Tres visiones sobre el paraíso

Paraíso (Andrei Konchalovsky, 2016)

1-La visión estilizada

Konchalovsky sigue los pasos de tres personas cuyos caminos se cruzan en los terribles tiempos de la II Guerra Mundial. Olga es una aristócrata rusa miembro de la Resistencia Francesa que es arrestada por la policía nazi por ocultar a dos niños judíos durante una redada. Arrestada y enviada a la cárcel en espera de una decisión final, en prisión conoce a Jules, un funcionario francés colaboracionista que debe investigar su caso. Allí también se encontrará con Helmut, un alto oficial de las SS, que hace muchos años fuera su amante y que todavía parece mantener sentimientos por ella.

Paradise tiene, en el mejor de los casos, todo aquello que puede hacer defendible a una cantidad enorme de films: una fotografía impecable en blanco y negro, buenas actuaciones, oficio en la dirección, momentos de impacto emotivo, entre otras cualidades que cuadran dentro de lo políticamente correcto en los cánones del buen gusto. El problema es que la suma de esas cualidades inmersas en un contexto visto infinidad de veces termina siendo una ilustración más del horror del holocausto con una estética asimilable que, en el peor de los casos (es hora de decirlo) parece una actualización, más de cincuenta años después, del famoso artículo de Rivette sobre el travelling de Kapo, la ya famosa y citada película de Pontecorvo. Y lo que es peor, con mensaje.

Una mujer rusa de clase aristocrática, un joven oficial nazi y un policía colaboracionista son los protagonistas de este drama donde quedan igualados por un doble y cuestionable procedimiento. Pese a sus diferencias ideológicas, los tres ven trastocadas sus identidades a partir de decisiones que los podrán en riesgo (visto una y mil veces); por otro lado, más allá de la historia en sí ambientada en los campos, con sus imágenes bellamente encuadradas de personajes transitando ese infierno e iluminadas con claroscuros para apaciguar la violencia, sin los movimientos abruptos de una cámara que mira con elegancia, se alternan tramos donde los tres involucrados confiesan ante una autoridad fuera de campo que los interpela. Por momentos, los testimonios  parecen sacados de archivos documentales, aunque hacia el final (el peor segmento del film) sabremos otra cosa. Con reminiscencias a series al estilo de Holocausto y films como La lista de Schlinder, Paradise atrasa unos cuantos años en su tratamiento.

2-La visión desencantada

It Must Be Heaven (Elia Suleiman, 2019)

Suleiman es un hombre máquina. Cada mirada pone en funcionamiento su cámara. En la primera parte, que transcurre en su comunidad palestina, los vecinos y los lugareños son observados y escuchados como si fueran niños traviesos a los cuales se les presta una oreja para que cuenten una historia o se los acompaña en medio de una lluvia torrencial, como ocurre con un anciano vecino. A no confundir. La distancia de Suleiman no es la de miles de criaturas que pululan por el cine contemporáneo con la frialdad de adolescentes angustiados y crueles. En todo caso, se trata de mirar el mundo con asombro como si se necesitara entender que, más allá de la rutina, hay otras cosas (insólitas) por descubrir. Y para ello se necesita tiempo: sentarse, tomar un vino, fumar un cigarrillo y observar los movimientos de la gente encapsulada en sus obligaciones, como si se tratara de coreografías. Ahora, ¿es el mundo así o es la mirada/cámara del creador que la transforma? Los contraplanos resultantes son a menudo pura poesía. Allí están esas imágenes de reposo, de paz, de serenidad, donde una noche o un cielo estrellado son descubiertos más allá del devenir temporal. Y la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno nunca desdeña un componente de fascinación y perplejidad a la vez.

En It Must Be Heaven se abren hiatos en medio de la cotidianeidad y por allí se cuela la mirada, porque al mundo, tal como lo concebimos, le sobran las palabras.¿Qué determina el motor de la mirada? Esa curiosidad aristotélica que se convierte en una esponja. El tema es dónde buscar y dónde escuchar. Un plano nos muestra a Suleiman de espaldas frente a un mar azul e inconmensurable. En el plano siguiente un auto con secuestradores parece ser el contrapunto, aunque el ojo curioso sea el mismo. La vida no es una cosa u otra. La vida  es aquello que transcurre mientras Suleiman mira.

