Se llama Walter Hill y le gustan los westerns

En octubre de 2016 durante el Festival Lumiere en Lyon, Francia, tuve la posibilidad de asistir a la retrospectiva dedicada a Walter Hill. En realidad, es necesario remarcar que se trató de una selección con algunos de sus mejores films (The Driver, The Warriors, The Long Riders, Southern Comfort), el primer episodio que dirigió en 2004 para la serie Deadwood y un documental francés consagrado a su figura. Además, el plus fue la presencia del realizador en el evento y la posibilidad de asistir a su clase magistral.

El marco en el que se llevó a cabo el encuentro fue la Comedie Odeón, un cálido y modesto teatro que estuvo colmado. La respetuosa presentación no disimuló nunca la admiración que los franceses tienen por el cine de género norteamericano y esa voluntad por redescubrir ciertas zonas no muy transitadas u olvidadas de grandes directores, gesto heredero de una tradición cinéfila como pocas. Luego de un montaje de escenas proyectadas a modo de introducción, apareció Walter Hill y se dispuso una mesa en la que un crítico de la casa coordinó la charla. Este se refirió, a modo de disparador, a la condición “de accidente” de Hill dentro del cine americano, un puntapié para que el mismo realizador con  querible parquedad armara su currículum de manera concisa a partir de frases contundentes: “Soy el último de los cineastas en no haber pasado por una escuela.”, “No tenía en claro qué hacer con mi vida”, Llegué circunstancialmente al cine. Lo descubrí y me encantó. Se transformó en mi pasión.”

Hay un detalle enriquecedor que concierne a la formación del director y es su frustrado paso por la armada a raíz de los problemas de salud. Si se revisa la filmografía de Hill se advierte la inclusión de códigos pertenecientes a una lógica de lo masculino que se corresponde con la ética y la confusión de estos ámbitos y que se sostiene sobre la idea de grupo. Un ejemplo paradigmático lo constituye Southern Comfort (1981), un film revulsivo, asfixiante pese a sus exteriores selváticos, donde el esquema militar férreo se quiebra frente a los avatares físicos y psicológicos de un pelotón sin rumbo. La visión acerca de un país sumergido en la más extrema violencia, representada en esos pantanos de Lousiana, se materializa en la voluntad de Hill por explorar aspectos de la naturaleza humana con una notable capacidad de síntesis, sin descuidar los aspectos genéricos.  Al respecto, aludió a su exclusión de la experiencia militar como el desencadenante para escribir e ingresar azarosamente al mundo del cine. “Encontré un trabajo para investigar y leer sobre documentales, para buscar locaciones. Entonces pensé que podía hacerlo como los demás y empecé por arrogancia. Me llevó años aprender el oficio y ganar para vivir.” Fue esa misma arrogancia la que lo  hizo contactar a Sam Peckinpah, figura clave de una generación que rearmaría la industria a partir de su influencia. Hill escribió el guión de The Getaway (1972) a partir de la novela de Jim Thompson y contó detalles jugosos de su experiencia junto con el legendario director, en los cuales no vaciló en sentenciar “era un tipo inteligente y era alcohólico”. La aclaración intentó dar una idea de lo arduo que fue congeniar con el torbellino emocional de Peckinpah cuando no estaba en plena posesión de sus capacidades,  sobre todo para un joven guionista, sin embargo, pese a no hacerla fácil el tipo era muy divertido. Cuenta Hill cómo  lo encontró un día alterado por una crítica donde lo acusaban de haber copiado a Arthur Penn, a lo cual sardónicamente le respondió el realizador que no se hiciera problema porque ya todos sabían que en realidad siempre había plagiado a Kurosawa. La broma, festejada por la concurrencia, fue una buena excusa para establecer una cadena de influencias que siguió (como no podría ser de otro modo) en Ford y concluyó con Griffith sacando motivos a Dickens. En este campo de asociaciones no faltó la referencia a un cineasta que indudablemente ejerció una influencia determinante en varios realizadores americanos: Jean Pierre Menville. Es innegable la impronta que ejerce uno de los maestros del Polar en films como The Driver (1978) donde es visible el distanciamiento característico de sus criaturas despojadas de cualquier atisbo psicológico subrayado como el tiempo muerto que media entre diálogos y cruce de miradas. Es el mismo realizador quien reconoce la insistencia de la crítica en esa filiación, “seguro, y me declaro culpable”. No solo Menville, también la influencia del cine japonés. En la ronda de preguntas un joven aludirá más tarde a la relación de The Warriors (1979) y los videojuegos de ese país.

