Películas inolvidables. Breves declaraciones de amor

Vous n’avez encore rien vu, de  Alain Resnais, 2012

Un grupo de actores es convocado a la mansión de un dramaturgo que acaba de morir. Entre ellos, Amalric, Wilson, Arditi, Consigny y nada menos que Piccoli. Allí, una pantalla les develará el último deseo del fallecido: que vean las grabaciones de los ensayos de una joven compañía de actores interpretando Orfeo y Eurídice, de la cual ellos alguna vez formaron parte en sus diversas adaptaciones. El comienzo no podía ser más extraordinario. Resnais vuelve sobre la idea de subrayar el artificio como parte del cine y a pensar las formas posibles de actuación. Conjuntamente con los ensayos que se ven en pantalla comienzan a superponerse las voces y las performances de los actores y actrices sentados en sus respectivas butacas. La película mantiene el encanto en todo momento gracias a la emoción puesta por los personajes en ese ámbito espectral que los cobija y el veterano director los mira con leves movimientos de cámara que no interfieren en la representación. Vous n’avez encore rien vu es también una vuelta hacia los temas del tiempo y de la memoria. Los participantes son de generaciones diferentes pero lejos de internarse en un duelo dialéctico, se complementan y retroceden a sus pasadas actuaciones para recrearlas en el presente. Un verdadero encanto y una forma, además, de hablar sobre la muerte sin perder la vitalidad, que recuerda a los últimos trabajos de Bergman.

Vida en sombras, de Lorenzo Llobet Gràcia, 1949

Una obra maestra absoluta. La película de Llobet Gràcia en apenas 75 minutos cuenta una hermosa historia, la de Carlos (enorme Fernando Fernán Gómez), nacido en un cine y consagrado luego a ese mundo hasta que una tragedia le impedirá sostener dicha pasión. Además, el filme es de una modernidad increíble para 1949 en España: los movimientos de cámara variados, los ángulos elegidos, la perfecta armonía narrativa obtenida a base de justas elipsis y la combinación de diversas capas de lectura. Entre ellas, la que más toca la fibra sensible se relaciona indudablemente con los inicios del cine, del fenómeno de recepción que implicó (hay que ver cómo filma el director las miradas del público en las primeras ferias) y su posterior evolución técnica, además del homenaje a la figura de autor. Todo esto sin elucubraciones teóricas y sin descuidar jamás a los personajes y a la trama. No hay posibilidad de quedar indiferente ante esta joya cinematográfica.

Crímenes y pecados, de Woody Allen, 1989

Varias películas de Allen han trabajado sobre un continuo desplazamiento entre tragedia y comedia, films que pueden leerse en clave de divertimento, como sátira sociológica de una época, pero que en el fondo condensan un espíritu trágico.

En Crímenes y pecados (1989) (obra maestra), de las dos líneas narrativas que entreteje, la cómica versa sobre un director de cine cuyo cuñado, egocéntrico e insoportable, le pide sus servicios para que ruede un documental. El otro nivel discurre en paralelo y contiene una oscura trama: un hombre que está dispuesto a matar para ocultar sus secretos y preservar su posición en la vida. Ambas atraviesan cuestiones vinculadas con el amor y quedan implicadas en un asunto de alto contenido moral.

Allenreescribe a Dostoievski, pero reemplaza el tormento de RaskolniKov por un conocido cirujano ocular llamado Judah. Este tiene una estructura familiar armada y una amante, Dolores, que se impacienta porque no cumple lo que durante tiempo ha prometido: divorciarse de su esposa y casarse con ella. A medida que las amenazas ganan intensidad, habrá que tomar una decisión.

En algún momento Dolores pronuncia el tópico de que los ojos son el espejo del alma, frase que Judah (nada menos que oftalmólogo)  ignora, puesto que su visión es netamente materialista, pero cuando la ve muerta con sus ojos abiertos, la escena le provoca un profundo vacío y por supuesto su conciencia empieza a chillar.

