“Una imagen sin palabras” Sobre La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock (1954)

Francois Truffaut expresó en alguna oportunidad que “el problema de la adaptación literaria es un falso problema”, y no ha habido otro cineasta en la historia que haya  hecho más  honor, con desenfado y cinismo, a esta proposición que Alfred Hitchcock. (No es casual, tampoco, que ambos conversaran largo y tendido en el memorable El cine según Alfred Hitchcock).  En efecto, se podría alegar que toda su filmografía es un esfuerzo conciente por potenciar las raíces literarias provenientes de las lecturas de su juventud para ponerlas al servicio de un universo cinematográfico autónomo, cuya poética ha construido a partir de cada uno de sus filmes. El llamado maestro del suspenso le debe a Poe la fascinación por lo extraordinario y la irrupción del miedo como alteración de un marco de seguridad aparente, a Chesterton esa extraña fusión de ironía y catolicismo, como a la tradición inglesa los relatos criminales que poblaban las páginas de los diarios. Pero al mismo tiempo, los argumentos que han servido de base (independientemente del género) son utilizados como meros puntos de partida, inspiradores de alguna imagen que funcione como un desafío técnico o un ejercicio puramente visual.

En este sentido, La ventana indiscreta (1954) representa un punto crucial en este itinerario de adaptaciones. Basada en un relato corto de 1942 de William Irish (seudónimo de Cornell Woolrich) traducido como La ventana de atrás, se transforma en la posibilidad de actualizar todos aquellos procedimientos de la poética Hitchcock pero, fundamentalmente, de construir un tratado sobre la mirada y sobre las posibilidades del montaje como la herramienta más hermosa y perturbadora del arte cinematográfico. El famoso método Kuleshov y las teorías rusas son puestas en escena en la película a partir del personaje de James Stewart en un juego de mirada/objeto/reacción frente a ese vecindario, metáfora del mundo visto a través de la ventana/pantalla. Nunca antes un cineasta había ido tan lejos en esta idea del espectador voyeur, anticipándose a varios filmes de terror de los setenta donde la cámara subjetiva coloca al espectador a través de los ojos del asesino. Aquí, la presencia de ese héroe inmóvil confirma el doble juego de correspondencias: por un lado, un alter ego del cineasta (ahí están los objetos, la silla, los prismáticos, las historias que cree ver y la ventana); por el otro, el espectador que mira con él, disfruta y sufre lo que ve. El mirar para Hitchcock no implica un simple acto de curiosidad sino una cuestión decisiva. Para ello, basta revisar la cantidad de escenas con planos detalles de ojos perplejos, aterrorizados  ante las fisuras de lo cotidiano. El director propone, sin descuidar el desarrollo dramático, una reflexión sobre el hecho de mirar y de cómo los objetos nos devuelven la mirada. De ahí la importancia que le confiere al valor informativo de las imágenes sin necesidad de recurrir al diálogo. Interesante idea, no sólo para pensar en la modernidad de su obra sino para contrastarla con gran parte de la máquina industrial contemporánea donde ya no se nos invita a mirar sino a tragar un torbellino incesante de relámpagos continuos.

En el pasaje del texto al film, lo que prevalece es una imagen: la del personaje ante ese vecindario y, por ende, la del espectador frente a la pantalla. Este modo de apropiación literaria, ni siquiera se detiene en el atractivo argumental , sólo en el desafío técnico y en la potencialidad visual de una escena. La decisión equivale a despojar al cine de la tiranía literaria en cuanto al equívoco de concebirla como un arte superior; además, a descartar la ilusión de la fidelidad a la fuente original como modo de reivindicar el arte cinematográfico con todo su potencial. Como afirma Andrew Sarris en su libro El cine norteamericano, Hitchcock “corta en su mente”. La lectura del cuento de Irish ha generado un corte, un montaje que hace honor a uno de los puntos de partida más perdurables: el de James Stewart con sus prismáticos sentado frente a la ventana para dar comienzo a su prolongada indiscreción.

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