El moderador hace hincapié en el carácter polifacético de Hill dada su condición de escritor, director y productor, labor esta última que desdeña a pesar de su inevitable aparición. No obstante, cuando le sugieren que explique cómo hace para conciliar todos esos rostros, responde lacónicamente “Mi mundo está en la escritura y en mis films” La justeza de varias frases durante el intercambio es un buen muestrario de cómo contrastó la verborragia crítica deseosa de lucirse ante el invitado con la mirada de un cineasta que derribó la galantería francesa a partir del arte de la síntesis. Esta voluntad por no adjudicarse una máscara necesariamente ni adoptar un rol definitivo resguarda la imagen de outsider de Hill en el contexto del cine norteamericano, ya sea por diferenciarse de una generación que devino según sus palabras en “una banda de estafadores”(la palabra empleada es idiotas pero el traductor, haciendo gala de una buscada riqueza autóctona utiliza el término escroc cuya raíz viene de croc que significa colmillos)  pese a haber compartido el deseo de cambiar la imagen de una alicaída industria en los setenta, o por su misma formación autodidacta (“Cuando era chico estaba a menudo enfermo. Mi abuela me inyectó imaginación a través de las historietas, las novelas y las emisiones de radio.”). Esa condición de marginal se traslada al presente ya que “hoy en día en Hollywood todo se ha estandarizado.” No obstante, pese al ajuste de cuentas con varios colegas generacionales, “como todos los jóvenes, queríamos crear una nueva ola”. Tal vez, lo que distingue a los films de los setenta del director sea una estética retro pero con inquietudes modernas y lo suficientemente vivas e intensas para un público que reconocía las marcas genéricas pero que saludaba también la novedad. El mismo Hill aludió que ser joven en ese período de transición suponía una mirada de recelo  como mínimo por parte de los productores afianzados a los viejos modelos hollywoodenses, quienes no tuvieron otra que aceptar las nuevas reglas (el caso más visible sea probablemente el de un joven Coppola escuchando en el baño cómo dos hombres de traje querían eyectarlo durante el rodaje de El padrino).

Pero claro, además está la fascinación por uno de los géneros más preciados, el Western. Son indudables las marcas genéricas en los modos en que concibe el director visualmente los conflictos y las poses de sus personajes, a menudo involucrados en los enfrentamientos que mantienen. Los espacios de sus películas son diferentes pero conservan los rasgos de una iconografía que se instala como marca, como huella de una infancia consagrada a mirar esas películas que uno adopta para siempre. “Con mi hermano íbamos a ver todo tipo de films pero me encantaban especialmente los westerns.” De ahí, por supuesto, la recurrencia en sus historias a los clásicos enfrentamientos propios del oeste, aún en su primer largo Hard Times (1975), de urgente revisión. Narró Hill que pese a no estar del todo preparado para trabajar en una producción tan importante, conocía ese mundo y fue un eslabón importante para encontrar un camino porque para eso “no hay escuela”. Ante la pregunta del crítico acerca de  si fue difícil afrontar la dirección con actores de la talla de Charles Bronson y James Coburn, nuevamente prefirió el pragmatismo y la desdramatización, “lo hacés y punto”.  En todo caso, destacó esa experiencia como un aprendizaje en cuanto a los trucos del oficio, a distinguir desde la perspectiva de un novato y con la ayuda de sus asistentes la diferencia entre una fotografía estática y otra viva, eficaz e intensa.  Y fundamentalmente tener en cuenta los errores como el hecho de no haber filmado la cantidad suficiente de tomas.

Luego vendría la ronda de preguntas y un tiempo más para abordar algunas anécdotas. Una de ellas evocó, en un cálido homenaje, su inusual incursión por la comedia al lado de Richard Pryor en Brewster’s Millions (1985), actor al que reivindicó como tesoro nacional y de enorme generosidad que fue de gran ayuda para trabajar en un terreno ignoto. “Fue uno de mis preferidos” pese a que destacó las dificultades para rodar dado sus problemas de adicción, “creía que tenía que actuar bajo sus efectos para ser divertido”. También tuvo tiempo de responder si era verdad que estuvo a punto de dirigir la última película con John Wayne, The Shootist (1976). Contestó que le enviaron el guion puesto que el legendario actor había visto su primera película y entonces surgió su nombre. En un principio hubo acuerdo pero en la historia el protagonista se moría de cáncer, hecho que se correspondía con la realidad y que todos sabían en el entorno. Hill decidió no aceptar el proyecto ya que contenía un valor emocional que le era ajeno. “Yo no soy alguien muy sentimental. Si ven mis películas se darán cuenta.” Finalmente, fue a parar a manos de Don Siegel y “no es el mejor film ni de él ni de Wayne.” Así fue el cierre de charla, y habla mucho del espíritu mismo de las películas de Walter Hill: en el momento en que parece que la emoción  gana la pulseada, el hombre se corre y corta el clima con la distancia necesaria. Por ese sano equilibrio y por tantas cosas más uno admira sus películas.

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