Bafici. Lo que el viento se llevó

Se viene una nueva edición del Bafici y estaremos cubriendo lo que ocurrirá allí. Mientras tanto, es una buena oportunidad para recordar las mejores películas que vi el año pasado en este festival. Va la primera parte.

Mujer nómade de Martín Farina

Todo comienza con una pregunta que el mismo realizador confirma en la charla posterior a la proyección: de qué modo la filosofía puede atravesar el cuerpo. Es la inquietud cuyo resultado se transforma en pantalla en un ensayo feroz, conmovedor y envuelto en diversas capas enunciativas donde imagen y cuerpo no se despegan jamás, y donde la misma intimidad es parte de la puesta en escena.  Un relato en off se planta de entrada con una fuerza increíble mientras visual y musicalmente se genera la distancia necesaria para procesar. Esa escena primigenia establece un pacto con el espectador y al mismo tiempo lo cobija, lo atrapa discursivamente. Quien habla y se muestra lo hace sin pudor, consciente de que, como reza el epígrafe, “en Hollywood los dramas se resuelven pero en la vida los finales son trágicos”. Entonces, para semejante sentencia, no puede haber medias tintas, y tanto la protagonista como la cámara lo saben, y el documental entra y se mantiene en una zona de intensidad, pasión y dolor, sin concesiones, con decisiones audaces, donde tanto el lenguaje del cine como el del pensamiento intelectual se postulan políticamente contra la liviandad estética y racional. Dos momentos. En uno de ellos, Díaz hace ejercicios de pilates (una de las tantas actividades para tapar una grieta profunda en su existencia), se concentra en el movimiento de una polea y cita a Deleuze en torno a la distinción entre percepción y percepto. En otras palabras, cómo diferenciar el hecho de mirar cotidianamente algo a transformarlo en arte. La intervención bien podría pensarse como núcleo de sentido para la labor del mismo Farina, capaz de crear a partir de una jugosa experiencia de vida, el enorme personaje que vemos en pantalla (más allá de la realidad misma y de la admiración que despierta escuchar hablar a Esther Díaz). El otro se da en medio de una conferencia donde se cita a Sócrates como el primer eslabón del pensamiento racional, aquel que progresivamente irá perdiendo la sensibilidad de los cuerpos. Pensé inmediatamente en la operatoria de esta película a raíz de esa reflexión, puesto que despliega antes que nada, antes que los conceptos mismos, una enorme sensibilidad por lo que retrata. Y su principal respuesta es no escatimarle al goce corporal, y a la intensidad con que se vive más allá de las dificultades. El tramo final es el corolario de todo esto (además de la audacia que muestra): hay tragedia pero siempre que haya pasión, también hay vida.

AzougueNazare de Tiago Melo

Alguna vez, más específicamente en el año 2000, Sergio Bianchi-uno de los cineastas brasileños más revulsivos e interesantes de este país-escandalizó a las buenas conciencias y a los estómagos sensibles con una película cuyo título debería figurar en una antología de los mejores. Crónicamente inviable es un ensayo demoledor sobre el carácter problemático de un país gigante donde confluyen tantas aristas que parece, en principio, una empresa imposible dar cuenta de ello. Bianchi ofrece polémicamente sus argumentos a través de imágenes y situaciones cuya provocación no está exenta de saludable radicalidad. AzougueNazare puede verse en consonancia con lo anterior. No solo es un objeto extraño, incómodo, sino que apunta a materializar ese carácter heterogéneo, carnavalesco, en el que conviven y se tensionan aspectos culturales y religiosos cotidianamente en regiones que nada tienen que ver con la tarjeta postal. En este caso, en un pequeño pueblo de Recife en el estado brasileño de Pernambuco, donde los rituales afro-brasileños del maracatu, un espectáculo de danza y música con raíces en la esclavitud, confrontan con la religión evangélica.

