí está presente en un segundo plano para dar preponderancia al registro conversacional en tanto y en cuanto parece una caja de Pandora: nunca se sabe qué ocurrirá en el plano siguiente. Cada encuadre oblicuo es parte de una propuesta lúdica que, si bien se refugia en un gesto vanguardista, no pierde nunca la conexión con los espectadores. De paso, nos pegamos un viaje de aquellos.

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