Infancias. Algunas películas posibles (y otras no tanto)

Decía Tarkovski que los niños conectaban este mundo con el otro, el trascendente. De allí, la importancia que adquieren en sus películas desde su primer largometraje en 1962, La infancia de Iván. El cine es un espejo de realidades diversas, itinerarios de vida y rostros infantiles, entre tantas cosas. Van aquí algunas notas sueltas acerca de intentos variados por materializar miradas, experiencias, vínculos y caminos posibles. El orden, como siempre, es totalmente aleatorio, como arbitraria la elección.

La inocencia Argentina, 2016. Dirección, guión y montaje: Eduardo de la Serna

La inocencia es un documental de observación. Se suele ser injusto con este tipo de propuestas y un argumento que aparece con descuidada rapidez alega con frecuencia la ausencia de un punto de vista. Nada más lejos si se tiene en cuenta que siempre el ejercicio de montaje implica una selección que ya sienta posición con respecto a lo que se quiere que veamos. La película de Eduardo de la Serna muestra un seguimiento a dos niñas de seis años durante el transcurso de su primer año en el colegio. Una de ellas se llama Morena y va a una escuela de Bs.As.; la otra, Gabi, vive en Jachal, San Juan, y recorre en camioneta con cinco o seis compañeros un largo trecho para llegar a su escuela rural. Indudablemente,  hay un subtexto que atraviesa todo el film y que tiende a que pensemos el contraste de dos realidades geográficas distantes y de posibilidades económicas disímiles, mostrada fundamentalmente a partir de los espacios, que hablan por sí mismos, y de los rituales que se recogen en cada experiencia. El director opera con inteligencia cuando opta por no subrayar dicho contraste con signos obvios en las nenas protagonistas y en los padres (apenas parecen; esta es una película de niños). Eso ya implica un punto de vista más que suficiente dado que la tesis no se come todo el potencial que los chicos tienen (desde su inocencia pero también desde su pequeña y cariñosa “monstruosidad”) y entonces el material registrado favorece un acercamiento que disimula su lógica intrusión y hace honor a la gracia y fotogenia de “esos locos bajitos” como diría Serrat.

Como inmediata consecuencia, se vislumbra la atención que pone De la Serna en los aspectos humanos de las criaturas que observa, un rasgo que puede apreciarse también en films anteriores (El ambulante, Reconstruyendo a Cyrano) y podría decirse que es un imperativo estético cuyos fundamentos no son el embellecimiento gratuito ni la pose calculada. Por el contrario, siempre se respira un aire artesanal en estos documentales donde se destaca la creatividad de los personajes. En este caso, la misma inocencia que refiere el título es la conciencia ingenua ante realidades difíciles (familiares y económicas) fusionada con las ocurrencias verbales y vitales de niños que imitan, reproducen discursos pero al mismo tiempo se muestran como motores en potencia para generar situaciones de toda índole, siempre en ese oxímoron de candidez y maldad que manifiestan actos y palabras. En este sentido, el notable trabajo de montaje recorta personajes e historias, algunas de ellas desopilantes. La cámara puesta en términos generales a la altura de los chicos es una compinche que se mueve frenéticamente al lado de ellos y una compañera más capaz de mirar con extrañamiento a las docentes a cargo. Tal es el grado de acercamiento que, en oportunidades, el sonido ambiente obstruye los diálogos. Lo que a priori puede pensarse como un desperfecto es en realidad la voluntad manifiesta por conservar la naturalidad de la situación para resguardarla de gestos artificiales. Y si la presencia de la cámara es siempre un condicionante para quien está en frente, la habilidad del director estará en su capacidad para disimularlo y captar esos momentos únicos en pantalla. La inocencia los tiene cuando muestra los rostros de los chicos mirando una película, o se detiene en los pequeños relatos centrados en un gordito cuyo sentimiento trágico de la vida no tiene nada que envidiarle Unamuno, o en los juegos, tanto en el patio de un recreo como en los misteriosos paisajes abiertos de Jachal, entre otros diseminados en medio del movimiento y el bullicio.

Los marcadores temporales establecen la continuidad a medida que los meses transcurren. El cine, que todo lo puede con respecto al tiempo, comprime un año en poco menos de una hora y media y, sin embargo, parece que hubiera transcurrido una vida. Las últimas imágenes de las niñas dicen algo importante: la humanidad en pantalla ante todo.

Tan fuerte y tan cerca (Extremely Loud and Incredibly Close), Estados Unidos/2011). Dirección: Stephen Daldry

Todos gritan en la última película de Stephen Daldry (Billy ElliotLas horas y The Reader) y sobre todo su insufrible niño protagonista, Oskar Schell (Thomas Horn), quien no escatima tiempo en torturar por más de dos horas al espectador con lamentos constantes, teorías ingeniosas, deducciones y explicaciones de todo tipo, además de relatos acelerados, producto de los recurrentes ataques de histeria narrativa. Ya se sabe que al mainstream hollywoodense de turno le encantan “los síndromes de tal o de cual” como excusa para despertar las emociones fáciles, sin embargo aquí ni eso se logra porque el carácter insoportable del pequeño héroe, con pandereta incluida, genera más rechazo que empatía.

Una voz en off (que será dominante en el relato) nos introduce en la historia, de guión básico: un chico pierde a su padre (Tom Hanks) en las torres gemelas e intenta recuperarlo con diversos objetos y de una investigación a partir de una llave que encuentra y que supuestamente conduce a alguna cerradura salvadora. Como se puede ver, están todos los elementos dignos de esta clase de productos: patología x + intriga+ muerte de ser querido. No obstante, el signo más molesto se advierte en la abundancia verbal explicativa sobre lo que estamos viendo, lo que evidencia, una vez más, el desprecio hacia las imágenes, herramientas del cine, y la modelización de un espectador al que hay que someterlo por más de dos horas al universo seguro de la interpretación unívoca. De este modo, Oskar nos dirá todo lo que hace mientras observamos sus acciones. Un ejemplo burdo de obviedad se da en la siguiente escena. El pequeño genio viaja en subte con el abuelo (Max von Sydow), quien ha perdido la facultad del habla (en el único gesto amigable del director), al cual le cuenta cómo jugaban con su padre a los oxímorons (figura retórica que consiste en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión); luego de ofrecernos varios ejemplos (para que nos quede bien claro) a base de flashbacks fugaces, la omnipotente voz en off vuelve y nos da el broche de oro explicativo para referirse al abuelo y enseñarnos (no vaya a ser que estemos desatentos) que ahora es el único ser con el cual el niño puede tener un lazo afectivo: “el mudo que habla”.

La frecuente verborragia es reforzada con abuso de cámara lenta y encuadres perfectos del héroe sufriente, que remiten a una estética clipera, con música ambiente continua para acentuar el pulso emocional. El recurso del sufrimiento encuadrado no es suficiente para Daldry e introduce, en su desconfianza para construir solamente atmósferas, una intriga absurda en medio de una estructura que se pretende fragmentada y confusa cuando en realidad no deja nada al azar. Para colmo, hacia el final, podremos encontrar una pacata escenificación simbólica de red social y, por supuesto, los mecanismos afectivos reparadores infaltables.

En definitiva, este filme, candidato a la estatuilla, es esa clase de películas que posan y coquetean con ser diferentes pero que se mueren en una serie de convencionalismos.

Primero, enero Dirección: Darío Mascambroni           (Argentina, 2016)

La mirada interior. ¿La mirada interior sin la histeria capitalina? Tal vez. Una de las certezas del cine argentino actual es que gran parte de las películas más estimulantes vienen de otros pagos. Primero, enero puede pasar desapercibida o ser encorsetada dentro de esa dudosa categoría crítica llamada film menor. Que utilice un tono intimista, que apueste a una cierta dimensión del espacio para suplir las grandes hazañas narrativas la hace compleja y sumamente disfrutable.

Un auto. Un tango. Padre e hijo. Estos pocos elementos abren la película de Mascambroni. La cámara adentro del móvil es un pasajero más. El niño habla de mitos griegos. Es el punto de partida para actualizar el viaje de Odiseo salvo que han cambiado los lugares y los protagonistas de la gesta antigua para llevarnos a la travesía de Jorge, recientemente divorciado, quien visita por última vez la casa donde han vivido.

Si el cine es un lugar de búsqueda, cada plano de este modesto film será una forma de mirar el trayecto que padre e hijo realizan, de explorar un vínculo sagrado. Si el registro empleado invita a ingresar por la vía de lo afectivo esto no implica el regodeo; todo lo contrario: la película está filmada y musicalizada con sensibilidad, pero sobre todo con justeza. Los obstáculos son la condición misma de existencia en todo viaje y aquí están puestos en los momentos apropiados. Son apenas perceptibles pero no por ello menos dramáticos pues involucran el aprendizaje del niño protagonista Valentino. Un pequeño acontecimiento marcará un quiebre y el fin de la inocencia. A partir de allí, las imágenes se oscurecerán.

Lejos de la neurosis urbana, hay una vindicación de la naturaleza en tanto objeto de escucha y de observación permanente mientras la cámara sigue el periplo de los personajes. Nunca los enfrenta, los acompaña. La modestia de Primero, enero es un valor en sí mismo. De allí su enorme virtud. Lo que resta es siempre un desafío: que los medios y los aparatos de producción puedan darle el empujón necesario a esta clase de películas para que trasciendan la barrera de los festivales y puedan ser vistas por muchas personas.

Un camino a casa (Lion)  Dirección: Garth Davis    Australia, 2016

Hay una sentencia que pega fuerte entre los comentarios cinéfilos y que involucra también a ciertos géneros: es más fácil hacer llorar que reír. Si uno se atiene al derrotero que propone la película de Garth Davis, es difícil no involucrarse y entregarse al juego de las lágrimas que su historia (por otra parte, verídica) propone. Y no hay por qué sentirse culpable. Sin embargo, se puede ir más lejos, tomar la distancia necesaria (que se borra durante la proyección) y atender a ciertos mecanismos que, en todo caso, incitan a que el recuerdo se disipe rápidamente. Y no hay que ser masoquista para ello; solo atender a cómo opera la industria en los relatos que construye.

El protagonista es Saroo, un niño que se pierde en un lugar en la India y luego es adoptado por una familia australiana. El film se divide en dos partes y en la primera desarrolla el riesgoso itinerario que afronta el chiquito extraviado con todos los recursos posibles para explotar la fotogenia de su rostro y, al mismo tiempo, transferir su dolor al espectador. Uno de los equívocos más grandes en el análisis es pensar que existe una ligazón de esta media hora inicial con el registro documental de las películas neorrealistas de posguerra, como algunos dejaron entrever. La estética de Davis adopta un modo de representación más publicitario que otra cosa, más cerca de la decoración occidental que del acercamiento estético a una realidad que le es ajena. El marco, terrible por naturaleza, que atraviesa el niño es el de un Oliver Twist edulcorado por ralentis y espejos de colores. Y esto dista del neorrealismo. Como dijera Daney, “Rossellini también daba golpes bajos y era cruel”, pero esa crueldad se aceptaba porque era la que se oponía al lado académico y al sentimentalismo forzado. Toda la secuencia del extravío es durísima por las emociones que involucra y por tratarse de un niño fundamentalmente. No está en cuestión el tema sino su tratamiento. Vuelvo a Daney: “la postal bien pensante de la belleza consensual”. El dolor es una cosa; fotografiar la pobreza con photoshop es otra.

Veinticinco años después la acción se traslada a Australia y ahora estamos como en casa. Cambian los colores. Familia reconocible y héroe más afín con nuestros parámetros narrativos. El drama encuentra su cauce: la búsqueda de la madre y del hermano es un fantasma que persigue al protagonista fagocitando su cómoda vida burguesa y todo conduce a terreno seguro para derramar lágrimas sin culpa, apegados a la melodía dulzona y al dolor que nos transfiere la situación. Lateralmente se dirimen algunas cuestiones interesantes tales como la búsqueda de identidad en los tiempos que corren y la dificultad de lo que implica una adopción por parte de familias ricas (como si fueran muñequitos exóticos los niños que vienen de otros lados, una pose reconocible en el mundo del espectáculo de alto voltaje). Sin embargo, quedan en un segundo plano ante la manía por el regodeo sentimental. En esta parte los invitados de lujo serán los golpes bajos, como si nos chantaran un “si querés llorar, llorá” sin ningún pudor. Y si el cine, entre tantas otras cosas, es un refugio catártico, bienvenido sea entonces para los que deseen participar del juego. Los cálculos sirven también para triunfar.

Estiu 1993

Se podría pensar en qué difícil es filmar el rostro de un niño en el cine español luego de haber visto a Ana Torrent con Erice en El espíritu de la colmena  (lo mismo ocurre con Favio y Crónica de un niño solo en nuestro país). Sin embargo, Simón se atreve valientemente al desafío y ofrece un sincero, legítimo y conmovedor retrato de la tristeza desde la veraniega mirada melancólica de una niña increíble. No hay grandes relatos; sí dos o tres momentos hermosos que valen la película. La historia encierra un drama, sin embargo esto no implica que la directora lo explote continuamente ni que exacerbe situaciones que conduzcan al llanto fácil. No sólo tiene en claro que trabaja con niñas y que hay una corriente miserabilista capaz de sacudir a la butaca con mensajes sensibleros, además, sabe que hay allí un potencial de belleza fotogénica. Por ello se consagra a capturar momentos, lapsos de tiempos muertos, donde el rostro de Frida (la niña de seis años que afronta como puede la pérdida de su madre con su nueva familia adoptiva ese verano que reza el título) escribe en pantalla el dolor contenido con la gracia que sólo el cine puede ofrecer cuando hay alguien sensible detrás de cámara. Y como la mirada es la una pequeña según el período estival que le toca vivir, vemos con ella el mundo de los adultos desde los bordes, espiando a través de las puertas, escuchando en las cercanías de conversaciones, golpeando las ventanas para llamar la atención por su condición de extranjera en un hogar que le imponen con bondad y amor. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de films festivaleros) dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida. Nada es fácil para nadie. Los padres ven sacudida su estructura de vida rural con los juegos, las preguntas y la lógica inestabilidad emocional de la niña, breves instantes de tensión que son apaciguados luego sin chantaje. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de filmes que podemos encontrar en festivales) dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida, ese viaje sinuoso en el que, como dice la canción, “la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Y es un despertar para nosotros porque ya no sabremos qué le depara el futuro a Frida y si la balanza se inclinará para el lado de la alegría o de la desazón.

Cuando todo parece conducir a un camino reparador, hay un brote de genuina tristeza que conmueve, el último eslabón de una cadena de logros de Estiu 1993.

De tal padre, tal hijo (Like Father, Like Son / Soshite chichi ni naru, Japón/2013) Dirección : Hirokazu Kore-eda

La película de Kore-eda tiene un gancho narrativo eficaz: una pareja se entera de que su pequeño hijo llamado Keita no es tal y que ha sido intercambiado al nacer. Esto provoca una consecuencia inmediata: buscar a la otra familia en cuestión, la cual ha criado a Ryusei, su verdadero hijo. Quienes median son burócratas que tratan de resolver legalmente la cuestión e intentan que el intercambio se haga en forma urgente. El quiebre en la historia genera esa clase de interrogantes que todo espectador no siempre tiene ganas de hacer, dada la naturaleza del problema. Lo cierto es que con estos mismos elementos se han visto varios ejemplos sobreactuados y falsamente dramáticos. Afortunadamente, el director japonés elige el camino contrario y, pese a cierto esquematismo en la construcción de los personajes, su clasicismo y sensibilidad para desarrollar la trama aumentan las expectativas a medida que avanza el film.

Con movimientos reposados de cámara, los meses transcurren pero las acciones no se acumulan. Son las elipsis las que dominan el relato y en todo caso, el foco está puesto en cómo afecta la situación la estructura de cada familia. Una, signada por el individualismo, la incomunicación y la adicción al trabajo; la otra, de espíritu comunitario, más jovial y alegre en sus movimientos. Uno de los méritos de Kore-eda es evitar el golpe bajo y depositar la mirada sobre los adultos. Los niños participan como pueden de las decisiones de los padres y  los personajes femeninos, más centrados en sus elecciones, se destacan casi imperceptiblemente.

De todos modos, lo más interesante hay que buscarlo en los detalles familiares. De tal padre, tal hijo guarda detrás de su telón el conjunto de sensaciones que despierta la paternidad. No hay elucubraciones filosóficas ni teorías morales, en todo caso, parece decir el director, se reacciona como se puede o bien se aprende haciendo el camino.

Esto es algo que excede a la sangre. Y siempre habrá algún golpe para crecer a pesar de que ningún resultado positivo esté garantizado. Si la incertidumbre reina, baste ver el último plano. Pero antes, la secuencia final con Nonomiya siguiendo al pequeño Keita es hermosa y condensa, como las grandes escenas, los núcleos dramáticos de la historia. Son de esos momentos movilizadores que el cine en cuanto arte puede transmitir a través de la pantalla y que nunca se olvidan.

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