38 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. COMPETENCIA INTERNACIONAL DÍA 1

Elena Sabe de Anahí Berneri, 2023, Argentina

Una enfermedad puede ser un buen motivo para un libro. De algún modo, narrar la desintegración física de un ser humano con palabras cuenta con la ventaja de esa distancia que necesitamos como lectores para procesar. Cuando en el cine se abordan estas temáticas, lo peor que puede pasar es que los extremos se muerdan la cola: vamos de las versiones más edulcoradas a los tormentos más crudos, por el solo hecho de estimular las emociones a cualquier precio. Afortunadamente no es el caso de Elena sabe, la película en Competencia Internacional de Anahí Berneri, directora que ya ha transitado cuestiones tales como vínculos familiares y relaciones con el cuerpo sin concesiones. Y si bien aquí se advierten algunos mecanismos dramáticos más exacerbados o acomodaticios a ese nuevo género llamado cine de plataforma, jamás atentan contra los logros expresivos de una adaptación que no le rinde necesariamente pleitesía a la novela de base.

Basta mirar la primera secuencia para ratificar lo anterior. El recorrido inicial de Elena lidiando con la imposibilidad de su cuerpo (tienen Parkinson) es una pequeña obra maestra que, incluso, como sucede con otros momentos, parece cuadrar dentro del terror. ¿Y no es acaso la lucha contra el mal de una enfermedad una película de terror? Elena se mueve como un zombi y el mundo se iguala ante su procesión: skaters, manifestantes, transeúntes, la vida misma, ese mundo fuera de foco que la rodea mientras soporta el agobio de su deterioro y el sospechoso suicidio de su hija Rita (Érica Rivas). El comienzo conserva la suficiente potencia para condensar todo el drama. El pulso y la mirada de Berneri se destacan por encima de las aristas fatales que arrastra la historia y que haría huir a unos cuantos de la sala. Porque más allá del enigma policial, hay una centralidad del cuerpo que lo instituye como elemento omnipresente, en términos narrativos y simbólicos, sostenido por la cercanía de la cámara (con el uso de encuadres cerrados), prescindiendo a menudo de ese lenguaje que empantana todo con diálogos innecesarios. También los cuasi gruñidos de Elena forman parte del imaginario del terror.

La soberbia composición de Mercedes Morán mucho ayuda para que todo funcione. Vemos la realidad con ella, vemos la realidad encorvados. En dos o tres planos captamos su soledad y ese hermetismo que ha construido a su alrededor. Pero Berneri no se resigna disecar un sujeto solo con fines exploratorios ni construye personajes como si fueran plantas. Los vínculos madre/hija fluyen de pasado a presente con transiciones imperceptibles, sin abrumar, poniendo intensidad cuando debe haberla y corriéndose del registro gritón de los peores dramas televisivos cuando corresponde.

Una de las consecuencias visibles que dejan muchas películas contemporáneas es justamente la construcción de un sujeto femenino perceptivo y la deconstrucción de la idea de maternidad al mismo tiempo, dos signos centrales en la actualidad: el cuerpo y la identidad se vuelven refugios desde donde reconocer los propios límites. Sin embargo, la tendencia no siempre garantiza que una película sea buena. Berneri ya se había destacado con estas cuestiones en dos grandes títulos, Un año sin amor (2005) y Alanis(2017). Con Elena sabe manifiesta una maduración narrativa y, pese a la sordidez del tema, abre una profunda dimensión humana, además de algunos planos memorables.

LaRoy de ShaneAtkinson, 2023, EE.UU

Algunos ejercicios de género representan un saludable refresco en el contexto de un festival. No tienen por qué ser recordados eternamente ni colgarse en los cuadros de la respetabilidad estética. Se disfrutan como esos tragos bien preparados. Puede que ocurra algo similar con esta modesta película de corte indie, un clon menor de algunos títulos de los hermanos Coen (Fargo, Sin lugar para los débiles), pero efectiva en sus propósitos.

Al comienzo, una carretera, de noche, ese mundo abierto a infinitas posibilidades, sobre todo si se produce algún desvío, una aparición imprevista o situaciones donde los que suben a un auto o quienes lo conducen están sometidos al arbitrio del destino. LaRoy es el nombre de una localidad norteamericana que no falla ante la premisa de “pueblo chico, infierno grande”. Tierra de rumores, engaños, asesinos escudados en rostros complacientes y personajes ambiciosos que se ahogan en frustraciones. Todos se conocen en este mundo de colores que contrastan con la palidez de vidas sumergidas en las grietas de un sistema económico que jamás les va a permitir dejar de soñar con pegar el gran salto. Es el mundo de vidas relegadas a dos o tres espacios típicos (un bar, una ferretería y un hotel de mala muerte) y pocos personajes modélicos: el asesino implacable, el cornudo, el aprovechador, el detective/cowboy (para que quede bien establecida la mixtura genérica del western con el policial) y la rubia fatal versión mundana. Que el dinero intervenga como factor de movilidad de esas piezas solo es cuestión de tiempo. Atkinson activa la historia con un hombre que se sube a un auto de noche, un hilo que le dará un lugar preponderante al azar como motor narrativo. De allí en más, un viaje por situaciones que lidian con lo absurdo, toques de comedia negra y vidas regidas por un oscuro devenir acompañado de compases musicales folk.

Como un cuadro de Edward Hopper, los colores rojos y verdes asoman para configurar un universo cotidiano con objetos cuya mala decodificación moviliza la inquieta trama. LaRoy tiene la gracia de StrawberryFields, ese lugar donde nada es real (como cantaba Lennon) y todos aspiran a ser algo, a ejercer roles que no les salen a pesar de que los quieran jugar: un cowboy quiere ser detective, un ciudadano quiere ser asesino, un asesino quiere ser detective, los oficiales de la policía quieren ser comediantes, una mujer quiere ser reina de la belleza y alzarse con un botín. Demasiado espacio, enfatizado con pantalla ancha, para unos pocos locos sueltos. Como en toda comedia negra, las desgracias caen como chaparrones y el chantaje es la excusa. En definitiva, el dinero sigue moviendo la aguja para sacar a la luz de ese sol inexpugnable (una vez más) la galería de seres patéticos típicos de lo que suele denominarse la América profunda.

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