Latinarab. Festival Internacional de Cine Latino Árabe. Competencia de Cortometrajes Latinoamericanos

El Festival Internacional de Cine Latino Árabe se desarrolló del lunes 19 al lunes 26 de octubre de 2020 de manera online. Atravesando la pandemia y el aislamiento, se lanzó una edición especial donde la programación oficial pudo visualizarse enteramente y de manera gratuita por OCTUBRE.TV. Una de las secciones incluyó una serie de cortometrajes latinoamericanos sobre los cuales surgen las siguientes notas.

Decía Tarkovski que los niños nos conectaban con lo trascendente. Baile (Cíntia Domit Bitar, 2019), Kirirí (Miguel Ángel Agüero, 2018) y La isla visible (Leandro Koch, 2020) tienen como protagonistas a niñas. Tres historias, tres registros parecidos, pero circunstancias diferentes. También, tres formas de caer en el absurdo mundo de los adultos, y de perder la inocencia. En la película de Koch, Nina es extrovertida y la relación con su padre actor da cuenta de un vínculo que, si bien fluye naturalmente, deja fuera de campo el resto de un iceberg determinante para el presente. Gestos, silencios, actos sutiles, parecen decir más del nexo que lo pueda verbalizarse. En todo caso, los conflictos están, pero no es necesario gritarlos. Miguel Ángel Agüero en Kiriri demuestra tener conciencia de ello, a través de la contemplación de una abuela y su nieta en plena dictadura militar, mientras la calma y la angustia contenida envuelven la vida campesina en el interior de Paraguay. Hay una tensión creciente en el desarrollo de una trama que avanza y deja entrever una tormenta. No obstante, algunas decisiones arruinan un trabajo diletante y efectivo emocionalmente. Agüero utiliza el mecanismo de la espera en cada plano para dar lugar a la exploración de la mirada y logra momentos increíbles. Pero, acuciado acaso por subrayar innecesariamente el discurso, se ve en el imperativo de construir una secuencia final con una sucesión de imágenes groseras, como si no pudiéramos darnos cuenta de las violaciones y los crímenes perpretados por la dictadura más allá de esa obscenidad. La memoria no se construye solo con golpes de efecto. Lejos de ello, el tercer cortometraje protagonizado por una niña, Baile, elige un camino distinto.
Andrea, vive con su mamá que se dedica a tomar fotos para documentos de identidad y su bisabuela con Alzheimer. Los remedios ya no son bonificados por el estado bolsonarista (con una ida a la farmacia ya se da cuenta de ello). Frente a la adversidad y al dolor, la realizadora elige apostar a la humanidad de la pequeña, a consagrar su gracia en la pantalla y a mostrar de qué modo erige su propio universo para enfrentar la crisis y ayudar a su madre.

Shendy Wu: un diario (Ingrid Pokropek, 2019) también nos habla de una niña, pero ya crecida, y de la escritura de un diario para evocar infancias. Dos lugares (Beijing y Bs.As.) atravesados por dos tiempos, dos mujeres amigas y una distancia que intenta remediarse a través del lenguaje. Al mismo tiempo, una identidad que se construye en esos cuadernos y a través de la imagen fílmica. ¿Qué ha quedado de esa relación? Restos de memoria.

De identidades y vínculos también da cuenta Héctor (Victoria Giesen Carvajal, 2019). En una pequeña caleta pesquera, donde todos murmullan historias sobre el diablo, El Turco intentará descifrar la fuerte atracción que siente hacia una misteriosa joven de aspecto masculino que dice llamarse Héctor. Lejos de adoptar un registro consecuente con tramas empaquetadas, la directora apuesta por esceneficar ese misterio como si se tratara de un trance hipnótico, un limbo entre el sueño y la vigilia. Y el resultado es más que convincente.

En un tono netamente observacional y utilizando el refugio estético como lugar seguro aparece Our song to war (Juanita Onzaga, 2018) para dar cuenta de lo político. En el pueblo colombiano de Bojayá, en 2002, la guerrilla de las FARC dejó una masacre y el pueblo asoma como un lugar misterioso donde la gente canta mientras guía a los espíritus a través de un místico río. Este ritual de muerte, Novenario, es para asegurar que los espíritus enojados de los muertos no regresen – una reconciliación entre el mundo de los vivos y las almas perdidas que vagaron por el paisaje colombiano durante 50 años de guerra. La película parece dar cuenta de una necesidad: transformar los recuerdos de la guerra en historias más vinculadas con el realismo mágico. La decisión es tan arriesgada como discutible.

A la hora de buscar desenfado y una libertad más cercana al juego, los dos cortos argentinos se ofrecen sin pudor. Un ejemplo es El brazo del Whatsapp del talentoso y joven realizador Martín Farina. En una mirada superficial se reconoce una discusión o una prolongación de un estereotipo de conversación masculina con todos los clisés machistas y políticos que afloran en una sobremesa después de un asado. Sin embargo no es el tema ni el argumento lo que se destaca. Farina construye una especie de caligrama donde el montaje (notable) y la fluidez dibujan progresivamente ese brazo del que habla el título, una sucesión de intervenciones verbales que se van encastrando a un ritmo justo y preciso, producto del pulso narrativo de un director que depura cada vez mejor sus métodos de observación. El otro, verdaderamente sorprendente ( con premio incluido) es Cairo Affair de Mauro Andrizzi, un cineasta que parece un outsider dentro del panorama actual en la Argentina, una especie de viajante perpetuo que filma con una libertad capaz de eludir el imperativo de tantas ficciones arrastradas por la abulia de la ciudad. Cada uno de sus proyectos genera un saludable desconcierto y se planta con espíritu fronterizo para dar rienda suelta a narraciones donde no parece haber límites. En este caso hay tres historias cuya matriz tal vez sea autobiográfica, sin embargo, lo importante no radica en eso sino en la misma productividad fílmica que puede generar la experiencia misma del viaje, en este caso, por Medio Oriente. Como si se tratara de un juego borgeano, Andrizzi postula una realidad autónoma donde las imágenes documentales establecen el puente a la imaginación, a la gravitación de la ficción verbal marcada por los subtítulos e intertítulos que tejen tramas como si surgieran de Las mil y una noches. Se trata de una disociación interesante: mientras se registra con calma un espacio cotidiano (una calle, un hotel, la fachada de un edificio) las historias avanzan compulsivamente, desde supuestos espías a tiburones que amenazan la integridad de turistas, pasando por biografías inventadas (?), con los protagonistas casi siempre fuera del campo visual. De este modo, una imagen documental se resignifica y es absorbida por la ficción para ser transportada a otra dimensión. Un pájaro puede ser observado en el borde de una construcción y de repente transformarse en Los pájaros de Hitchcock, o los tiburones del segundo relato fundirse en el Tiburón de Spielberg, el más importante de la historia, en el cine como en la vida. Se sabe: nunca más una playa fue igual después de Tiburón. ¿Ficciones paranoicas? Sí. Todas surgen de cierto sentimiento de persecución que impregna los relatos. Y es ese mismo sentimiento el que potencia la posibilidad de la narración infinita, una especie de máquina que entra en funcionamiento sin horizonte de llegada. Una vez más (al igual que en sus trabajos anteriores), Andrizzi confía en el cine como narración desenfrenada, libre, cuyo motor esencial de significación es el montaje y el mundo, una gran película.

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