La complaciente independencia. Sobre Los descendientes, de Alexander Payne, 2011

     

          

Parece que Hawai no es, tal vez, el paraíso natural en el que muchos querrían vivir. Tras ese idílico paisaje se esconden planes oscuros. Dicen que Mark David Chapman vivía allí mientras maquinaba el asesinato de John Lennon, conmovido por la desazón existencial de Houlden Caulfield en la genial novela de Salinger, El guardián entre el centeno. Tampoco lo es, en principio, para Matt King (George Clooney), quien debe tomar decisiones importantes y la vida se le está por ir al diablo tras el coma en el que se encuentra su mujer luego de un accidente en el mar. Estamos hablando de Los descendientes, la película de Alexander Payne cuyo punto de partida hace temer lo peor: una voz en off omnipotente y un sabor a golpe bajo comienzan a gobernar la pantalla. A medida que avanza el metraje, el reconocimiento de artilugios ya trillados (papá que debe hacerse cargo de dos hijas, personaje secundario bobo y gracioso, enfermedad terminal, infidelidad, etc.) son astutamente disimulados por el oficio del director para construir climas y llevar narrativamente la historia a favor de un equilibrio entre la dramatización exacerbada y la banalización de asuntos serios (una marca registrada del Indie americano). De este modo, asistiremos a escenas que rozan lo insoportable (las recriminaciones sobreactuadas a un enfermo terminal), lo ridículo (buscar a un amante para despedirse) y a otras que conmueven sanamente (la inocente inutilidad del padre para encarrilar la vida familiar que es y seguirá siendo un desastre).  Mucho ayudan también las actuaciones, sobre todo las femeninas (Amara Miller y Shailene Woodley, las dos hijas) para que la película funcione.

Este vaivén tragicómico con fondo playero se advierte también en la forma en que Payne trabaja el espacio circundante. Hawai puede adoptar a través de ciertos planos la fisonomía de postal turística pero también está integrado a la trama familiar por el peso afectivo que tiene para los personajes. Al esfuerzo del padre por contener a sus dos hijas se sumará la importante determinación que deberá tomar en torno a un litigio que lo involucra junto a sus primos en calidad de descendientes y que puede ser determinante para los habitantes del lugar.

Por otro lado, el realizador vuelve sobre la idea de una masculinidad patética y perdedora tal como lo hiciera en filmes anteriores. Probablemente, ha ido cediendo el terreno del humor más corrosivo a la más cómoda plataforma de nostalgia, es decir, de la cara hinchada del decadente profesor (Matthew Broderick) en La elección (1999) a la postal de Clooney caminando por las orillas del mar en la isla. Ya en Las confesiones de Señor Schmidt (2002) y en Entre copas (2004) los sentimentalismos, aunque contenidos, reemplazaban a la gracia de su ópera prima.

Que Los descendientes sea una película disfrutable se debe en gran parte a ese logrado equilibrio. Su nominación al Oscar confirma también el esfuerzo autoral de una parte del cine americano actual por simular cierta independencia sin descuidar ciertos mecanismos de empatía con la industria. Habrá que esperar si la próxima película también representa una decisión importante del director o es más de lo mismo.

                                                    

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