Los planos que conforman la secuencia inicial introducen signos capaces de penetrar en el espacio recortado, desde brebajes preparados hasta duelos de samba entre jóvenes. Desde el comienzo se manifiesta una voluntad por dejar en claro que aquí la cosa no va por los carriles de una historia convencional sino por retazos que apuntan a configurar un ámbito particular, un núcleo desde donde sea posible pensar el funcionamiento colectivo a partir de una comunidad. En este camino que va desde lo individual a lo general, hay un hogar en el cual las dos fuerzas discursivas principales entran en colisión. La pareja está formada por Tiao y Darlene, uno abocado a los ancestros y la otra al dogma. En el medio, el pastor de la iglesia que quiere exorcizar la casa. Por momentos, Melo adopta un registro observacional cuando documenta los comportamientos rituales de los dos bandos y en otros tramos, que se incrustan lateralmente, busca la potencia expresiva de un misterioso acecho con ribetes sobrenaturales que atormenta a los lugareños (figuras del imaginario lyncheano que no necesariamente funcionan siempre).

Los personajes se cruzan entre ellos clandestinamente y esos encuentros transgreden el mandato familiar, un orden de apariencias donde la fidelidad es un elemento a demoler, ya sea en las relaciones amorosas como paterno/filiales. Por ello hay un estado de sensación previa al estallido que el director sostiene bien en un estiramiento continuo. Dentro de este esquema de máscaras, el travestismo de Tiao, devenido en Catita Daiana en medio de los festejos paganos, se constituye como uno de los segmentos más interesantes. La cámara en mano, los planos cerrados y los movimientos perpetuos, otorgan color, movimiento y caos en sintonía con la naturaleza del ritual, una especie de perpetua posesión. El carácter no profesional de los actores contribuye a darle fuerza a la cuestión. Y la decisión de focalizar más la atención en ese alter ego desquiciado de Tiao no es arbitraria: el revolcarse en la tierra y jugar como un niño en medio de la danza se opone a los anquilosados y manipuladores mandatos del pastor. Teniendo en cuenta el peso que en Brasil tiene esta religión no es un dato menor.

El avance discontinuo de la película niega su propio centro. Se trata de una ida y vuelta por diversos cuadros de una galería laberíntica, que aguarda un saber progresivamente irracional donde nada tiene por qué resolverse y, en todo caso, lo que prevalece es la necesidad de preservar a toda costa las creencias más allá de las confrontaciones. Si es imposible dar cuenta de una identidad cuyo signo es la hibridez, tampoco puede haber una historia orgánica, convencional. Frente a ello, las subtramas que aparecen, encuentran el destino de cabos sueltos. Aún con el riesgo de que el encanto formal se imponga por sobre la humanidad de los personajes, AzougueNazare posee una energía estimulante.

Gutland de Govinda Van Maele

Gutland abre con un paisaje en algún lugar de Luxemburgo, un inconmensurable campo abierto donde parece no haber horizonte. La primera imagen de la película se resiste por momentos a la nitidez y a la verosimilitud: los trigales son azules. Es el primer signo de extrañamiento dentro de un cuadro de situaciones que progresivamente conducirá a un pantano de incertidumbres. En medio de ese espacio edénico que simula preceder al género humano, aparece el protagonista, un forastero que camina en medio de la nada, de aspecto hippie y rostro adusto. Pronto el encuadre permitirá ver que detrás de la naturaleza virgen, hay signos de vida, un conjunto de casas y una comunidad cuyas costumbres rozarán aspectos nada convencionales, sobre todo en las mujeres.Es que en medio de este paraíso rústico, los secretos salen de la caja de Pandora muy discretamente, alejados del frenesí que podría considerarse en un policial, dentro de una lógica estática, más bien contemplativa, que abarca desde la mirada de la cámara a la perplejidad del personaje principal y por ende se traslada al espectador. Dentro de este marco onírico, Jens pasará de su condición de forastero (una especie de gran Lebowskibressoniano) a un lugareño más llamado que toca la trompeta y es capaz de reírse. La clave está en las elipsis, en los agujeros negros cuya información habrá que repones, si es posible. Para ello, Van Maele apelará a una lógica en la iluminación a base de contrastes y al acompañamiento musical tenebroso. Un objeto extraño, digno e inquietante.