No obstante (y aquí está el punto de la película) el tiempo y la suerte están de su lado. En un mundo gobernado por el azar, resulta perfectamente posible salir impune tras cometer un asesinato; a medida que nuestra vida avanza, el significado de las buenas intenciones es tan dudoso y escaso como el de las malas.

La historia de Judah es una forma de demostrar que Dios no existe, que estamos solos en el universo, y que no hay nadie para castigar ya que la moralidad es asunto de cada uno. Si se está a dispuesto a matar se puede asumir, controlar, y hay quien lo lleva bien, quien puede vivir con ello. De manera tal que ningún Dios va a descender súbitamente desde las alturas para mandarnos al infierno o atravesarnos con un rayo. Judah prefiere seguir adelante con su plan y vivir con esa carga, de modo que comete el crimen y decide aguantar hasta que el recuerdo se desvanezca. Si no podemos tener certeza de nada y la certidumbre es un imposible, aprender a vivir con los pecados es la solución para quien sea capaz de sobrellevarla. Dios no existe y la justicia tampoco. Solo resta tener suerte. Dentro del ideario filosófico de Allen, la suerte ocupa un lugar de privilegio. Se trata de una idea subversiva en un país que sobrevalora el esfuerzo. Es el elemento crucial en la vida sin el que nada parece poder conseguirse. Y del tormento momentáneo a la recuperación del equilibrio que funciona como máscara social de nuestros peores actos, solo hay tiempo. Es el tiempo en que se pasa de la tragedia a la comedia.

It Follows, de David Robert Mitchell, 2014

Esa cosa al final de la escalera  de Ray Bradbury es un cuento inquietante acerca de un hombre que debe enfrentar un trauma de la infancia y que lo ha perseguido toda la vida. Desde el título se advierte ya la indeterminación, uno de los rasgos fundantes de la literatura fantástica (y del terror). Pero además  está la cuestión de «al final de la escalera», esa proyección espacial en profundidad que en el cine se puede apreciar mejor. ¿Qué hay allí en el fondo, qué se esconde detrás?,  son interrogantes que una buena puesta en escena puede ejercitar ante los ojos de un espectador que se mantiene en vilo  (y a salvo solo porque hay una pantalla de por medio). Así se viven los escalofriantes pasillos de El padrino aguardando que irrumpan los mafiosos para terminar su tarea con Vito Corleone, las caminatas de Jamie Lee Curtis con estudiantes amigas por calles y parques sin saber si al final de las mismos estaba o asomaba Michael Myers, en la obra maestra de Carpenter, Halloween, o el siniestro encuentro del tipo agobiado por una pesadilla con su amigo para enfrentarla, detrás de una pared en un luminoso bar en Mulholland Drive, de David Lynch. Los planos profundos son de lo mejor que le pudo pasar a este arte y al terror específicamente. Y de vez en cuando, en un terreno saturado de efectismos, surge una agradable sorpresa que devuelve la fascinación por esos temores primarios que jamás se despegarán. It Follows,  el film de David Robert Mitchell manifiesta la voluntad  por habilitar esa zona de profundidad de campo para que sigamos sintiendo miedo a que algo aparezca desde una lejanía, a que de repente, en frente, en la casa del vecino, irrumpa o salga algo. Con recursos genuinamente cinematográficos, Mitchell vuelve sobre esa extraña sensación de sentirse asediado sin saber exactamente por qué y tener que cargar con ello de aquí a la eternidad. Las hermosas imágenes de melancolía en medio del horror nos avisan  constantemente esa inexorable verdad velada por la razón: el miedo siempre estuvo y llegó para quedarse.

