Bafici 2021. La poética de los espacios

Maggie’s Farm (James Benning ,Estados Unidos – 2020)

La última película de James Benning, un habitual invitado del festival, consiste en una serie de planos fijos, una secuencia sobre el espacio fragmentado (el Instituto de Artes de California), que comienza por los bordes naturales del lugar y concluye con objetos perdidos en interiores.

Todo lo que se pueda decir ya no pertenece al orden de la propuesta estética, sino a los discursos que se construyan en torno a lo que se observa, una cuestión que es inherente a este tipo de trabajos donde la cámara queda dormida y el registro se consagra al estatismo absoluto, a la aprehensión de lo real tal como se ve y se escucha.

Como suele suceder con el realizador norteamericano, el congelamiento de una imagen permite prácticamente adivinar qué hay más allá, generalmente signos de civilización. Detrás del cuadro forestal, por entre los árboles, se ven casi imperceptiblemente autos que pasan por una carretera o, por momentos, se escuchan canciones. Mientras ese otro orden transcurre, la mirada tiene tiempo para explorar el plano. Y si por un lado surge el interrogante acerca de cuál es el límite del procedimiento, cómo evitar un carácter arbitrario en la duración, también se puede ser generoso y recuperar ese gesto infantil de dibujar sobre lo que Benning ofrece en el cuadro, como cuando éramos chicos o chicas y mirábamos una nube para imaginar figuras. De eso se trata, tal vez, de recuperar esa mirada perdida, de asombro frente a la naturaleza, contaminada por lo mediático, la velocidad y el vértigo. Los árboles de Maggie’s Farm arman sus propias formas: algunos están enojados, otros simulan una sonrisa. Que cada uno acepte o no ser parte del juego, ya es una cosa que dependerá de la ansiedad o de la paciencia.

Apenas algunos leves movimientos de hojas evitan confundir cada plano con una fotografía. La banda sonora es envolvente, una pared compuesta por insectos y otros ruidos o canciones que se escuchan a lo lejos. En ningún momento manipula el director los niveles auditivos, de modo que fluyen tal como se presentan, según la posición de los dispositivos fílmicos. Es otro modo de respetar esa condición baziniana sobre la ambigüedad de lo real, un dilema que repercute todo el tiempo en la película. Como ocurría en L. Cohen (2017), aquí obviamente en un momento sonará Bob Dylan, tal como sugiere el título de la película.

Sin embargo, la ruptura se produce con el contraste del plano que introduce un fragmento de la institución mencionada anteriormente. Es como un descenso del edén a la tierra y la percepción se modifica o desafía nuestros cánones de belleza: lo natural cede paso a otro tipo de espacio donde se huele humanidad, mecanicismo, ruidos metálicos, desechos y objetos abandonados. Apenas un cartel confirma los primeros indicios de civilización. A partir de allí, los planos serán de habitáculos fragmentados y otra clase de bordes donde predominan los restos, lo impuro.

No cabe duda de que el carácter independiente de las películas de Benning genera aguas divididas. Se podría, incluso, hablar de la posibilidad de un cine anacrónico, que necesita indefectiblemente de la sala para valorar la experiencia estética en toda su dimensión, a contrapelo de un presente pandémico, de desaforadas plataformas y streamings. Es resistencia, sí, pero restricción también si pensamos en un público adepto a las historias o a otro tipo de emociones. Son elecciones, nunca deberían ser exclusiones.

Rancho (Pedro Speroni, Argentina – 2021)

Hay algunos caminos apresurados y fáciles a la hora de comentar documentales carcelarios como Rancho. Uno de ellos es dejarlos pasar o resignarlos al gesto complaciente que consiste en afirmar que es un retrato donde se hace justicia en la manera que se muestra a los presos, una salida habitual que esquiva algunos complejidades. Otro es indignarse desde un lugar cómodo frente a una serie de relatos que son indigeribles para quienes solo ven las cosas desde una sola óptica, los mismos que se divierten con las ficciones de ladrones y de gánsteres, con sus anécdotas desaforadas de crímenes y robos, pero cuando ven un documental con personas huyen despavoridos. La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara en una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro.

El punto de partida es la palabra “rancho”. Con un fondo negro leemos las diversas acepciones de la palabra. Lo irónico es que la forma en que se inserta ese sustantivo (varias veces devenido en verbo) es parte del argot de la cárcel, en contraste con cualquier aproximación lingüística que provenga de fuentes académicas, incluido el diccionario. De este modo, “rancho” en la jerga es un vocativo o una acción que aparecen vinculados con convivencia forzada. Y esa convivencia forzada es la que muestran los primeros planos cerrados en espacios reducidos, claustrofóbicos, donde los cuerpos son escrutados por un registro omnipresente. A los gestos se le suman las palabras, porque un modo de supervivencia posible, aún en el mismísimo infierno, sigue siendo la posibilidad del relato. Y cada preso tiene sus historias, sus excusas, sus broncas y sus sueños. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para ser analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención. Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre. El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.

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