In Memoriam. Luis Ospina (1949-2019)

Se ha ido uno de los realizadores latinoamericanos más estimulantes. Y también, uno de los grandes innovadores, siempre al margen de las modas. Mientras la mayoría de los cineastas en los años setenta discutían sobre las formas legítimas de representar la realidad de un continente azotado, Ospina y el grupo de Caliwood cruzaban la vereda de la corrección política advirtiendo que el cine estaba para otra cosa. Agarrando pueblo (dirigido junto a Mayolo), un falso documental en el que criticaba la explotación de la miseria de algunos realizadores es hoy un valuarte en este sentido. Unos pocos buenos amigos (1986), acerca de la vida y muerte de su amigo, el escritor Andrés Caicedo, Ojo y vista: peligra la vida del artista (1988), sobre un acróbata callejero, o el retrato de Fernando Vallejo en La desazón suprema (2003) son solo algunos de los títulos de un cineasta vital e incansable. Todo comenzó por el fin (2015), su última película, es imprescindible para comprender esta generación de colombianos insurrectos. Esto escribí entonces, a propósito de su estreno en el Festival de Cine de Mar del Plata:

El cine es un antídoto frente a la muerte. No sólo porque las imágenes reviven espectros sino porque es un arte que se propone como resistencia frente al olvido. Ospina es un extraordinario director colombiano que supo aferrarse a lo mejor de la vanguardia latinoamericana y combatir una cierta tendencia del cine político focalizado en exportar imágenes exóticas para las buenas conciencias europeas. Le han detectado un tumor y su objetivo, pasional, es concluir una película donde recorre todos los años vividos intensamente con una generación de artistas.  El mismo Ospina se filma en el hospital y la enfermedad se asume como puesta en escena. Como buen cinéfilo, se nace con el cine y se muere con él. La cámara digital que utiliza no escatima detalles en mostrar el cuerpo sometido a estudios. Como Panahi, el director iraní encerrado con arresto domiciliario, Ospina se ve obligado a ejercer su pasión desde el hospital. El contexto es otro pero la motivación es la misma: tensar los límites del documental como género y ficcionalizar la situación vivida. El riesgo es importante. De todos modos, el cinismo y la gracia del director apaciguan cualquier atisbo de morbo o golpe bajo (“Si no me muero, la película tiene que cambiar”). Es un prólogo interesante que confirma una serie de paradojas: en 1963 Rossellini declara que el cine está muerto; en ese mismo año, Ospina filma su primera película. Luego, en el año 2013, el malestar que aqueja al cuerpo del cineasta no impide que el cine mismo sea una manera de exorcizar los fantasmas juguetones del pasado. Y así comienza el recorrido por esta loca generación tan particular de artistas conocida como Grupo de Cali o “Caliwood”.

En el itinerario se evoca a dos personajes descomunales, Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, y un huracán de cinefilia atraviesa la pantalla. El nexo es el amor: “Fuimos una generación que nos quisimos mucho”.  Y es ese mismo acto de amor el que lleva a cabo el amigo Luis Ospina cuando sale a recordar a estos referentes. La cinefilia no es una pose, es un acto que involucra cuerpo y alma. En una época donde el universo audiovisual se alimenta a una velocidad irrefrenable de datos, la resistencia consiste en buscar aquellas imágenes que nacían de las entrañas y no de fábricas consagradas a la virtualidad. Por ello, dentro de la visión caleidoscópica sobre Caicedo y Mayolo, hay lugar preponderante para mostrar sus locuras fílmicas.

La película está dividida en capítulos encabezados por epígrafes. No sigue un itinerario estrictamente ordenado ni una evocación lastimosa. Por el contrario, Ospina le inyecta vitalidad a su precaria salud para terminar el proyecto. Utiliza archivos del pasado que dan cuenta de la evolución de esta notable casta de artistas con el espíritu de comuna, libre, utópica y rebelde, a pesar de estar ajenos (o de interpretarlos a su manera) a los problemas políticos de un país que se debatía entre la vida y la muerte con la guerrilla y el narcotráfico (“Yo no hubiera resistido este país sin marihuana” dice uno de los asistentes). Una de las canciones expresa sardónicamente el gesto: “Nosotros de rumba y el mundo se derrumba”.

Al mismo tiempo, otras imágenes en blanco y negro obedecen a un registro de lo cotidiano en el presente, donde Ospina se reúne en un almuerzo con varios de los compañeros aludidos. Es el espacio desde donde se dispara el recuerdo pero no con la forma de una elegía insalvable sino con la alegría del reencuentro. A través de empalmes sincronizados entre planos logra establecer un puente entre dos dimensiones temporales, es decir, un mismo movimiento tan simple como abrir una puerta queda inmortalizado en esa continuidad.

Filme donde todo está vinculado con el cine, con cómo la pasión no es un chiste. Sin un centro enunciativo que se imponga, la idea pasa por poner en escena la vitalidad creativa de una generación, de asumir un acto (“Usted es el que queda de eso que se fue”, le dice uno de los entrevistados).  Al mismo tiempo, hacer carne el manifiesto de Jonas Mekas: “La auténtica historia del cine es historia invisible: historia de amigos que se unen y hacen aquello que aman”.

Mi relación con Luis Ospina también comenzó por el fin a raíz de un hermoso agradecimiento por la reseña escrita. Luego era cuestión de seguir sus posteos y cruzarlo en los festivales para estrecharnos la mano y saludarnos siempre que podíamos. Adiós maestro.

elcursodelcine

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