De Corea con amor

De esta cuarentena voy a recordar, entre otras cosas, la cantidad de libros y archivos que ordené. En medio de un proceso que tiene su encanto, aparece esta hermosa manía de juntar aleatoriamente reseñas y datos referidos a festivales. La cosa es que junté algunas palabras escritas oportunamente sobre películas coreanas, vertidas con las primeras impresiones y que seguramente podrían revisarse. Pero por lo pronto aquí van algunas líneas sobre ese cine donde se conversa mucho, se corre a más no poder y se hace ruido cuando se come.

Romance Joe, de Lee Kwang-kuk (2013)

No es casualidad que este joven director haya trabajado con Hong Sang-Soo (Hahaha, Un cuento de cine) puesto comparte similares inquietudes formales y temáticas: el gusto por la narración breve y el minimalismo de la puesta en escena para hablar de tópicos ambiciosos: el bloqueo creativo, el suicidio y los amores desencontrados. No obstante, esta película se sostiene por sí sola, con sus propios méritos. Kwang-kuk se toma el tiempo necesario para que los diálogos fluyan y las diferentes historias incluidas no caigan al vacío y se ensamblen perfectamente. El punto de partida está dado por la falta de ideas de un personaje que encarna a un guionista/director y que es presionado por su amigo/productor; los padres van a buscarlo y no lo encuentran. A partir de ahí, los intercambios verbales irán generando diversas anécdotas. Justamente, es la imposibilidad de crear lo que paradójicamente habilitará la abundancia de ideas, entonces, la narración se abre a tramas que se imbrican. Sin golpes de efecto, las criaturas que pueblan este entretejido se potencian desde el dolor pero desde una mirada siempre tierna. Al mismo tiempo,  en un nivel más profundo se establece un ejercicio metanarrativo sobre las posibilidades de contar una historia. Otra ópera prima para no perder de vista y nuevamente en la sección coreana.

List, de Hong Sang-soo (2011)

Sang-soo confirma su pericia narrativa y su minimalismo en este corto, fresco y simpático, con tres personajes (madre, hija y un director recién divorciado) en una localidad costera. Nuevamente, el azar y el tema de qué hacer con el tiempo libre aparecen como motores creativos. Hay pequeños momentos de humor, alguna que otra ironía sobre el oficio cinematográfico y un intercambio lúdico entre los personajes que, enseguida, los hace queribles. Pocos movimientos de cámara, en una puesta en escena casi teatral donde los diálogos fluyen en medio de planos que son como viñetas de la vida cotidiana, por donde las criaturas entran y atraviesan el espacio dramático. El problema es el final, que no pienso contar. De todos modos, salvando este detalle importante, todo parece estar a la justa medida en esta pequeña historia.

Noche funesta, de Yoon Sung-hyun (2011)

La principal virtud del joven director coreano es eludir los resortes convencionales para contar una historia dura que tiene como protagonistas a tres estudiantes y el progresivo deterioro de sus relaciones amistosas. Uno de ellos ha muerto misteriosamente y su padre, ausente por años, tratará de indagar las causas de su desaparición. A través de una rigurosa puesta en escena y una trama fragmentaria en base a flashbacks, Sung-hyun se toma su tiempo y confía en las capacidades del espectador para adoptar diversos puntos de vista en torno a lo que ve, a los roles de poder que se reparten los protagonistas y que son producto de su propia vulnerabilidad, a la vez que plantea una cuestión moral en torno a la responsabilidad frente a la muerte. En ningún momento cae en tesis sociológicas y en todo caso deja la puerta abierta a ciertos interrogantes. El cerrado universo masculino se torna en ocasiones asfixiante pero nunca cae en estereotipos; Sung-hyun no es Todd Solondz y sus jóvenes personajes tienen aristas profundas, identidades no resueltas y crecen a los golpes (literal y metafóricamente). El mundo de afuera es pintado sutilmente a través de postales grises y el sistema educativo no puede ocultar su grado de perversidad en la formación. Una ópera prima para tener en cuenta.

Invasión zombie, de Yeon Sang-ho (2016)

You better run all day
And run all night
And keep your dirty feelings
Deep inside
” (Run Like Hell, Pink Floyd)

Para todos aquellos que creen que el cine ha muerto. Para todos aquellos que sufren el cambio del analógico por el digital. Para todos aquellos que menosprecian los géneros (o al menos ciertos géneros). Para todos aquellos que no pierden la esperanza por encontrar algo más allá de interminables sagas ridículas y diez mil filmes de superhéroes reciclados al infinito, péguense una vuelta por otros lugares más allá de la esponja hollywoodense. Entre ellos, Corea del Sur. Y entonces experimentarán la gracia de enfrentarse a un huracán de placer (primero eso), a una película de terror que se conecta con la fibra emocional ya presente en los orígenes de este maravilloso arte y que es bien contemporánea porque tiene mucho para decir pero no lo anda gritando a los cuatro vientos. Todo esto y más es Invasión zombie (tendremos que aceptar el atentado terrorista y comercial de la traducción).