La primera secuencia instaura una continuidad que rompe la lógica causa/efecto según las expectativas. Y será una hermosa constante. Una procesión, un cardenal que intenta ingresar con sus fieles a un recinto y los monaguillos que se niegan a abrirle. El Padre se dirige enojado y los caga a palos. Esto, fuera de campo, mientras la gente mira. Suleiman filma las reacciones impávidas con planos frontales y amplifica la sensación de incomodidad cuyo destino es el absurdo, modalidad que recorre toda la película. De igual modo, una relación entre el individuo y la gente permite un duelo de miradas que no necesariamente conducen a una pelea, como si el resto del mundo pasara lateralmente por el protagonista.

Cada plano respira por sí mismo. Generalmente, los sujetos aparecen en el centro y se establece un tiempo para observar el espacio circundante. Hay una concepción geométrica que resulta de la disposición visual de los elementos en el cuadro, con figuras triangulares, romboidales y rectangulares, cuando las personas se suman a su itinerario o lo interfieren. La armonía es un hecho fundamental en It Must Be Heaven y funciona con la perfección de un reloj suizo. El realizador es un ingeniero de la puesta en escena, dueño de la técnica. El mismo Suleiman, con su cara inmóvil, aspira a ser un mecanismo perfecto.

La escena en el avión ofrece, más allá de su carácter musical, otro momento antológico en el que los contrastes entre el hombre de sombrero y el resto se hacen evidentes. Allí donde hay placer para los otros, el miedo por las turbulencias se apodera de él y deriva en el típico gag de una tradición que ha explotado el accidente y la lucha con los objetos como leimotiv.

Ya en París, a la procesión del inicio se la sustituye por un desfile de hermosas mujeres que Suleiman mira desde la mesa de un café con una mezcla de gracia, deseo y perplejidad. Las caminatas por la ciudad la revelan ajena al turismo y gobernada por lapsos de silencios o signos amenazantes (un tanque pasea impunemente por las calles). Esta latencia bélica no se elige desde la obviedad de las consignas y es un elemento más en mundo que se dice civilizado pero que es regido por el miedo a los otros. De este modo, una señora es perseguida coreográficamente por la policía o un café es medido meticulosamente por los agentes del Estado para corroborar que no exista la más mínima falla. Pero más adelante, en un supermercado en Nueva York la gente elige sus productos mientras cuelgan sus armas. Sin embargo, allí donde otros directores tirarían la biblioteca entera de Foucault, Suleiman sugiere y ve la vida como un musical donde, vigilar, controlar y castigar, es parte del patético entramado. El cine es sueño para Suleiman y la lógica admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. El corolario es la mejor secuencia de la película cuyo montaje coreográfico musicalizado con Leonard Cohen muestra la persecución policial a una joven disfrazada de ángel. La violencia de la situación y la opresión concluyen en las corridas típicas de slapstick. El discurso político, la frivolidad y la contaminación del poder se cuelan por las pantallas y no demandan más de unos pocos minutos.

La entrevista con el productor donde le rechazan el proyecto por no “ser suficientemente palestino” es desopilante. Primero, por la evidencia de los argumentos esgrimidos por un hombre cuya remera es un dibujo con una caja de papas fritas, que conducen a la idea de un cine complaciente con la mirada europea: si la cosa proviene de Palestina, no se puede obviar el conflicto y el horror. Pero como Suleiman no reduce su cine a la crítica fácil, hace derivar el orden verbal a un desarrollo gestual y físico en el que ensaya unos pasos coreografiados mientras lo despachan elegantemente del lugar. También en este punto las expectativas de los oportunistas van a parar al diablo.

Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Buster Keaton. Al igual que el maestro, la comicidad de su personaje se basa en gran parte en su seriedad.

Este hombre de sombrero y ojos saltones, como el otro, no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza de su personaje, por su estatismo, por su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de las grandes ciudades, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a su entorno. Mientras toda la humanidad está en otros lados, éste recorre lugares, se abre al azar y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) y del cual no logra entender la conducta de los pocos habitantes que se cruza. Suleiman es gigante en su aparente pequeñez y It Must Be Heaven una película luminosa.