Take Me Home/Llevame a casa, de Abbas Kiarostami, 2016

¿Puede una pequeña joya de apenas dieciséis minutos contener más cine que el ochenta por ciento de la programación de un festival? Parece exagerada la pregunta pero no tanto si se trata de Kiarostami. Filmada en el sur de Italia, entre valles y escaleras, sin diálogos, en un perfecto digital en blanco y negro, la acción principal es una pelota que cae y que veremos caer durante un rato porque “la repetición hace la poesía” en las películas del recientemente fallecido director, una pérdida singular para el mundo y para el séptimo arte. El espacio se torna infinito gracias a la ilusión que genera el montaje y la cadencia de imágenes musicalizadas delicadamente nos introduce en un espacio fantástico (“Todas las escaleras, la escalera”) hasta retomar el equilibrio inicial. Una pelota que cobra vida y un niño que la persigue. Parece un gag de los inicios del cine o un homenaje al famoso globo rojo de Lamorisse del que hablaría Bazin, objetos que se rebelan ante sus dueños. Pero es sobre todo una delicia.

What Did Jack Do?, de David Lynch, 2017

David Lynch ha vuelto. Lo hizo con una pequeña joya que bien podría verse como un compendio exquisito de su obra, pero que aparece para despertar un hedonismo signado por la gracia y el humor. Uno de los tantos caminos que ofreció Lynch a lo largo de su carrera es el de la parodia del cine norteamericano clásico y de sus moldes y estereotipos genéricos. El punto de partida aquí es un esquema básico que remite al policial, un duelo dialéctico entre detective y sospechoso. Claro está, el que pregunta es el mismo director y el que responde un mono con boca humana. Entonces, ya nada obedece al orden de lo normal.

Como si se tratara de la reproducción de una película añeja, la primera imagen en blanco y negro es un plano general que habilita el marco: la cafetería de una estación de tren. Los dos involucrados a uno y otro lado de la mesa comenzarán con el jugoso intercambio verbal cuya lógica principal radicará en el plano/contraplano. El mono se llama Jack. Tiene una mirada asombrosa y el efecto digital de la boca genera una extraña empatía. Se lo acusa de haber estado con aves. La cosa parece venir de un crimen pasional y el detective agotará todos los recursos para hacerlo pisar el palito. Los tonos de voz, las imperfecciones simuladas sobre imagen y sonido conectan con el imaginario del noir, sin embargo, los silencios estirados y las frases absurdas crean la distancia necesaria para reírse gélidamente del género. De este modo, en medio de un intercambio verbal, las preguntas van por un carril y las respuestas se abren a otros modos de significación, una constante en las películas de Lynch. “Las aves de igual plumaje hacen el mismo viaje” dice el mono. Y no queda más que reírse. El que se enrosca, pierde. Tomarle el pelo a quienes se rompen la cabeza para descifrar un lenguaje encriptado, plagado de símbolos, refranes y signos esotéricos ha sido una de las especialidades de Lynch (como Fellini, como Ferreri). Están ahí, es cierto, pero son parte de una materia significante que le debe más al cine y a los sueños, que a los abordajes racionalistas. Perderse en el pantano de palabras como nos extraviamos por las calles de una ciudad suele ser una manera encantadora de penetrar en el universo del realizador norteamericano. Si las líneas de diálogo conducen al desciframiento de un argumento, hay otras que producen el desvío. “Por un tiempo viví cerca de una granja” confiesa el sospechoso, y entonces armamos el caso. Pero inmediatamente agrega “Mírame. ¿Mis pupilas están dilatadas?”. Dos sintagmas continuos cuyos significados se disocian y abren una brecha que se irá alimentando de situaciones enunciativas similares. Metáforas, alegorías, alusiones y referencias de todo tipo son parte esencial de la escritura fílmica de Lynch. Esta práctica la lleva al paroxismo en Twin Peaks en cuya historia aparecían infinidad de señales. El mismo Lynch jugaba con claves a modo de epígrafes cuando agregó introducciones con uno de los personajes más queribles: la dama del leño.

La primera interrupción se produce cuando la azafata del tren trae los cafés. Nada puede existir en el mundo lyncheano sin el sabor de un buen café. Sus detectives son Sensitivos, fetichistas gastronómicos, grandes saboreadores. Una parodia de Sherlock Holmes, en la medida que se presentan en principio con una pose racionalista y luego privilegian el instinto y los sueños. La segunda consiste en un número musical previo al desenlace donde el monito vestido de traje se luce con una canción de amor. Los diversos motivos que hemos escuchado en las películas de Lynch son variaciones de un mismo patrón melódico que está destinado a reforzar una zona de  encantamiento, de murmullos, de susurros. Es en este sentido que la música otorga un valor de conjunto a partir de un tono que conjuga lo íntimo con lo siniestro, con tonos que se pegan en la memoria emotiva a partir de la reiteración. El momento es excepcional y hermoso, aun en el despiadado terreno de la parodia. Otra muestra más de uno de los realizadores que mejor concilió el cine con los sueños.

La angustia corroe el alma, de R. W. Fassbinder, 1974

Fassbinder fue un vitalista desesperado que, entre tantas cosas, leía también desesperadamente. Así escribió sobre las películas de Douglas Sirk a quien admiraba incondicionalmente. Por ejemplo, sobre Solo el cielo sabe (All that Heaven Allows, 1955) dice lo siguiente: «He aquí unas condiciones jodidas para un gran amor (…) Jane vuelve a casa Rock porque tiene dolor de cabeza, cosa que tienen todos los que cojen demasiado poco (…) Quien pone tantos problemas al amor, después no puede ser feliz». En 1973, Fassbinder filmó La angustia corroe el alma, una remake de la película de Sirk (hubo otro título más combativo que circuló en algunos países, Todos nos llamamos Alí). Este melodrama, uno de los mejores de todos los tiempos, está hecho con la misma energía con que el director alemán lee a su maestro. Una noche lluviosa Emmi entra a un bar y pide una coca cola. Al rato termina bailando con un joven musulmán. Y en ese ejercicio de reescritura se llenan los hiatos que el otro dejaba obligatoriamente, se retuercen escenas y se goza con la libertad de reciclar el género con energía compulsiva. Allí en el original, donde la protagonista era una mujer mayor perteneciente a un círculo pudiente, aquí es una viuda trabajadora de la limpieza y Rock Hudson, el jardinero, deviene en esta versión en un joven marroquí  inmigrante. Lo que Fassbinder potencia es la mecánica social del rechazo ante una relación impensable en esa Alemania de posguerra y de resabios nazis diseminados en todos los rincones de una sociedad degradada. Y también, la familiar. Si en Solo el cielo lo sabe, los hijos le regalaban a la madre un televisor para anestesiar la falta y anular al jardinero, en La angustia corroe el alma, uno de ellos lo romperá a patadas cuando se entere de que su madre ha decidido casarse con Alí.

Fassbinder no usaba caretas. El melodrama como género le sirvió para reventar brutalmente los modelos de conducta hipócrita, para empalidecer rostros, despojar de todo sentimentalismo barato a una modalidad que comenzaba a ser manipulada por las telenovelas. En este sentido, fue capaz de poner en escena las tensiones sexuales y sociales descaradamente, sin resignar uno de los hermosos principios del melodrama: el carácter patológico del amor, su misma imposibilidad, a menos que uno deje la vida en ello. Se es diferente en un doble sentido, por ser extranjero y por amar. El sólido núcleo que forma la pareja se verá amenazado constantemente por la mirada inquisitoria de los otros. En una de las escenas más bellas que haya filmado Fassbinder, Emmi y Alí están sentados en una mesa al aire libre, en medio de un mar de hojas otoñales. Los planos cortos encapsulan su momento. Luego, la apertura involucra a un grupo de personas que, cual zombies, los escrutan con la mirada. Unos minutos después, un travelling aleja la cámara dejándolos en soledad perpetua. Todo está contenido en ese momento: el amor, una sociedad en debacle, la incomprensión, el sufrimiento y la incertidumbre. Si la angustia corroe el alma, tal como reza el título, es también es una condición sine qua non para el amor. La desesperación recorre todas las películas de Fassbinder como una puerta que se debe atravesar. O se elige vivir así o quedarse de este lado, lo cual implica repetir modelos de conducta acomodaticios o siendo cómplices de los verdugos. En varios momentos, tanto Emmi como Alí se ven tentados a ello. Nada puede ser fácil en este mundo. Sin embargo, como tantos personajes del director, solo quieren que los amen.

La imitación de la vida, de John Stahl, 1934

Una mujer blanca, viuda, con una hija, y una mujer negra, madre soltera, con una hija también. Se conocen de manera azarosa y entablan una relación de amistad. Como Stahl era mucho más sutil que el ochenta por ciento del cine que se ve hoy, nunca pierde de vista que la relación entre ambas jamás disimulará su condición social: una, tendrá sueños de riqueza; la otra se conformará con un techo para vivir. A partir de ahí, se narra de qué manera progresa la protagonista con un negocio gracias a la mano de obra de la otra. Al mismo tiempo, está la historia de las hijas, también diferentes en sus deseos y realidades. Las dosis de humor características del director atenúan un drama que, como imitación de la vida, tiene felicidad y tristeza, pero sobre todo un humanismo que atraviesa a los personajes. Como suele ocurrir en las películas de Stahl, es notable la capacidad narrativa para incorporar diversas  tramas y conjugar los vínculos familiares, raciales y amorosos, con mujeres fuertes, independientes y decididas, y con las restricciones lógicas de un momento en la historia donde el cine exigía realizadores capaces de enfrentar la censura o la moral de la sociedad. El deseo final de Delilah es conmovedor: después de toda una vida de trabajo y de estar al servicio de los demás, solo pide un buen funeral. Por supuesto, Stahl se lo regala.

Lolita, de Stanley Kubrick, de 1962

 “Lolita, luz de mi vida, fuego de mi espalda. Mi pecado, mi alma. Lo-Li-Ta: la puerta de la lengua hace un viaje de tres peldaños bajo el paladar para golpear, a las tres, en los dientes. Lo-Li-Ta. Era Lo, solo Lo por las mañanas, de pie, cuatro pies y diez pulgadas en un calcetín. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores en la línea de puntos. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Así comienza una de las novelas más importantes y problemáticas del siglo XX. Su autor, Vladimir Nabokov. Es la confesión póstuma de un tipo llamado Humbert Humbert muerto en la cárcel en 1952 mientras cumplía una condena por asesinato y delitos sexuales relacionados con una chica llamada Dolores Haze, bautizada por él como Lolita.

En uno de los pasajes más controvertidos de la novela, Humbert expresa su teoría sobre ese tipo de niñas: “Entre los límites de edad de nueve a catorce años aparecen doncellas que a ciertos viajeros embrujados dos o más veces mayores que ellas, les revelan su verdadera naturaleza que no es humana, sino nínfica (es decir demoniaca); y a esas criaturas escogidas yo propongo calificarlas de nínfulas.” Tal afirmación hoy sería imposible de asimilar para los patrones dominantes y seguramente hubiese generado los reclamos más acérrimos, como si la ficción debiera rendirle cuentas a la moral de eso que se llama realidad.

Pero también hubo una película, que también tiene su historia. Cuenta la leyenda que para convencer a Nabokov de ser el guionista, Stanley Kubrick lo llevaba a las fiestas de la farándula cinematográfica. En una de ellas, el escritor le preguntó a un señor ¿en qué trabaja usted? En el cine, contestó John Wayne. Pese a todo, Nabokov aceptó y trabajaron con las dificultades propias de llevar a pantalla un universo literario incompatible con las restricciones del Código Hays. El punto principal pasaba por delinear al personaje de Lolita. Finalmente Kubrick transformó a Dolores Haze, de una niña predatoria en una adolescente muy atractiva. Si el libro habla de abuso infantil (doce años y medio), la película (catorce y medio) trata de artimañas que una adolescente puede haber aprendido en esos años: la conciencia de su poder sobre los hombres. La elección de Sue Lyon (quien falleció hace unos días lamentablemente) permitió desde la fotogenia una distancia capaz de asimilar la imagen de mujer buscada, una ninfa perfecta que aparenta más edad de la que tiene, la que seducirá al hombre maduro e intelectual interpretado por James Mason.

Nabokov no quiso que la Lolita de la pantalla fuera demasiado real, o demasiado bonita. Las nínfulas de Nabokov no son plácidas víctimas sino demonios calculadores. Para el papel buscaban a alguien que pudiera combinar la naturaleza física de una niña con la sofisticación de una mujer adulta (durante un año acumuló ochocientas fotos de jóvenes actrices y modelos, lo que confirma una vez más su carácter obsesivo). Sue Lyon encajaba perfecto y Kubrick lo supo cuando después de quedar perplejo por su belleza cuando la joven actriz apareció en bikini en el programa televisivo “The Loretta Young Show”.

A pesar de que era un bestseller encontraron poco entusiasmo en los estudios. La traba era el tema sexual. La Warner aceptó con condiciones y encontraron financiación en Inglaterra, donde aseguraban  el derecho absoluto sobre el montaje final. Peter Sellers, una estrella con 32 años, interpretaba a Quilty. Sellers tenía intereses comunes a Kubrick y su habilidad camaleónica fascinaba a Hollywood.

Kubrick dotó a la película de auténticos lugares americanos y contrató cámaras para filmar autopistas y moteles para usarlos como proyecciones de fondo. Que Lolita comience con un duelo se justifica por la necesidad de que los hombres sean el centro de la historia. Y es un tipo de duelo especial: los dos compiten por Lolita, pero como hombres que juegan al ajedrez por correo, rara vez se encuentran.

El resultado es más una comedia negra que una búsqueda sexual. En todo caso, esta es sugerida elegantemente. Era todo lo que entonces podían permitir los estudios y lo que el propio Kubrick se permitiría en su megalomanía e inseguridad.

En cuanto a Sue Lyon el destino le reservó esa carta que comparten aquellos en la historia del cine que quedan pegados a personajes fuertes o problemáticos. Después de Lolita, se destacó en La noche de la iguana (1964), bajo la dirección de John Huston, pero protagonizó algunas cintas de terror de bajo presupuesto: Crash! (1976) y El último día del mundo (1977). El último filme en el que participó Alligator: La bestia bajo el asfalto (1980). Allí quedará siempre inmortalizada en ese zoom que la presenta en el jardín cuando la ve por primera vez Mason.

Rocky III, de Sylvester Stallone, 1982

«Porque una cosa es aprender a ver películas de manera profesional-para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos-y otra cosa es vivir con los films que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra futura biografía, atrapados en las redes de nuestra historia.» (SergeDaney, El travelling de Kapo)

Entré en el universo de Rocky cuando el mito ya estaba instalado. En 1982 tenía diez años y veía el mundo en contrapicado, sobre todo las puertas de los viejos cines donde pegaban fotogramas de las películas que daban. Recuerdo pasar una y mil veces con el colectivo y mirar las imágenes de Rambo, intrigado por saber qué carancho le habían hecho a Stallone, que aparecía todo inflado y torturado en la foto. Pero eso fue después. Antes, dieron en el cine Gran Mar Rocky III. Yo salía del colegio y cuando entré, el mundo se transformó. Yo me mandé como el pibito de Los clowns de Fellini al circo mientras se abrían las cortinas, pero con el tiempo me figuro que mi caminata por el pasillo entre las enormes filas de butacas fue como cuando se le abrió el mar a Moisés.Luego, se desplazaban los créditos en amarillo de la película con la clásica música de apertura: ahí estaban las escenas sangrientas del combate con Apollo Creed en la segunda parte. Y ya nada fue igual, la picadura del cine no tuvo retorno y Rocky sería el personaje de por vida.

Después vi la película unas quince veces más, salí boxeando, disputé mil batallas con mi hermano, les dimos batalla también a la pobre vieja con los quilombos que hacíamos dramatizando las peleas de Rocky, nos íbamos a ver a un café en video las versiones anteriores. De esa inocencia, de esos primeros relámpagos cinematográficos jamás renegaré (después vendrían todos los gigantes, desde Dreyer a Godard, de Ford a Hitchcock, más los festivales, más esto, más lo otro). Lo supe cuando encontré el rostro que estuve buscando en el de la pequeña Ana Torrent mirando Frankenstein en El espíritu de la colmena, esa obra atemporal de Víctor Erice.

La tercera entrega de la saga, dirigida nuevamente por el propio Stallone, es un punto de inflexión manierista en el que el hombre le cede el paso a diversas máquinas. La primera es la que se corresponde con el propio Rocky, transformado a partir de su coronación en una estrella publicitaria. Una sucesión de imágenes con Eye of Tiger de fondo musical, confirma que la pobreza ha devenido en fortuna material. Claro está, el tema será cómo manejar ese paraíso artificial. Sin embargo, por lo menos al principio, el protagonista tiene en claro cuáles son sus orígenes y su solidaridad no cede ante nada. La primera escena lo encuentra en la cárcel sacando al simpático cuñado Paulie de la cárcel con una crisis de personalidad. Más adelante, se suman los otros sustitutos artificiales. En primer lugar, una estatua en Filadelfia en honor al campeón, un hecho que parece enfrentar al hombre con el mito, reflejado en la azorada mirada del campeón. Luego, las peleas. Una a beneficio, una especie de espectáculo circense con el luchador HulkHogan (que bien podría anticipar las pavadas actuales de Floyd Mayweather para seguir acumulando dólares), que se transforma en una secuencia divertidísima y grotesca. Está claro que Rocky, el campeón, se encuentra en una zona de confort absoluta. La pelea con Creed ha sido devastadora y nada hace pensar en un desafío inmediato, más allá de unos cuantos boxeadores mediocres. El hombre de sombrero se ha aburguesado inevitablemente. Entonces aparece ClubberLang, la máquina faltante, la máquina de matar. Pone a prueba el coraje de Rocky y logra concertar a base de provocaciones el desafío.

Stallone, conocedor de la historia y en concordancia al devenir de la década del ochenta, introduce estratégicos golpes de efecto que provocan cambios significativos en la trama, como si se adelantara a los famosos finales de temporada de las series actuales. Entre las dos contiendas con Lang suceden dos hechos significativos. Uno es la muerte de Mickey Goldmill (el genio BurgessMeredith); el otro, la aparición inesperada de Apolo Creed, para mantener vigente el mito del hombre que lo destronó. Y la única forma de hacerlo es devolviéndole su humanidad. Allí vuelven a los barrios, a los gimnasios semilleros, a la música negra y la película recupera la veta carnal, más allá de la publicidad, la estatua y el éxito. La máquina de Clubber, en apariencia implacable, es un obstáculo casi sobrenatural (como lo será Drago en la siguiente película). Los ideologemas americanos empiezan a funcionar a pleno en las dos partes manieristas de la saga: el triunfo del individualismo, el sacrificio a toda costa. Todo es posible.El entrenamiento será la secuencia inolvidable mientras suena GonnaFlyNow. Por último, la pelea (más artificial que nunca, pero qué importa a esta altura) y una vez más Rocky llamará desde el ring al amor de su vida, Adriana Pennino, más conocida como Adrian.

The House Is Black, de Forough Farrokhzad, de 1963

Esta incursión poética/documental en un leprosario llevada a cabo por una mujer es una pequeña joya. No es solo un registro, es también una demostración de que no hay límites para filmar y que solo depende de la mirada, la inteligencia y la sensibilidad de quién está detrás de una cámara. Al mismo tiempo, surge la cuestión de cómo dar cuenta de la deformidad, de hacerla visible ante los ojos que la niegan, porque allí también hay humanidad, y hasta belleza, concepto problematizado por Farrokhzad. Y esto implica la compasión, por eso, los versos del Corán que acompañan a las imágenes. Hay tres voces que tejen el hilo. La primera es la de la propia directora cuyas palabras encuentran eco en las imágenes por su carácter profundo. Luego, otra voz que en un breve pasaje revela el objetivo concreto del documental y de quienes lo financiaron: “la lepra no es una enfermedad incurable”. Y  las de los mismos leprosos, cuyo corolario es la frase del título escrita en un pizarrón, un cierre perfecto.

