La terminal (Gustavo Fontán, 2024)

Quienes conocen o han visto alguna vez una película de Gustavo Fontán saben que en su ideario estético, en su poética, la luz y el espacio son dos pilares que, a priori, determinan su concepción del cine, un dispositivo capaz de hacer propia una realidad inaccesible para el ojo o para la mirada apresurada en estos tiempos vertiginosos. La cámara siempre es ese lugar de observación donde lo cotidiano es materia convertida en poesía, en una experiencia de goce. ¿Pero quiénes gozan? Quienes acepten este acuerdo: el cine, más allá de una máquina repetidora de historias, puede ser una experiencia sensorial, un lugar de (re)descubrimiento y también de resistencia frente a la efervescencia de múltiples contenidos audiovisuales.

Una terminal, un lugar, es el punto de partida. Observarla desde todos sus ángulos, el método. El tiempo, el gran protagonista, porque en ese transcurrir, en esa condensación que solo el cine como arte puede lograr, una cantidad de gente viene y se va, pero el espacio permanece incólume y los minutos alimentan un eterno presente, un fluir de horas resumidas en apenas sesenta minutos. En otras palabras, como en el final de El eclipse de Michelangelo Antonioni, las personas van y vienen, pueden o no acudir a un encuentro, pero más allá de ellas, hay una realidad que sigue su curso espacio/temporal. Y existe siempre que haya alguien para registrarla. Con La terminal, Fontán trabaja en base a la dicotomía de quietud y movimiento, como metiéndose en los intersticios de las cosas, evitando la intrusión, susurrando y convirtiendo el objeto de representación en una fantasmagoría de luz y oscuridad, el otro eje de oposiciones que rige el recorrido. Sin llegar al grado de onirismo y cercanía de Parada de tren, un corto documental de Serguéi Loznitsa en la misma sintonía, la cámara de Fontán se aleja y se acerca, de modo tal que escuchamos algunos fragmentos de diálogos concernientes a historias de amor que, al igual que las imágenes y los cuerpos, son fugaces, evanescentes. Una realidad fragmentada cuyo fundamento es la preocupación por el detalle, el instante, ese momento de la cotidianeidad que asoma para la cámara una lógica diferente al tiempo cronológico. De modo similar a cuando nos detenemos a respirar con conciencia, la película propone su propia meditación y se refugia en la luz, en los contrastes de luz, para abrir un portal que recupere esa capacidad primigenia del cine que radica en su efecto alucinatorio.

Y sin embargo, siempre surge un desafío. ¿Cómo conciliar el tiempo dentro del universo estético con el tiempo del espectador? Allí es donde entra a jugar el pacto y quien esté dispuesto a sumergirse en el misterio de la poesía, sin reclamos, sin canjes de historias cerradas con moño, sabrá que ganará al menos en una ocasión, apartándose de los lugares comunes.

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