Chaos (2018) de Sara Fattehi

“What shall we use 
To fill the empty spaces 
Where we used to talk?
How shall I fill 
The final places?
How should I complete the wall” (Pink Floyd, The Wall)

Imaginemos que una película está representada con un rostro. Al explorar el territorio facial descubrimos que todo concluye en una mirada ceñuda, que no hay resquicio posible para que se filtre la mínima señal de una sonrisa, el tibio aliento de la esperanza. Justamente, ese rostro es el que dibuja Chaos de Sara Fattehi, reciente ganadora del Leopardo de Oro en la Sección Cineastas del Presente en el Festival de Locarno, multiplicado en tres mujeres sirias cuyas circunstancias vinculadas con la identidad y el desarraigo funciona como nexo para mostrarlas en la quietud de lo cotidiano.  Tras un comienzo difuso que invita a armar el marco, vamos captando el sentido de las imágenes y el arco narrativo: una mujer atrapada en Damasco, otra  en el exilio y una tercera que se ha ido recientemente. Los cuadros emocionales de cada uno aparecen encorsetados en un silencio que materializa la soledad y ensancha la opresión de lo cotidiano. La frialdad y el despojamiento se instalan como las únicas marcas expresivas posibles para contener el mismo dolor que las tres llevan consigo. Y la lógica visual radica en una manifiesta voluntad por desencuadrar los cuerpos y en todo caso encuadrar los espacios internos a una distancia capaz de buscar contrastes lumínicos y propiciar algo de belleza en medio del pantano diario.

La sordidez es una moneda que cotiza bien en los festivales. Por supuesto, hay usos y abusos. Sin embargo, hay ciertas estrategias enunciativas que distinguen a Chaos de otros tantos circuitos tendientes a la miseria gratuita o forzada. En primer lugar, la utilización de una voz en off que atraviesa las tres historias (en una de ellas la misma directora es la protagonista, quien reside en Viena) proveniente de Ingeborg Bachmann, poeta y autora austríaca, una de las más destacadas escritoras en lengua alemana del siglo XX. Lo que ella cuenta se enlaza progresivamente con los traumas de las mujeres en un exilio que excede cualquier parámetro cultural o lingüístico y se convierte en un desarraigo profundo, tanto en la memoria como en el alma. Hay al respecto un momento clave cuando se escucha algo así como “No quiero escribir sobre la guerra. Es muy simple para mí. Todos pueden escribir sobre la guerra. La guerra siempre es terrible”. Tal vez, ese sea el motivo para que la película sea en definitiva una sucesión de cuadros transitados por cuerpos espectrales, sin rumbo, ahogados en movimientos perpetuos pero sin dirección alguna. Porque la guerra para estas mujeres es emocional. De allí, la acertada decisión de la directora de dejarla fuera de campo.

El otro procedimiento destacado consiste en asistir a tres monólogos sensitivos que prescinden de las palabras y se expresan con gestos, actitudes y pequeños actos, todos ellos acompañados desde el plano sonoro con la naturaleza. Hay una especie de réquiem biográfico pero consagrado al tiempo presente y a lo que queda de la experiencia de la guerra y a la pérdida de los seres queridos. Pero son biografías construidas desde un principio motor paradojal: la cámara muestras cuerpos que piden ser invisibles, estar ausentes o padecer el aislamiento. De allí el otro desafío fílmico: encontrar el medio para visualizar esos deseos. Y la respuesta está en los espacios vacíos. Pasillos, ventanas, jardines solitarios, habitaciones y la desesperanza de no poder habitarlos a pleno, como si fuéramos otro ladrillo en la pared.

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