Suspiria, de Dario Argento, de 1977

Hay dos comienzos notables de películas, ambos precursores de Suspiria de Dario Argento. Tienen en común el cruce de la iconografía de los relatos góticos con el cine expresionista a base de intrigas y de crímenes. El primero de ellos es de 1946, se llama La escalera de caracol (The spiral staircase, 1946) y fue dirigido por Robert Siodmak. Al comienzo, una joven se dirige a una mansión en medio de una artificiosa lluvia torrencial bajo la mirada atenta del asesino. Dentro de la casa, se cocina el resto de la historia signada por las marcas del gótico: una joven muda que parece Cenicienta, una madre bruja, un par de galanes vampíricos y un escenario recorrido por movimientos de cámara que nunca olvidan de qué materia está hecho el cine.En una de las críticas que se leyeron en su momento, alguien dijo: “Hitchcock no la hubiera hecho mejor”. La relación con el maestro inglés se da a partir de Rebecca (1940), fundamentalmente en la representación de un imaginario propio de los cuentos tradicionales y tenebrosos, pero también en una idea que es pilar en la psicología criminalística de Hitchcock, a saber, que el asesino (el mal) puede ser cualquier persona, una entidad confundida dentro del orden de lo cotidiano. También este melodrama gótico del maestro se inicia con una mujer llegando a una mansión bajo otra lluvia torrencial.

Y entonces llegó el giallo. Y entonces llegó Argento para poner todo patas arriba, tirar una bomba y exacerbar los procedimientos de una tradición ligada al terror/policial. Y Suspiria (1977) empieza con una apertura demencial, enferma, también con una joven que se dirige a una mansión (una academia de Ballet) bajo un diluvio, sin embargo, a diferencia de las luces y sombras expresionistas, aquí la protagonista aparece envuelta en un festival de destellos, colores y ruidos donde el horror es belleza y donde el cine alcanza su punto máximo de materialidad. Película sensitiva al palo, Suspiria se planta en el comienzo en el artificio, en la alucinación y en la muerte orgásmica de puñales clavados y crímenes perturbadores. Y el rojo es el color dominante. Todo está teñido de rojo: los rostros, el vino, las fachadas de la Academia, sus interiores, los cabellos, los cuerpos, los labios y definitivamente, la sangre. Y una vez que se entra, no se sale. Ni las chicas en la Academia gobernada por un aquelarre ni nosotros de la película. Se trata de un laberinto. Una de las jóvenes afirma “es como seguir el hilo de Ariadna”. Pero acá no hay Teseo que valga. El universo de Suspiria es femenino y la armonía del Ballet y el sueño triunfal son derribados  por golpes visuales y sonoros donde la fatalidad se respira a cada instante.

La brutalidad de los crímenes es proporcional a la belleza coreográfica con que aparecen filmados. Argento retoma ese imaginario de cuento de hadas (Rebecca, La escalera de caracol) y lo lleva al límite de la caricatura con mansiones, objetos y brujas que atraviesan la vida de una inocente chica que va desde EE.UU a Alemania para cumplir un deseo. No obstante, no hay príncipes azules ni momentos de relajación porque cada escena de la película es una especie de pesadilla psicodélica inspirada en Thomas de Quincey y acompañada por los infectados acordes de la banda industrial Goblin. La puesta en escena de Argento (la sublime puesta en escena) es el atentado manierista que nos regala el director para que cuarenta años después aún sigamos trastornados. Y la razón es el miedo potenciado por la explotación de un espacio laberíntico donde cada recoveco es una mezcla del mundo de Alicia en el país de las maravillas con la peor pesadilla de tu vida. Pero hay otra razón. Este año apareció la remake de Luca Guadagnino. La diferencia entre Argento y Guadagnino es que el primero ama al cine y el segundo ama que le digan cineasta.

elcursodelcine

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *