Catorce (Fourteen, 2019), de Dan Sallitt

Mientras veía Catorce, gran película de Dan Sallit, no podía dejar de escuchar una canción de Travis, especialmente una frase: Why does it always rain on me? Is it because I lied when I was seventeen? (¿Por qué siempre llueve sobre mí? Será porque mentí cuando tenía diecisiete?) El verso pertenece al álbum “The Man Who” y, como la película, está atravesado por la tristeza, o por esa forma de melancolía que los buenos artistas amasan para cubrir todo el cuerpo hasta que uno se ve envuelto. ¿De dónde proviene la tristeza que derrama Catorce? Me atrevo a decir que, además de los rostros y de los movimientos de sus dos excelentes protagónicos y de dos o tres momentos concretos, fuertemente dramáticos, de cierta abstracción. Si bien hay una historia que va hacia adelante a fuerza de elipsis, una historia que versa sobre una amistad entre dos jóvenes y de cómo una hace lo posible para estar presente ante la intensidad de la otra, todos los elementos que entran en juego (el ritmo, los colores, los sonidos, las imágenes) están dispuestos para hacer efectiva una abstracción, para materializar una emoción continua, para dar forma a la tristeza, diseminada a lo largo de 94 minutos. Alguien puede llorar, otro se puede lamentar, pero no necesariamente nos conmovemos por eso. Sallitt no jode con la música, no hace falta, porque lo que prevalece más allá de esos instantes es un dejo de tristeza desparramada, como si extrajera el jugo de una fruta para esparcirlo a lo largo de la pantalla. Abstraer un sentimiento de ese modo no es nada sencillo. He aquí la clave, el corazón de la película, y una posible respuesta al efecto que me generó.

Hoy, por diversos motivos, el cine como experiencia es una idea que está en crisis. Un desafío importante es captar la concentración de los espectadores. Desde siempre, la sala oscura fue el espacio de rituales y de sueños, hoy multiplicado en infinidad de pantallas y plataformas. Por cuestiones lógicas, no pude ver Catorce en las condiciones ideales, sin embargo, podría decir que la película trabaja sobre el flujo del tiempo de un modo tan eficaz que cumple con algo inherente al cine y que tanto anhelamos: la posibilidad de sustituir el devenir vital del espectador por el de los personajes, como si se nos arrebatara nuestra identidad para confundirnos en ellos. Y no se trata del tradicional mecanismo de empatía con un héroe o una heroína precisamente. Va más allá, es un lazo metafísico a través del cual nuestra vida se impregna durante una hora y media de una sensación y de un espacio/tiempo que provienen de la misma ficción. Es otra abstracción, quizá, difícil de traducir en palabras.

Mara y Jo son dos amigas que se conocen desde el colegio, y por alguna extraña razón continuaron con ese vínculo después de varios años. Sus vidas se están armando. Una trabaja y estudia, la otra no puede acomodarse a las rutinas laborales y afectivas, tiene ataques de ansiedad y acude a su amiga cuando se desborda. La primera escena presenta esa demanda (que será constante) cuando Mara atiende el teléfono en medio del trabajo y acude a la casa de Jo. Es el eslabón inicial, el punto de partida, ya la parte visible del iceberg. Jo es un enigma y Mara está cuando la necesita, pero su diminuto cuerpo se va desgastando ante la intensidad de la otra. Sin embargo, por algún motivo, ella siempre está (¿será porque Jo la defendió en la secundaria ante las burlas del resto, o porque existe en ese otro una dimensión misteriosa que fascina y le da sentido a la propia existencia?). Los años pasan, los diálogos y las situaciones también. La vida de Mara se modifica, la angustia de Jo no. Y si la naturalidad nunca fue un asunto fácil en el cine con pretensiones realistas, acá funciona bárbaro. Mientras la demanda de Jo tira como una soga y “mastica y escupe” a los diversos doctores, Mara permanece, escucha, pero no logra descifrar el enigma de la locura de su amiga (¿pero acaso se entiende a sí misma?). Repartidos entre los hechos, dos planos son significativos. El primero de ellos parece condensar el carácter enigmático de la película y su propio devenir temporal. Se trata de un plano en picado sobre una estación. Su duración probablemente tenga que ver con la idea del tiempo en el cine. Los trenes siempre han estado vinculados con este arte desde que los Lumiere pusieron la cámara para filmar su llegada. Luego de unos minutos donde la mirada se sostiene imperturbable como si esperara algún acontecimiento extraordinario, la vemos a Mara. Lo importante no es lo que sigue (una escena donde visita a los padres de Jo), sino el sentido posible de ese plano fijo. La joven nunca logró disponer de su tiempo ni dejar de acudir inmediatamente a los requerimientos de su amiga. Tal vez sea el momento en que nosotros, los espectadores, debamos esperarla. ¿Un acto de justicia de Sallit? Posiblemente.

El segundo es apenas revelador de un estado que jamás podrá expresarse con palabras, pero lo que se dice y lo que vemos es un acercamiento al núcleo emocional de Jo, el recorrido de una tristeza que proviene de su adolescencia, el tránsito por una cantidad de doctores que “desvían la mirada y no escuchan” más allá de medicar, y un llanto entrecortado desgarrador. Es una ola en ese mar de tristeza que se dispersa durante la película, pero pega fuerte. Como también pegará fuerte una confesión de Mara hacia el final ante su hijita. No hay exacerbación en estos momentos dramáticos, son signos estratégicos en un conjunto donde los lugares comunes (las drogas, los médicos) quedan fuera de campo. Lo que queda es el misterio de la existencia y el enigma que no puede resolverse como si se tratara de un policial, porque da cuenta de una raíz imperceptible, aferrada al propio ser: la tristeza.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant

(Publicada originalmente en CineramaPlus)

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