3-El paraíso perdido

Godless (RalitzaPatrova, 2016)

“No one knows what it’s like
To be the bad man
To be the sad man
Behind blue eyes”  (The Who)

Hay cineastas que se consagran a mostrarnos que el mundo puede ser un lugar más horrible de lo que imaginamos. Los hay de diversos tenores pero la escuela de la sordidez tiene sus socios asegurados en los circuitos festivaleros. Los planos cerrados que abren Godless, la ópera prima búlgara que ganó recientemente el premio mayor en Locarno, arman una secuencia asfixiante cuya pesadez presagia lo peor. No obstante, tienen el mérito de hacer visible una enorme presencia cinematográfica. Su nombre es Gana (excelente Irena Ivanova), es robusta y en su mirada se destacan unos enormes ojos azules. ¿Qué hay detrás de ellos? La trama misma irá develando muy lentamente qué se esconde más allá de esa fortaleza corporal. Mientras tanto, la economía de recursos se adueña de la narración y conocemos algunos datos escalofriantes en un universo de suburbios azotados por el capitalismo y asediados por el fantasma de las purgas comunistas. Estamos en Vratsa, una ciudad al noroeste de Bulgaria, rodeada de montañas y con mucho frío. No hay horizonte posible para los personajes. Gana trabaja como enfermera asistente de ancianos, les suministra los medicamentos pero les roba las cédulas de identidad para negociarlas en el mercado negro con la complicidad de su novio. El panorama al que nos enfrentamos es desolador, áspero, y no hay concesiones. La crudeza cotiza bien en esta clase de films, sin embargo, tampoco es justo caerles por ello. Un cineasta construye una visión sobre el mundo y Patrova elige la oscuridad de los suburbios (esos márgenes que tan bien anticipó Buñuel en Los olvidados en 1950 antes de que los festivales de cine unificaran un discurso al respecto) pero no manifiesta intención de manipular esa realidad que muestra,  con recursos simplones ni música aleccionadora. Lo suyo son retazos realistas que caen como golpes, secos, para dar cuenta de una sociedad que gira en círculos de corrupción que atraviesan  todos los estratos. Allí aparecen involucrados en el negocio los magistrados envueltos en sucias orgías y entramados siniestros. Es en este sentido un eslabón más de películas tendientes a mostrar la degradación de un país a través de sus instituciones como un camino irreversible. Sin embargo, se destaca un cierto minimalismo en la exposición de ideas/imágenes, como si las formas de plantear cada escena representaran unidades temporales acotadas e intensas (la directora expresó en una entrevista su predilección por los haiku, esas formas poéticas adoptadas de Japón y que cultivara, entre otros, Borges).

Si en determinados momentos la sordidez se materializa hasta el borde de lo soportable, nunca lo traspasa. De todos modos, dos o tres rutinas aparentan funcionar como escape. Una es la morfina como placer inmediato y anestesiante; la otra es vincular. Gana conoce a un hombre mayor llamado Yoan que dirige un coro y se abre apenas una grieta en la pared emocional que la envuelve. Claro está, en un mundo donde no hay lugar para los excluidos y donde la clase obrera ya no va al paraíso, la redención nunca es terrenal. Y si la historia de un país (desde la perspectiva de Godless) es un cúmulo de acciones con un Dios ausente, qué queda entonces para aquellos que habitan las zonas que las postales turísticas no muestran. Nada. O mejor dicho, una geografía de zombies civilizados por inercia. “Quiero amar pero no puedo” dice la protagonista y tal vez sea la única línea cuestionable dentro de los escasos diálogos por su obviedad. Aunque minutos más tarde, el estallido en un llanto conmovedor redime lo anterior: es un oasis en medio de tanto despojamiento emocional.

Godlesses la exploración de un mundo sin Dios. Su estética y su mirada dividen las aguas. Se trata de un tipo de cine que combina eficacia con desolación. Esa es su estirpe. Puede que no genere placer, pero a fin de cuentas, quién garantiza que un film provoque necesariamente conectarse desde ese lugar. Tal vez, su mérito principal, descontando las cualidades técnicas, es no pasar desapercibida y augurar un futuro promisorio para su joven directora.

elcursodelcine

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *