De repente, el paraíso / It must be heaven, de Elia Suleiman (2019)

1-
Suleiman es un hombre máquina. Cada mirada pone en funcionamiento su cámara. En la primera parte, que transcurre en su comunidad palestina, los vecinos y los lugareños son observados y escuchados como si fueran niños traviesos a los cuales se les presta una oreja para que cuenten una historia o se los acompaña en medio de una lluvia torrencial, como ocurre con un anciano vecino. A no confundir. La distancia de Suleiman no es la de miles de criaturas que pululan por el cine contemporáneo con la frialdad de adolescentes angustiados y crueles. En todo caso, se trata de mirar el mundo con asombro como si se necesitara entender que, más allá de la rutina, hay otras cosas (insólitas) por descubrir. Y para ello se necesita tiempo: sentarse, tomar un vino, fumar un cigarrillo y observar los movimientos de la gente encapsulada en sus obligaciones, como si se tratara de coreografías. Ahora, ¿es el mundo así o es la mirada/cámara del creador que la transforma? Los contraplanos resultantes son a menudo pura poesía. Allí están esas imágenes de reposo, de paz, de serenidad, donde una noche o un cielo estrellado son descubiertos más allá del devenir temporal. Y la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno nunca desdeña un componente de fascinación y perplejidad a la vez.

En It Must Be Heaven se abren hiatos en medio de la cotidianeidad y por allí se cuela la mirada, porque al mundo, tal como lo concebimos, le sobran las palabras. ¿Qué determina el motor de la mirada? Esa curiosidad aristotélica que se convierte en una esponja. El tema es dónde buscar y dónde escuchar. Un plano nos muestra a Suleiman de espaldas frente a un mar azul e inconmensurable. En el plano siguiente un auto con secuestradores parece ser el contrapunto, aunque el ojo curioso sea el mismo. La vida no es una cosa u otra. La vida es aquello que transcurre mientras Suleiman mira.

2-
La primera secuencia instaura una continuidad que rompe la lógica causa/efecto según las expectativas. Y será una hermosa constante. Una procesión, un cardenal que intenta ingresar con sus fieles a un recinto y los monaguillos que se niegan a abrirle. El Padre se dirige enojado y los caga a palos. Esto, fuera de campo, mientras la gente mira. Suleiman filma las reacciones impávidas con planos frontales y amplifica la sensación de incomodidad cuyo destino es el absurdo, modalidad que recorre toda la película. De igual modo, una relación entre el individuo y la gente permite un duelo de miradas que no necesariamente conducen a una pelea, como si el resto del mundo pasara lateralmente por el protagonista.

Cada plano respira por sí mismo. Generalmente, los sujetos aparecen en el centro y se establece un tiempo para observar el espacio circundante. Hay una concepción geométrica que resulta de la disposición visual de los elementos en el cuadro, con figuras triangulares, romboidales y rectangulares, cuando las personas se suman a su itinerario o lo interfieren. La armonía es un hecho fundamental en It Must Be Heaven y funciona con la perfección de un reloj suizo. El realizador es un ingeniero de la puesta en escena, dueño de la técnica. El mismo Suleiman, con su cara inmóvil, aspira a ser un mecanismo perfecto.

3-
La escena en el avión ofrece, más allá de su carácter musical, otro momento antológico en el que los contrastes entre el hombre de sombrero y el resto se hacen evidentes. Allí donde hay placer para los otros, el miedo por las turbulencias se apodera de él y deriva en el típico gag de una tradición que ha explotado el accidente y la lucha con los objetos como leimotiv.

Ya en París, a la procesión del inicio se la sustituye por un desfile de hermosas mujeres que Suleiman mira desde la mesa de un café con una mezcla de gracia, deseo y perplejidad. Las caminatas por la ciudad la revelan ajena al turismo y gobernada por lapsos de silencios o signos amenazantes (un tanque pasea impunemente por las calles). Esta latencia bélica no se elige desde la obviedad de las consignas y es un elemento más en mundo que se dice civilizado pero que es regido por el miedo a los otros. De este modo, una señora es perseguida coreográficamente por la policía o un café es medido meticulosamente por los agentes del Estado para corroborar que no exista la más mínima falla. Pero más adelante, en un supermercado en Nueva York la gente elige sus productos mientras cuelgan sus armas. Sin embargo, allí donde otros directores tirarían la biblioteca entera de Foucault, Suleiman sugiere y ve la vida como un musical donde, vigilar, controlar y castigar, es parte del patético entramado. El cine es sueño para Suleiman y la lógica admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. El corolario es la mejor secuencia de la película cuyo montaje coreográfico musicalizado con Leonard Cohen muestra la persecución policial a una joven disfrazada de ángel. La violencia de la situación y la opresión concluyen en las corridas típicas de slapstick. El discurso político, la frivolidad y la contaminación del poder se cuelan por las pantallas y no demandan más de unos pocos minutos.

4-
La entrevista con el productor donde le rechazan el proyecto por no “ser suficientemente palestino” es desopilante. Primero, por la evidencia de los argumentos esgrimidos por un hombre cuya remera es un dibujo con una caja de papas fritas, que conducen a la idea de un cine complaciente con la mirada europea: si la cosa proviene de Palestina, no se puede obviar el conflicto y el horror. Pero como Suleiman no reduce su cine a la crítica fácil, hace derivar el orden verbal a un desarrollo gestual y físico en el que ensaya unos pasos coreografiados mientras lo despachan elegantemente del lugar. También en este punto las expectativas de los oportunistas van a parar al diablo.

5-
Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Buster Keaton. Al igual que el maestro, la comicidad de su personaje se basa en gran parte en su seriedad.

Este hombre de sombrero y ojos saltones, como el otro, no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza de su personaje, por su estatismo, por su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de las grandes ciudades, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a su entorno. Mientras toda la humanidad está en otros lados, éste recorre lugares, se abre al azar y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) y del cual no logra entender la conducta de los pocos habitantes que se cruza. Suleiman es gigante en su aparente pequeñez y It Must Be Heaven una película luminosa.

Por Guillermo Colantonio

(Publicada también en CineramaPlus)

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