Mank (Estados Unidos – 2020), de David Fincher

El tipo de película que propone David Fincher en Mank, sobre los entretelones de la concepción de El ciudadano desde el punto de vista de uno de los involucrados (Herman J. Mankiewicz), es aquella en la que se pueden reconocer muchas entradas (como si de una enciclopedia se tratara), pero que en definitiva no prevalece ninguna. Es decir, todo queda igualado en un seductor trabajo estilístico, con algunos jueguitos formales, que no parecen conmover más allá de alguna secuencia y con el propósito de un didactismo simplón, aquel que responde a la fórmula mediante la cual se preparan situaciones para que los personajes digan nombres importantes de la historia del cine y el espectador responda “Ah, mirá vos, este es…” Pero en realidad se trata de un cazacinéfilos porque si hay algo que manifiesta Mank es una arrogancia cuyo horizonte es el desprecio por la idea del espectador. Varias escenas se encargan de hacer explícito ese gesto cuando se escuchan cosas como “las personas que se sientan en los cines, dispuestas a creerse todo” (como si fuera un pecado) o “yo no hago el terror barato de la Universal”, diatribas que se asocian a ese aire de importancia que Fincher le dota a los personajes y a la misma textura de imágenes en blanco y negro que nunca se desprenden del lastre de la actualidad. Del mismo modo, recursos tales como simular el sonido en mono con pretendido afán de verosimilitud, no impide que el efecto genere indiferencia. En este sentido, Mank cae en la misma trampa de películas como El artista (The Artist, Michel Hazanavicius, 2011) recurren a artilugios para ambientarnos en el pasado con la ilusión de las formas, pero todo conduce al presente. El resultado es una cáscara pedante, aburrida. Y el personaje mismo (sobre)interpretado por Gary Oldman es víctima de ese desprecio en su andar como borracho patético, “escribiendo mucho y apuntando bajo”.

Y dentro de este artificio vacuo, todo aquello que naturalmente tiene fuerza (Orson Welles, el cine, los géneros, Marion Davies y hasta el hijo de puta de Hearst) queda neutralizado, igualado, en un discurso rancio de monigotes parlantes, extraviados en una alternancia ridícula de flashbacks sin sustento y con la pretensión de abordar por lo menos quince historias sin lograr siquiera una, al menos en términos de intensidad dramática. Lo que queda es similar a esos manuales de secundaria donde se subrayan párrafos en negrita para que se preste atención especialmente. Porque Mank es de manual, subestima al espectador, le ofrece aquello que hoy se puede encontrar en Wikipedia, no va más allá de ello. Su vínculo con el pasado no es el de Bogdanovich o de Tarantino, sino el del maestro ciruela subido al escritorio.

Igual suerte le toca a la representación de la política. Apenas un cúmulo informativo de nombres para darnos lecciones sobre los Estados Unidos en los años 30. Resulta que la política se vinculaba con el sistema de estudios y explicaba la rebeldía de Welles y de Mankiewicz (Ah, gracias Fincher por la revelación). Upton Sinclair, Franklin D. Roosevelt, Frank Finlay Merriam, W. R. Hearst son tan importantes como Louis B. Mayer, Irving Thalberg, Marion Davies, Joseph L. Mankiewicz, John Houseman y el mismo Orson Welles. Los matices, bien gracias.

Ciento treinta minutos para reiterar una serie de lugares comunes y repetir tesis obvias tales como la crueldad de los estudios para con sus empleados, el desprecio hacia el comunismo y otros discurseos conocidos. Sin embargo, lo peor es la maniobra encubierta, políticamente correcta, de mandar la ambulancia epistemológica atrás en el tiempo para sugerirnos que Welles fue solo un colaborador en una película descomunal. Son tiempos en que los guionistas (causantes principales de las fortunas de plataformas como Netflix) deben ser reivindicados.

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