Tengo miedo torero, de Rodrigo Sepúlveda (2020)

Si hay algo que expresa la literatura de Pedro Lemebel (autor de la novela que adapta Rodrigo Sepúlveda Urzúa) es la positividad y la fuerza de las locas, las maricas, que redoblan la apuesta frente a la opresión y al sufrimiento en plena dictadura pinochetista o en los albores de una democracia atravesada por los fantasmas autoritarios. La respuesta es fiesta, baile, boleros, solidaridad y camaradería. La verdadera revolución, más allá de las armas, está en el amor y en la posibilidad de sacudir las estructuras de pensamiento retrógrado. La primera escena nos muestra esa especie de cofradía en acción: música, colores, performances, que pronto son desterrados por la irrupción de militares. Y en la represión, Carlos (Alfredo Castro), la loca travesti y vieja, que parece estar en el medio siempre. Mientras matan a una amiga, ella está en el baño. Sale corriendo y es salvada en la calle por un joven (Leandro Ortizgris). Más adelante, sabremos que pertenece al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que está preparando un atentado contra Pinochet.

Un punto fuerte de la película es el modo en que recrea el universo personal y espacial de la loca, recuperando una tradición de imágenes consagradas al fetichismo y una serie de canciones desgarradas de amor. Cada gesto, cada acto de la protagonista es una performance, un horizonte de fuga ilimitado que incluye bailes, divas y colores, muchos colores. Mientras su casa permanece amenazada por las grietas que ha provocado un terremoto, la fantasía es la coraza que se defiende con pasión. Pero claro, está el resto del mundo. Y ella en el medio. Por un lado, borda para la mujer de un militar; por el otro, le ofrece su casa al joven para que guarde unas cajas con libros y armas. Mientras la realidad política golpea, los sueños y la amistad con las otras locas son lo que la mantiene viva, pobre, pero digna. Al igual que sucediera con El beso de la mujer araña de Manuel Puig (con la cual guarda más de un rasgo en común), la rigidez del dogma y los movimientos mecánicos clandestinos del grupo que resiste chocan con la entrega de un travesti que, a través del amor, transforma la realidad y permite repensar los puntos de vista. En este sentido, el chongo guerrillero tendrá mucho que aprender al respecto. Más allá de que use a la loca para sus propósitos personales, verá afectadas sus emociones en el contacto con el otro.

No obstante, si en ese mundo cerrado al afuera, de performances, tragos, caricias y abrazos, refugio de luces y colores, se concentra gran parte de la historia, el modo en que se da cuenta del contexto representa la parte más vulnerable. Dos o tres decisiones de guion fallidas y algunas razones (supongo) comerciales, atentan contra el resultado final. La elección de un elenco internacional le resta verosimilitud a la cuestión. Un mexicano y una argentina (Julieta Zylberberg, bastante desdibujada) encabezan la resistencia chilena (¿?) y cada vez que hay que mostrar al pueblo, da la impresión de que estamos ante maquetas, un efecto de teatralización que empobrece el imaginario de la época. Por otro lado, hay que decirlo, no termina de definirse claramente el personaje del guerrillero en sus idas y vueltas.

Más allá de los desajustes y de los excesos musicales, no debe omitirse la fuerza de ciertas escenas que destacan ese sesgo positivo por vivir resistiendo en medio del desastre, del olvido y, sobre todo, a favor de la pasión amorosa. Ya lo decía Molina, la otra loca, en la novela de Puig: el bolero dice un montón de verdades. Y para dejar conforme a los eruditos, cita a Pascal: hay razones del corazón que la razón no entiende.Share this…

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