LOS FANTASMAS REALES. Sexto sentido, de M. Night Shyamalan (1999)

La década del noventa es sinónimo de velocidad en el cine norteamericano. Infinidad de películas desfilan con personajes que corren, roban y evitan ser atrapados. Es el terreno preparado para los autos rápidos y furiosos de los años siguientes y la saturación de superhéroes filmados con vertiginosos movimientos similares a los dedos en un celular. En el contexto de esta montaña rusa industrial, una historia calladita y filmada de modo clásico aparece en 1999 para instalar la figura de un director que sabe muy bien lo que hace (a pesar de los altibajos). Sexto sentido demanda tiempo, el que necesitan sus imágenes para ser codificadas y, al mismo tiempo, el que precisa Shyamalan para hacernos caer en la trampa por no saber mirar. Como sucede con los grandes directores, acá el tema también es la mirada y la película se resiste a ser vista sólo una vez. En el proceso mismo de construcción de la trama está implícita esa segunda opción. De manera tal que sería la patada inicial en este mecanismo donde se activa la sorpresa a partir de la famosa “vuelta de tuerca”, un vicio peligroso que el realizador debió abandonar luego, necesariamente.

El otro punto seductor es la manera otoñal en que se narra la historia. Los planos transmiten una tristeza infinita que se corresponde con la naturaleza existencial de los personajes, rotos emocionalmente (el psicólogo, el chico y las dos mujeres) y con una pesada carga que deberán sobrellevar. Y la cámara de Shyamalan siempre busca el ángulo que mejor le quepa a las situaciones, sacándolas de la normalidad y buscando el mejor efecto en el espectador. Nótese el magistral encuadre cuando el pequeño Cole va al baño y un cuerpo atraviesa la pantalla, o los contrapicados que destacan la soledad en la que se encuentran todos, por citar algunos momentos de verdadera intensidad visual.

Pero hay algo más, y es el modo en que el director incorpora el discurso del espiritismo. Es indudable que ha leído al padre de la doctrina, Allan Kardec, y que ha ficcionalizado varios libros de esta corriente sin pudor. Por ejemplo, el pasaje en el que el chico ve los cuerpos ahorcados en el colegio, con esas almas en pena que se niegan a abandonar el lugar donde murieron, las grabaciones con voces que se cuelan y que corresponden a espíritus mientras los lugares se tornan fríos o la misma turbación en la que cae el doctor Malcom Crowe al morir. Son todos indicios de que Shyamalan se tomó en serio esta transposición de códigos ocultistas y los enmarcó en una historia de melancolía donde los fantasmas aparecen despojados del halo grotesco de sobrenaturalidad predominante en la tradición. El martirio de Cole consiste en que, como otros seguramente, los ve y no puede acostumbrarse a ello sin ser discriminado y atormentado. Entonces, a ellos, se les suman los otros espectros, los seres humanos ahogados en la imposibilidad de encajar en este mundo.

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