Yeon Sang-ho, como varios realizadores asiáticos, entiende a la perfección lo que implica ver hoy una película en una sala y por este motivo ofrece un juego donde el dispositivo técnico está al servicio de un estado de pura adrenalina. Si la mayoría de los productos que llegan como ladrillos de EE.UU hacen del digital una esfera de consumo cuyo horizonte es anular cualquier atisbo de humanidad, lo que ofrece este filme es justamente lo contrario: en un entorno apocalíptico, agobiante e hipertecnológico, en el que un virus desata una epidemia de zombies, lo último que nos queda es confiar en la solidaridad y en los gestos humanos. Al vértigo provocado por las excelentes secuencias de acción donde los personajes corren dentro de un tren y fuera también, tratando de sobrevivir ante el embate de los mutantes, Yeon Sang-ho le contrarresta primeros planos inolvidables de rostros que destilan bondad, tristeza, impotencia pero también vestigios de fortaleza ante la adversidad. Y mientras el mero de cine de consumo afirma que el mundo ya no forma parte de la realidad y postula una sospechosa virtualidad que asedia al espectador desde una materialidad pueril, Invasión zombie se muestra como una operación poética que pone en marcha la más honesta forma de ilusionismo que el cine ya propuso en sus orígenes.

El punto de partida es una familia disgregada, rota en pedazos como la vida misma, dispersa en medio de artefactos tecnológicos que marcan la suspensión de afectos y la ausencia. Un padre  workalcoholic  que no atiende la demanda de su pequeña hija, una madre en otro lado y la posibilidad de un viaje para visitarla. La familia es el mundo en términos de capitalismo salvaje, un depósito de mezquindades y de cultos al individuo. Y entonces empieza el horrendo espectáculo como consecuencia de la negligencia de las corporaciones y los zombies se multiplican en ese tren que intentará llegar a destino, y el planeta tiene que correr peligro de extinción para que se activen los rasgos humanos así como se potencien las mezquindades en las situaciones límites. El desarrollo de la trama arma un recorrido de los personajes con un sentido coreográfico donde la idea de pareja resalta en todo momento, no como una entidad estable sino dentro de una dinámica de intercambio que se va transformando hasta las últimas consecuencias. Y en ese tablero de roles sucede que algunos involucrados verán su naturaleza alterada por las circunstancias. El padre, cuando logre ponerse del otro lado, comprenderá y actuará según ese nuevo punto de vista totalmente distinto al de su vida anterior y en medio del apocalipsis, ya las clases sociales y el status son aparentemente un recuerdo porque en el tren de la supervivencia ser un empresario garca y un indigente es lo mismo. Y el que no acepte esta premisa quedará en el camino.

 Invasión zombie (como El padrino) es una película sobre el capitalismo. Es decir, recurre a la lógica genérica para hablar sobre el mundo. Su linaje es el de un John Carpenter, el de un Cronenberg, tipos relegados en la industria que pueden ser redescubiertos por el público gracias a este filme. La velocidad ya no es solo una cuestión asociada a la circulación del dinero sino una condición necesaria para vivir. Y ese reducto claustrofóbico que es el tren, es también la imagen de miles de sucesos horrendos que forman parte de nuestro mundo ante la mirada indiferente absorbida por el espectáculo en todas sus variantes (llámense refugiados, víctimas de bombardeos, desclasados, etc.)

Sin embargo, restringir la película solo a una mirada ideológica puede ser un inconveniente en la medida en que el éxito y la popularidad legítima que conlleva se debe en primera instancia a cómo se conecta con los deseos humanos y de qué modo recupera la catarsis como experiencia estética en el sentido de proponernos un espejo terrible de nuestra cotidianeidad. La mirada atónita de quienes asistieron a la primera proyección de los Lumiere y se levantaron del susto al ver en pantalla la llegada del tren a la estación hoy se convierte en un estado de suspensión y de perplejidad: nos mantenemos en la butaca porque nos sabemos dentro del tren.

La primera vuelta, de Kim Dae-hwan (2017)

Pongámoslo en estos términos: hay un veinte por ciento de películas en los festivales que tienen venas a punto de explotar, sangre, que irradian energía y euforia, que no le temen a la incorrección estética y política; luego, hay un ochenta por ciento de las otras, aquellas que se refugian en lugares seguros, que repiten fórmulas con resultados más o menos decorosos. Esta película coreana tiene cierto encanto,  pero está condenada a la segunda categoría. De hecho, sus planos fijos encapsulados y sus unidades escénicas podrían confundirse tranquilamente con cada entrega anual de Hong Sang-soo.  Los conflictos generacionales, el carácter infantil masculino y algunas decisiones en torno a los encuadres recuerdan al gran Ozu, sin embargo, la trillada máxima de personajes que “permanecen y transcurren” convierte a la película en una de las tantas historias mínimas que circulan por festivales.

Tras una primera secuencia sencilla, intimista, donde se configuran los perfiles de los jóvenes personajes (él, de espíritu lúdico, disperso, más ligado al placer material; ella, más sensible a las presiones y los cambios) todo se concentra luego en el devenir de una pareja que termina de confirmar su crisis con la noticia de un embarazo. Los planos fijos y los encuadres presagian austeridad para concentrar el drama en detalles.

La inestabilidad emocional se traslada a la laboral. El mundo interior es un vehículo para incorporar paulatinamente el contexto social y político del país en un movimiento narrativo coreográfico que se apoya en los diálogos que sostienen los protagonistas con sus familiares.

Los traslados de la pareja hacia el universo familiar de cada uno acrecientan los inconvenientes. Los padres de la chica intentan poner su futuro en un molde de estabilidad institucional; los del muchacho no pueden resolver sus propios dilemas internos. En medio del malestar familiar, fuera de campo está el malestar político que se cuela a cuentagotas a través de aisladas referencias o de conductas individuales que trazan incomodidad (en varios segmentos los personajes parecen lidiar con imprevistos tales como objetos que se rompen, multan que encuentran pegadas en su auto, diminutas luchas privadas que podrían extrapolarse a la situación del país). Y si bien la pareja se desplaza de un lado a otro, lo que prevalece es un estatismo alarmante. El verdadero momento de gracia y de vitalidad se da cuando logran despegarse de las presiones y caminan por las calles donde se produce una protesta. Por suerte, esta hermosa secuencia parece devolverlos (nos) a la vida.

Yourself and Yours, de Hong Sang-soo (2016)

De apariencia sencilla, con el tiempo justo y medido, cuenta una pequeña historia con personajes inseguros, obsesivos y románticos, y con un recurso parecido a Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel en el trabajo con el rol femenino. Lo destacable de esta película y de esta etapa del director es la exclusión de los guiños autorreferenciales al mundo del cine que habían alcanzado un grado de saturación. En este caso, hay un personaje excluyente femenino que tiene a mal traer a los hombres que se le pegan y que cada vez que aparece niega ser quien es. La conversación como modo privilegiado continúa con la línea de diálogos ingeniosos, banales, histéricos, graciosos, pero que dejan entrever la tragedia de la soledad y la inmadurez del amor. La diferencia de Hong Sang-soo con otros directores (véase el ejemplo de la película ganadora en Competencia Internacional) es el juego con el tiempo, la ambigüedad misma del dispositivo que utiliza para representar las situaciones, la naturalidad de los personajes que no necesitan ser sometidos a torturas ni ser mostrados con trazos gruesos. Cada acto, cada unidad dramática separada por una suave orquestación, es una delicia que cuesta soltar.

Un tigre en invierno,de Kwang-kuk Lee (2018)

Un día de invierno, un joven es echado por su chica; ese mismo día, un tigre se ha escapado del zoológico. Al tigre (en principio) no lo veremos más (una pena); al novio lo seguiremos durante toda la película cuando se reencuentre con la ex novia. Mientras nos olvidemos de asociar una situación con otra a través de metáforas, la cosa funciona de a ratos. Es que la película de Kwang-kuk Lee se presenta inevitablemente atada a la estética Hong Sang-soo y tampoco se esfuerza mucho por disimularlo. Y como viene ocurriendo con el prolífico realizador coreano, hay algunos momentos destacables y otros más cercanos a la repetición. Comidas más, palabras menos, nada nuevo bajo el sol.

Una sucesión de planos fijos que encapsulan diálogos y situaciones mínimas armará progresivamente una trama donde lo más importante es el retrato de los personajes, sobre todo el de Gyeong-yu, escritor que realiza distintas paradas y busca personas y trabajos sustitutos que le permitan enmascarar momentáneamente sus frustraciones. En este sentido es un pequeño Ulises de Seúl pero sin ninguna Penélope esperando. Esto no quiere decir que las cuestiones amorosas y personales sean experimentadas desde el padecimiento ni el sufrimiento gratuito, en todo caso, cierto carácter infantil en las reacciones de los personajes contribuye a atemperar los conflictos. La forma de encuadrar, la manera de ofrecer los planos como viñetas, se vinculan con la misma posturas de las parejas, distantes, lacónicas, sometidas a una lógica minimalista donde la vena sanguínea y el melodrama brillan (o se opacan, mejor dicho) por su ausencia. Apenas asoman algunos estallidos bajo los efectos del alcohol, ese signo omnipresente entre comidas, que magistralmente usaba Ozu en sus varias de sus películas.

Siempre tuve la sensación de que estas versiones del cine coreano, con resultados disímiles, no pasan de ser ejercicios ralentizados a la Nouvelle Vague, con celular, y que en la cantidad de propuestas parecidas, se desnaturalizan algunos rasgos autorales. Desde esta perspectiva, que por supuesto puede ser sometida a una mayor rigurosidad para trascender el terreno de las impresiones, A Tiger In Winter forma parte de una idea de cine tímido, que se cierra a la tentación de lo cotidiano exacerbado. Uno reconoce las cuestiones técnicas y narrativas, las aproximaciones a “temas importantes” como la soledad urbana y las dificultades para amar, pero enseguida encuentra esos lugares seguros, correctos, y solo rescata guiños. Aquí, puntualmente, la escena final descoloca por primera vez y afortunadamente se corre de la tranquilidad imperante. Una dosis mínima de encanto, pero un regalo al fin.

elcursodelcine

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