La imaginación al poder. Sobre tres películas recientes experimentales.

La palabra experimental nunca ha gozado de prestigio, o por lo menos, pasa como con cierta poesía a la cual se la elude porque se la considera difícil o no se entiende. Suelen ser lugares cómodos o condicionados por la búsqueda de referencialidad, un lazo al mundo que nos haga sentir seguros cuando acaso en ciertas circunstancias sea mejor perdernos. Formas puras del cine. Si la represión de ligar todo a un sentido termina por confirmar el triunfo de la racionalidad, corre peligro la imaginación. Los buenos cineastas llamados experimentales siempre han abogado por esto, por una materialidad primigenia que solo el celuloide logró ofrecer y que ahora hay que evocar aunque sea desde el digital, al menos para conservar aquellos residuos oníricos, hijos de la sala cinematográfica más cercana que nunca a la hipnosis.

Es el caso de The Whole Shebang (2020) de Ken Jacobs que en apenas seis minutos es capaz de recrear el clima de la Gran Depresión y evocar las vanguardias cinematográficas de los años 20. Las imágenes en blanco y negro devienen a modo de flash, como si formaran parte de un shock radiográfico o se acomodaran al tiempo de pestañeo de un ojo. Un choque, un accidente, un incendio. La manipulación a través del montaje nos regala una de las claves de este arte, una cosa es la lo que ocurre y otra muy distinta cómo elegimos mostrarlas para que ingresen en una nueva lógica. Pero no se trata solo del procedimiento en sí, sino del efecto hipnótico que genera, que es mucho más importante. Volar de lo estándar, esa es la premisa. Y recuperar el asombro de la mirada humana.

Pero también de los oídos. Más que nunca, en el presente, se activa una dimensión que se potencia desde el plano sonoro, ya que parece que hemos visto todo. Luces del desierto (2021) es un documental de Félix Blume y Spencer Henry Angel de treinta minutos. Por su temática y su forma es la oscuridad su patrón, un desafío centrado en la paradoja de que veamos poco y nada para que privilegiemos los sonidos. Los relatos se disparan en la noche y los habitantes dan cuenta de resplandores, apariciones y objetos extraños, es decir, de un sistema de creencias que se incrustan en una atmósfera lindante con el terror. Entre penumbras, en una de las mejores escenas, adivinamos a dos hombres cazando mientras un coro de aullidos se escucha a lo lejos, situación que recuerda a la famosa frase de la novela Dracula,de Bram Stocker, cuando el conde refiere “escucha, son los hijos de la noche”. Una experiencia estética poderosa que guarda un costado alucinante y alucinógeno.

En Sombras envolventes (2019), Michael Lojano registra y le otorga a las palabras involucradas en el título dos significados, para empezar. El primero se vincula con la idea de ruinas. Un espacio que ha pertenecido a gente con poder ahora es una mansión enmudecida cuya historia será relatada por personas, las cuales habilitan un segundo nivel de interpretación: esas zonas oscuras que la memoria oficial ha vedado. El prodigio fotográfico que ostenta la película es innegable, como desangelada es la propuesta estética, pero justamente la voluntad por explorar lo que queda de espacios patrimoniales a la luz del presente es el valor agregado y la justificación de su misma experimentación.

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