Un sueño, un relato

Todo se volvió gris

I- Recuerdo que conversábamos Martín, Nacho y yo tendidos sobre un verde césped frente a la estación de trenes. Allí elogiábamos con nostalgia varias obras de Henry Moore, mientras los vehículos pasaban desenfrenados a unos escasos metros. Por aquel entonces, las cosas sucedían vertiginosamente, a un ritmo mucho más veloz que el de hoy. En realidad, hoy es un concepto que ya no existe.

Nuestras palabras de tanto en tanto se interrumpían y automáticamete desplazábamos las miradas hacia la pantalla que registraba las salidas de las  enormes máquinas. Eran momentos de verdadero estupor, como si una llamada ritual nos obligara a repetir eternamente el mismo movimiento. Yo disfrutaba del encantamiento que provocaba el ruido combinado con imágenes amenazadoras en mis compañeros. Sus ojos delataban una realidad única e impostergable. Nada interrumpía la sagrada contemplación de esa pequeña parte de un mundo que nos desbordaba. Cuando la gigante máquina se presentaba en escena, un caos de sonidos y colores hipnotizaba los rostros y a veces hasta algunas lágrimas corrían sin destino fijo. Como era mi costumbre, los abandonaba en la mitad del espectáculo lumínico y me dirigía por caminos variados que me transportaban hacia lugares pertenecientes a un pasado difuso y remoto de mi vida. Cada uno de nosotros jugaba con esta posibilidad según el estado de ánimo. De pronto, podíamos tomar determinada ruta y nos encontrábamos en alguna instancia arcaica de nuestra infancia para completar aquellos espacios vacíos que el tiempo había desmantelado. No sé por qué ese día escogí el rumbo que me llevaría a lo de Fernando y al viejo barrio de piedra. Los viejos olores retornaron al instante, las miradas perdidas de los transeúntes eran las de siempre y a lo lejos pude ver, a pesar de la neblina, dos formas animadas como destellos fílmicos, con las mismas sonrisas patéticas de los grandes espectros cinematográficos. A medida que me acercaba, una cómplice nitidez  ocupaba el centro de la escena y entonces Fernando y su madre, parados en la amarillenta puerta de la calle Matheu, me reconocieron. Jamás podría recordar lo que hablamos y si realmente llegamos a hacerlo. Lo verdaderamente importante fue el impacto que produjo en mi cuerpo la suave brisa del  atardecer nublado, el enorme campo donde nos perdíamos frecuentemente, agobiados por la inmensidad, y que ahora se incrustaba en mis ojos. Las palabras se sucedían ilegibles, perdidas en la lejanía de un acto ya realizado pero que no volvía a ser igual. Las reglas del juego con el tiempo así lo estipulaban. No había sonidos, sólo imágenes.

Promediaba la hora de la noche y una notable luna llena se perfilaba como protagonista, inmutable y serena con su habitual encantamiento. Mientras intercambiaba opiniones con Fernando y su madre, veía unas cuantas personas dirigiendo sus miradas hacia el cielo. No eran simples miradas, por el contrario, estaban a la expectativa de algo, como esperando alguna señal que rompiera con la monotonía del lugar. Yo sabía que tenía que regresar. Sentía el rumor en el cuerpo que anunciaba el final de la experiencia como en las anteriores oportunidades. Por este motivo, me preparé para afrontar  una cálida despedida, sabiendo que el juego no permitía retornar dos veces al mismo lugar. El creador, sabiamente inspirado por las máximas del viejo Heráclito, lo había dispuesto de esta manera. Sin duda, los retornos nunca son como los esperamos. Los lugares se transforman en débiles sombras, frágiles láminas que se rompen con la desilusión. De todas maneras, no me quejaba y esperaba a que la madre de Fernando volviera del interior de la casa para despedirme. Curiosamente, las personas continuaban con sus cabezas inclinadas  hacia el cielo. Nadie atinaba a

moverse, a interrumpir la magia momentánea de esos rostros hechizados por la esbelta figura luminosa. A decir verdad, yo también participaba unos segundos del tranquilo acontecer  y caía preso de un entumecimiento difícil de explicar.

Debía regresar. Era necesario. Sabía en medio de esa atmósfera difusa que los minutos comenzaban a ser los indicadores letales de un tiempo extremadamente finito, por lo tanto mi intrepidez  llegaba a límites insospechados para cualquier participante. Y la madre de Fernando no venía, y esas personas continuaban impávidas ante el relato metafísico que les imponía la luna. La posición de sus húmedos cuerpos no variaba en lo más mínimo. Presas de un estatismo espantoso, encerrados en un mundo propio, no parecían advertir mi presencia. Mientras tanto, el juego agonizaba. Sin embargo, mi preocupación se interrumpió intempestivamente ante una fantasmal visión, seguida de un caos de imágenes que se sucedían como flashes, cortes fatales que alteraban mis  ojos, a esta altura, dos láminas sensibles y casi irreparables. Nunca podré precisar el lapso transcurrido ni determinar con palabras la intensidad del fenómeno. Todo me excede, todo se conserva en fragmentos. Lo que puedo rescatar de mi memoria es sólo una parte; la realidad siempre será mucho más despiadada. Las palabras salvan algunos vestigios que sobreviven como una débil embarcación en medio de un océano. Fluyen y esbozan lo más intenso: una marca endeble, una placa fotográfica que jamás se percibe completamente pero que se siente en las entrañas y pide una y mil veces salir a gritos, entonces uno vomita eso como puede.

Cuando la enferma claridad del atardecer nublado retornó junto con la brisa inextinguible, yo seguía de pie frente a la puerta amarillenta, pero Fernando ya no estaba y  tampoco su madre. Los eternos observadores de la luna habían desaparecido y sus lugares eran ocupados por un cruel y desierto asfalto. Me encontraba absolutamente solo. El viejo barrio se debatía en una soledad exorcizante y esto simulaba ser el verdadero fin de los tiempos, la pesadilla latente en mi existencia: el hecho de no morir, de no desaparecer, sino de quedar solo ante el silencio y la inercia del resto de un mundo apagado para siempre. El castigo por no retornar era sin duda escabroso. Pese a ello, mantenía una leve esperanza. Podía oler en el ambiente un cierto aire de salvación, una segunda oportunidad concedida a pesar de la omnipotencia del creador. Deseaba enormemente regresar a mi escena de origen. En medio de estas cavilaciones monótonas, un ruido ensordecedor atravesó mi existencia y pude ver posteriormente cómo la luna, hasta ese momento tan inmutable y perfecta se desdoblaba. Sí, procreaba su doble, una imagen nítida, una réplica sorprendente. Inmóvil y fascinado veía el fenómeno, sumergido en  un estupor apocalíptico y siniestro. La luna se caía ante mis ojos (o mejor dicho, el doble de la luna), ante mi herética presencia. El espejo descendía lenta y pausadamente. Por momentos detenía su inexorable marcha. Luego avanzaba como un reflejo extraviado en la inmensidad del firmamento mientras su original permanecía a la manera de un telón de fondo. Mis ojos no podían apartarse de la imagen y por supuesto seguían el trayecto de la misma. También especulaba sobre las posibilidades de mi destino, sin darme cuenta que ya lo tenía entre mis manos.

Poco a poco, fui reconociendo  que la meta sería el campo. En efecto, la caída tendría lugar justo en frente de mí. Como único espectador privilegiado de la escena y arrebatado por un impulso de estupidez lógica, me sentí con derecho a pensar en lo que podría suceder cuando se produjera el aterrizaje de ese destello. En esos postreros instantes de irónica calma, una parálisis aguda funcionaba a la perfección en mi cuerpo, lo que implicaba una sensibilidad estimulada al máximo, propia de cualquier situación límite. La caída era inminente y me preguntaba inconscientemente qué había sido de Nacho, Martín, Fernando, su madre y los fanáticos observadores de la luna. En definitiva, qué había sido de mí, quién era yo en esta instancia previa llena de incertidumbre. Aún no lo sé.

El campo esperaba; yo esperaba. El doble de la luna finalmente cayó. El hecho se consumaba con una leve y extraña explosión seguida de ecos débiles, lejanos. A pesar de la cercanía del escenario, todo se producía para mí a una distancia incalculable. La luna original conservaba allí arriba su hermoso semblante y todavía no era de noche, puesto que el atardecer parecía eterno. Lo peor sobrevino después, cargado de un tremendo patetismo: desde el lugar exacto donde había caído el reflejo comenzó a brotar un mar de lava. Primero cubrió la textura del campo; luego las calles y más tarde, con brotes que se extendían hacia los extremos posibles, el barrio entero, hasta que todo se volvió gris. Sí, gris. Un gris de ausencia, de vacío y soledad. Un gris como el de los sueños, o un gris como aquellos sentimientos de angustia, de postergación, de deseo incompleto como este relato que se vuelve gris en su insuficiencia por querer abarcar el contenido profundo de una escena hoy arcaica. Todo se volvió gris. Las cosas se tornaron gris y cedieron su palidez innata en ese universo lúdico al que había llegado por un capricho del azar. Sin embargo, existían leyes no cumplidas y ahora se pagaban las consecuencias. Junto con algunos escépticos, jamás no dimos cuenta de que el azar podía ser compatible con un creador  y que éste lo manejaba según sus designios.

Miraba estupefacto la puerta que se presentaba irreconocible, sufría por un campo lleno de cenizas y envidiaba la despreocupada luna orgullosa que continuaba encerrada en un misterio impenetrable. Ella era la única que no tenía el sufrido color gris. Más allá de este signo, el panorama comenzaba a dar indicios de una monotonía irreparable, donde las cosas perdían su identidad (si es que realmente la habían tenido alguna vez) y el perfecto dominio del color gris comenzaba un reinado eterno.

Aprisionado en mis cavilaciones y contagiado por la inmutabilidad de la luna, decidí correr hacia mi antiguo departamento ubicado a dos cuadras del lugar con la opaca esperanza de poder hallar algún refugio de colores diferentes. Comencé a moverme con una especie de desesperación contenida, a pesar de que mis emociones se mezclaban en forma constante. Pude convencerme a través de mis movimientos de que no se trataba, desafortunadamente, de un sueño. Por aquel entonces, todos soñábamos mucho para escaparnos de la vorágine de acontecimientos que acuciaba nuestras existencias. En uno de los sueños justamente descubrimos el juego. Yo lo descubrí. Recuerdo aún los sonidos de una voz distante que me comunicaba las instrucciones y la agradable sensación al despertar. Todo cambió para nosotros a partir de ese designio. Pero lamentablemente no se trataba de un sueño puesto que podía desplazarme con total normalidad y mis pies no quedaban inmovilizados en un pantano de brea como tantas veces había ocurrido. No. Corría armoniosamente y no volaba quemando enormes distancias con una cosquilla en el estómago. A medida que avanzaba, contemplaba los viejos comercios ahora grises, los postes de luz, las fachadas de los departamentos vecinos y mi propio cuerpo. Todo se había vuelto gris.                                                  

Cuando llegué a la puerta de entrada a mi vivienda, una sensación de pánico me inmovilizó nuevamente. Mis ojos estaban húmedos ante la espectral imagen de ese refugio y un torbellino de recuerdos pasó por mi mente con una fugacidad inconcebible a la manera de una película a toda velocidad, pero con el agravante de que no era en colores. Esto significaba que ahora mis pensamientos también poseían un patético color gris. Mi existencia se limitaba al gris.

II-

Hablar sobre el tiempo que transcurrió durante mi estadía estupefacta ante la vieja puerta de la casa es una ilusión. Las precisiones cronológicas forman parte de una empresa utópica porque el tiempo había muerto, se había perdido desde hacía un lapso que podría comprender minutos o siglos. La velocidad de los acontecimientos- me da la sensación, ahora que logro detenerme y razonar con cierta resignación- aniquilaba día a día nuestra identidad. La velocidad producía indiferencia y todos marchábamos al unísono hacia adelante, rodeados de máquinas e ilusiones descartables.

Los días ya no eran días, los años se convertían en instantes. Sólo ahora, en medio de una soledad agobiante y del otro lado, me doy cuenta de la lógica del juego, de su momento de aparición y la necesidad de colocar un freno al tiempo. Tal vez haya sido una forma de mesianismo contemporáneo.

Afuera, inmóvil frente a la puerta, sentí la brisa de la nostalgia en mi rostro fugaz y el tiempo se volvió inestable. Cuando salí de ese nuevo exorcismo, abrí la puerta y entré. Las cosas estaban en el mismo lugar  : una gastada bicicleta, un modular gigante, aparatos eléctricos y antiguas persianas de material oxidado. Todo parecía un museo de reliquias. Sin embargo, el color gris inundaba sus formas devorando los matices originales  El pequeño mundo hogareño se perdía en un océano de tonalidades  y las cosas se fusionaban en una misma realidad gris. Recorrí el lugar con decepción y tristeza. Todo permanecía congelado, como si estuviera frente a una fotografía. Cada objeto se conservaba inmutable y fuera de tiempo. Jamás podría precisar el lapso transcurrido hasta que percibí modificación alguna en ese entorno solitario. La pesada monotonía es incalculable porque no hay nada que contar o medir, simplemente uno se consume en la nada y el silencio de las imágenes se transforma en un tortuoso telón de fondo. Allí estuve y allí aún estoy, pero con una leve variación que trataré de explicar mediante palabras que se  escapan al igual que mi existencia. No podría precisar en qué momento asomé la cabeza por la oxidada ventana del primer dormitorio,

pero aún conservo los olores de esa patética visión: el color gris se propagaba como una nube de humo y el exterior quedaba reducido a la nada. Sí, la nada. A la manera de una inmensa pared que abarca todo, más allá del recinto interior en el que todavía hoy me encuentro, la totalidad del espacio se moría en la monotonía del vacío, del gris. Así pasó el tiempo, si es que el tiempo verdaderamente pasó. No puedo distinguir el límite entre dimensiones diferentes, no tengo certeza de haber descubierto un nuevo orden de existencia. No sé nada. Al menos intuyo algo: el tiempo se

detuvo y el castigo consistió en una parálisis extrema del vértigo que todos en alguna época compartíamos. Lo único que queda en este letargo que flagela mis sentidos, porque el cuerpo se ha extinguido, es el testimonio que dejo en el papel, tan gris como las palabras que lo adornan. Aquí, del otro lado.

elcursodelcine

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