Premios Oscar 2020. Nominadas a mejor película (Primera parte)


1917, de Sam Mendes

La quise ver en principio para notar qué podía tener tan bueno como para ganarle a Tarantino y a Scorsese. Se trata, en el mejor de los casos, de un potente ejercicio formal y técnico sostenido con un plano secuencia de dos horas (en el medio hay un corte imperceptible), una labor impresionante que mantiene la tensión de manera eficiente y que parece un compendio del cine bélico americano precedente. Allí están las escenas que recordarán al Kubrick de Fear and Desire con la locura de los protagonistas o a las trincheras de Senderos de gloria; también los colores infernales de Apocalipsis Now de Coppola, entre otras referencias. Para disfrutar del despliegue visual, sin duda.
No obstante, en el peor de los casos, es otra película americana sobre un conflicto central en el que un personaje debe sortear obstáculos para cumplir un objetivo. Se me hizo, por momentos, que los planos obedecen a la lógica de los fichines. Las películas de Tarantino y de Scorsese poseen muchos más matices que este ejercicio virtuoso sin alma. No tengo dudas.

Joker, de Todd Philips

Guasón es una película perturbadora, un diagnóstico demoledor sobre el mundo, esa manzana podrida donde abunda la indiferencia, la injusticia, la desigualdad y la falta de amor, porque, en definitiva, todo nace allí, en la carencia de afecto. Sin embargo, a diferencia de cientos de títulos del cine contemporáneo, la clave acá pasa por otro lado. Es como The Future, la canción de Leonard Cohen: el diagnóstico es terminal, pero a un ritmo bailable. Todd Philips lo sabe, por eso, nunca pierde de vista a la comedia, al musical, y al humor, esa herramienta capaz de corroer cualquier cimiento de la moral más victoriana. Sin caer en la solemnidad del canon legitimado por los circuitos festivaleros (sí, ganó el premio mayor en Venecia, pero eso no quiere decir nada; allí también obtuvo el galardón una bazofia como El ciudadano ilustre), ni circunscribirse estrictamente a la lógica expresiva de los cómics en su veta más chapucera, Guasón encuentra el equilibrio para no caer ni en el mensaje ni en la vacuidad. Su territorio es el del cine. De ahí extrae sus herramientas principales.
En un tiempo donde los superhéroes se multiplican en franquicias infinitas, otro acierto de Phillips acaso sea crear una realidad autónoma a partir del universo de los cómics. La película parece ser esa hoja misteriosa de enciclopedia que descubren los personajes de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en el glorioso cuento de Borges. Es como un injerto desprendido de un imaginario saturado de nombres y relatos que están dando dividendos monstruosos. Aquí la estilización no está al servicio de repetir la lógica de lo mismo, sino de cruzar elementos de las fantasías góticas originales con un marco urbano propio de la Nueva York de los años setenta. En la construcción del espacio se inscribe también esa zona de confluencia entre una y otra estética, un cruce que se aguanta el peso del realismo como de la fantasía comiquera, que puede ser tomado tanto en serio como en broma, sin que se desbarranque para un lado u otro. Es tan fuerte el personaje que hace olvidarnos de Batman, apenas sugerido en su infancia. Y cuando parece que el trazo grueso se desborda hacia el final, aparece la única señal sana dentro de todo ese mundo enfermo: unos pasos coreográficos al ritmo de Frank Sinatra para que no olvidemos que, a fin de cuentas, lo único que siempre nos salvará es el musical.

Había una vez…en Hollywood, de Quentin Tarantino

¡Aguante la ficción! Las películas de Quentin Tarantino arrancan por donde quieren y se niegan a finalizar. Narrativamente los tiempos de Había una vez… en Hollywood son como los efectos de alguna droga, desde el reposo absoluto al subidón y viceversa. Momentos de distracción y de vértigo. Hay una lógica que se instaura con segmentos diferentes, simulacros de relleno y secuencias cuya intensidad ponen a prueba a cualquier espectador para sacarlo de la comodidad y de la zona de confort. Y nada tiene que ver esto con vacuidad sino con un modo de pensar al espectador y de que el mismo espectador pueda pensarse a partir de lo que ve, como los personajes mismos se ven en esta película. Dos situaciones son memorables al respecto. En una de ellas, Sharon Tate (Margot Robbie) entra a un cine donde proyectan su última película con Dean Martin. Se sienta, se pone cómoda, apoya los pies en la butaca, se mira a sí misma en pantalla (en realidad mira a la verdadera Sharon Tate) y evalúa en un estado de gracia las reacciones del público. Como si se tratara de un ejercicio vampírico, su presencia en la sala parece absorber la energía vital de la original y transferirse al cuerpo encarnado en la ficción, una especie de reencarnación angelical, un triunfo del artificio por sobre la huella de lo real. No será el único signo dentro del cúmulo de duplicidades. La otra situación se da cuando el propio Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y su doble de riesgo (Brad Pitt) miran televisión y se observan como actores en una serie. A Tarantino, que elige enmarcar las historias en un contexto de crisis para la industria, no le importan los debates sobre la rivalidad entre el cine y la televisión, no se involucra con los ríos de tinta consagrados a ello. Le importa más cómo Rick Dalton debe resolver su dilema interior de pasarse de un terreno a otro o de reinventarse. En todo caso, se focaliza en el goce como única instancia posible ante las imágenes. Es el modelo mismo de la ficción, un éxtasis.

El irlandés, de Martin Scorsese

En El irlandés también conviven los dos tonos que han recorrido toda su filmografía. En la alternancia aparecen los tramos narrativos veloces, al ritmo de la circulación del capital y de los cambios sociopolíticos, que conforman esa épica reconocible fundada en el ascenso, los códigos de amistad, el cuidado de la sagrada familia y el poder. Luego, aquellos pasajes de reposo que conectan con películas como Kundun (1997) o Silencio (2016) donde lo religioso se presenta una vez más materializado en las dudas de los protagonistas. En relación a los primeros, basta revisar el magistral timing que Scorsese maneja cuando da cuenta de todos los movimientos de los sindicatos, la mafia y el aparato político. Años y maniobras se suceden paralelamente al acceso de Frank a zonas de privilegio (hasta donde su origen se lo permite, claro) gracias a su amistad con Russell Bufalino (un Joe Pesci contenido como conmovedor). En cuanto a los segundos, están las paradas en auto donde se activa el recuerdo y se prepara el terreno para la secuencia final, de alto impacto emotivo. Dios, Cristo y Judas aportan nuevamente sus rostros encarnados esta vez en estos tres personajes. Y el tiempo (gran protagonista anticipado con el plano del reloj al principio) no solo es esa cadena de hechos que la memoria del viejo Frank construye a medida que recuerda/olvida, también es la dilatación de una decisión que intentará, como en la tragedia griega, evitar un destino para constatar su carácter irremediable (la escena de la fiesta en reconocimiento de Sheeran es antológica, en este sentido). En un mundo lleno de trampas, la única alternativa es aceptar esa moral, que es como una religión, donde no faltarán corderos sacrificados y verdugos. El padre, el hijo y ningún espíritu santo. Las dudas para Martin Scorsese están en la tierra, aún en los ambientes mafiosos. Sin embargo, todo tiene un costo: la familia. He aquí la cuestión, cómo conciliar ambos mundos. En El irlandés hay también ovejas descarriadas, miradas que interpelan, y una en especial, la hija menor llamada Peggy será quien silenciosamente descubra la naturaleza de su padre y rompa el cerco de seguridad impostada y protección hogareña. Frank tratará de llegar a su hija. Si los espejos son centrales en la obra de Scorsese, será el rostro de Peggy uno de ellos, un interlocutor capaz de poner en crisis su modus operandi. El otro es el de Russell, la mirada del capo, la antesala del deber y de la sangre. Dualidad problemática entre cuerpo y alma, entre normalidad y excepcionalidad, entre acatamiento y transgresión, entre realidad y deseo, entre culpa y expiación. Si Jesús condujo al paroxismo esta batalla en La última tentación de Cristo (1988), Frank retomará la posta en la trama política de El irlandés.

Finalmente, la vejez se asienta implacablemente en los rostros, alterados con efectos especiales, al igual que las visiones sobre el pasado. En Viviendo en un mundo material (2011), el magnífico documental sobre George Harrison, Scorsese muestra al guitarrista en su etapa solista que mira en el monitor a su joven versión interpretando This Boy, con un semblante que devela gracia y nostalgia a la vez. En este retrato, que elude lo épico y lo unidimensional, también los Beatles releen su historia. Probablemente Scorsese haya partido de esta idea como una opción estética viable a la hora de construir su fragmentario retrato sobre la naturaleza humana de este excepcional músico, acaso para actualizar las dos primeras líneas de All Things Must Pass: “El amanecer no dura toda la mañana /Un nubarrón no dura todo el día” El irlandés es eso y Frank lo sabe. El director que siempre trabajó la representación del cuerpo como síntoma externo de una problemática interior, con heridas a base de puñetazos, látigos y balas, aquí ofrece un cuerpo cansado que dejará una puerta entreabierta para irse a dormir y tal vez alcanzar la expiación. Solo el tiempo dirá qué sigue.

Jojo Rabbit, de Taika Waititi.

Toda la ferocidad del arranque, con hitlermanía incluida, es prometedora. La sátira aparece en su salsa y la comedia se hace sentir en la gestualidad desbordada, en el humor negro. Waititi estiliza al máximo un mundo regido por la locura y los rebaños de ovejas que siguen ciegamente al líder, o mejor dicho, a sus delirios, incluso cuando no está físicamente. En lugar de reiterar otra película sobre las maldades del nazismo, se elige la risa como poder de liberación y como espacio para licuar el ridículo de un sistema aberrante. Sin embargo, hecha la ley, hecha la trampa. Un tufillo moral de raigambre americana se va colando progresivamente en ciertos indicios, sobre todo, en la bondad de una madre y en una historia de amor con una judía escondida. Entonces la película se desbarranca en pos del mensaje, más allá de algunas escenas memorables.

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