Alive in France de Abel Ferara

Abel Ferrara se coló por la puerta de atrás en la generación de  directores norteamericanos que revitalizaron la industria en la década del setenta. Lo hizo desde un lugar más sucio y desprolijo, internándose en el lado salvaje de Nueva York, el de los borrachos tirados en la calle, los dealers ylos eternos perdedores de la noche. El tipo le ha dado tanto al cine y tan intensamente, que ahora la vida lo encuentra como una especie de exilado salvaje, fuera de época, filmando en Roma una plaza o repartiendo volantes de sus recitales en París y Toulouse. Alive in France es el registro de su paso por Francia a propósito de una retrospectiva, circunstancia que le da la oportunidad de organizar una serie de conciertos con su banda, formada por los muchachos que lo han acompañado durante su carrera con la música para las películas.En el escenario, Ferrara se une a sus colaboradores de siempre, el compositor Joe Delia, el cantante y actor Paul Hipp, y su esposa, la actriz Cristina Chiriac, para conciertos en el Métronome en Toulouse y el Salo Club en París en octubre de 2016. Lo que se ve es una familia de locos lindos, disfrutando de lo que hacen, ensayando, recorriendo lugares en busca de un público que no los reconoce y dando shows cuyas canciones remiten a las películas del realizador. La propuesta es irresistible, un verdadero subidón adrenalínico de esos que te hacen salir cantando del cine. Ferrara es un personaje que elude los lugares correctos, que se mete entre la gente, y que se filma con sus dientes podridos y su rostro lleno de surcos. La actitud punk de siempre se mantiene arriba del escenario y jamás lo convierte en un viejo resentido o enfrentado a las nuevas generaciones. Todo lo contrario, es capaz de saludar las puteadas, la indiferencia y la empatía de los jóvenes que se cruza con el mismo espíritu callejero. Un grande.

Mochila de plomo de Darío Mascambroni/

Lo que le interesa a Mascambroni no son las grandes historias, o por lo menos, no narrarlas de forma épica. Sí cierta predilección por las atmósferas y los desplazamientos. Al igual que en su película anterior, Primero enero, aquí también hay un viaje, un derrotero que debe seguir un pequeño Ulises llamado de doce años llamado Tomás y la mochila de plomo que aporta posee un doble sentido. En el plano material es un arma que le han pedido que tenga por un tiempo, un hecho contado con naturalidad y sin escándalo, aunque la violencia implícita en medio de una realidad social adversa e ignorada por la política cobra una fuerza mayor que lo que se ve. Luego, en el plano moral, la carga se vincula con la muerte de su padre cuyo asesino sale de la cárcel.

Un aspecto interesante dentro del cuadro minimalista elegido por Mascambroni es el suspenso generado por el hecho mismo del traslado del arma. Tomás se desplaza por diversos lugares y uno sabe que en cualquier momento puede estallar. En este viaje de paradas negativas, acompañamos a Tomás para soportar la falta de comprensión de un mundo enfrascado en el individualismo feroz. Los adultos ponen reparos, hacen la suya. Abandonan. No hay gritos ni declamaciones, sino una dejadez suficiente para que comprendamos un estado de existencia en el que el héroe es anónimo y está a años luz de las versiones edulcoradas de sagas oportunistas al estilo de Harry Potter. En este mundo no hay escobas que vuelan ni magia posible, sino una supervivencia basada en el amor propio y la resistencia. El mutismo y la quietud (una pose recurrente) aquí encubren el dolor. El pasaje final es conmovedor. Un pequeño gesto de restitución familiar quiere, necesita desarmar esa tesis naturalista.

elcursodelcine

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