Viaje a Italia. Algunas paradas por la industria

La mejor oferta (La migliore oferta, Italia/2013). Guión y dirección: Giuseppe Tornatore.

Es cierto que La mejor oferta repite varios de los mecanismos presentes en las películas sobre fraudes. También es cierto que su guión de relojería puede inquietar con algunos recursos obvios. Sin embargo, funciona. Tal vez, tenga que ver con el oficio del director por sostener una historia de intriga con delicadeza y buen gusto, dos signos que no suelen vender  necesariamente en el mercado de las consideraciones críticas.

Tornatore filma bien. Sus cuidadosos encuadres y la elegancia de sus planos se corresponden con la naturaleza distante del protagonista, Virgil Olman (un Geoffrey Rush, por suerte, contenido), agente de subastas y experto en obras de arte que llena su solitaria vida afectiva con rituales y  cientos de cuadros colgados con rostros de mujeres. Se sienta frente a ellos, a los cuales ha mirado incansablemente, para que le devuelvan la mirada, para que retribuyan su esfuerzo.  El afán por coleccionar se fundamenta en la acumulación, en el éxtasis del consumo (que también es un concepto aplicable a los tipos finos). Para ello, utilizará incluso a un viejo amigo (Donald Sutherland en versión tío Jesse) quien fingirá ser un comprador en las subastas. Su rutina sufrirá un sobresalto cuando reciba el llamado misterioso de una mujer que requerirá sus servicios. El problema es que sufre de agorafobia y vive encerrada en una casa palaciega (“un imperio que se cae”), digna heredera de las mansiones al estilo Sunset Boulevard y Lolita. En ese nuevo mundo que debe circundar el protagonista, la imperiosa necesidad de evitar la soledad lo llevará a resignar sus fobias para ayudar a la mujer a asumir su identidad en el exterior. Por ende, Olman reemplazará paulatinamente el universo de sus cuadros con imágenes de revistas con el propósito de conferirle materialidad a un cuerpo inerte. No obstante, sumará una obsesión más a su vida: juntar piezas sueltas que encuentra en la casa para reconstruir un autómata del siglo dieciocho. Para tal fin, cuenta con un joven confidente, una especie de cable a tierra que le pondrá sentido común a sus acciones y en quien ve reflejados sus deseos reprimidos. Es solo un eslabón dentro de una serie de correspondencias simétricas que irán apareciendo: relación vida/obra de arte, historias verdaderas/historias falsas, autenticidad/fraude, engranaje de piezas/engranaje de trama, entre otros espejos conceptuales.

Es interesante el trabajo sobre la figura de la mujer, “pálida como un grabado de Durero”,  la cual se devela progresivamente ante Olman como una pintura lo hace frente a la mirada de quien observa, o si se quiere, de la misma forma en que la intriga se resuelve ante los espectadores, delicadamente, sin torpeza ni apuro. Queda claro que el vouyerismo, presente en la película en varios pasajes, se tematiza, no como algo impuesto o forzado, sino integrado a los deseos de los personajes. Hay que espiar, parece decirnos Tornatore, pero fundamentalmente mirar bien ya que “en cada falsificación se esconde algo auténtico”.

El joven Leopardi (Il giovane favoloso, Italia, 2014) Dirección: Mario Martone

I-Hay una escena bisagra en el film de Martone. El poeta, acosado por la autoridad de su padre, reclama que lo deje salir de la vida pueblerina, entonces se escuchan los versos que suenan como gritos desesperados: “Yo odio esta vil providencia/que nos hiela, que nos ata/nos reduce a ser animales/que se preocupan solamente/de la conservación de la propia vida…” A partir de ese momento, el encierro tortuoso de los ambientes cerrados dará paso a la agitada vida urbana y culturalmente activa.

Ensayemos una paráfrasis y tomemos los versos del poeta para expresar la desazón como espectador: “cansa la providencia de los biopics/que nos hiela, nos ata/nos reduce a ser criaturas estáticas/que se preocupan solamente/ de la conservación artística de calidad…”

II-Las decisiones recurrentes de las biografías sobre artistas, si no se regodean en las miserias personales, suelen fundarse sobre dos presupuestos cómodos. El primero es que se debe ser todo lo prolijo que se puede en términos estéticos de manera tal que nada perturbe un tipo de mirada relajada. Para ello, el director colaborará (como lo hace Martone) con delicados travelling circulares, el actor triunfará con una actuación que roce lo mimético y habrá todo un equipo que garantizará la factura técnica  de la película. La belleza de las imágenes trasunta frialdad, distancia, pose, pero siempre será un buen refugio.

El otro presupuesto se basa en la ilustración. No puede haber intersticios, ambigüedades que puedan perturbar la lección iconográfica del artista en cuestión, la exposición ordenada de su vida (literaria en este caso). Entonces, el biopic se vuelve lineal, reiterativo, enciclopédico (e intrascendente).

Son pocos los momentos en los que Martone abandona estos principios condicionantes  e introduce algunos elementos distintivos. Hay por allí algún anacronismo perdido donde la figura del poeta romántico se asocia a un paradigma de héroe dark; esta impresión nace de la elección musical que acompaña esos raptos de libertad. Son pocos y son breves lamentablemente.

III-¿Qué hay detrás de los versos del poeta que atraviesan la pantalla? ¿Cómo conservar su vena poética, cómo no resignar la fuerza vital que transmiten? ¿Cómo no perder de vista la melancolía que trazan en su sonoridad? Tamaño desafío. Martone escoge acompañar las palabras con la lógica de un video musical y establece una ligazón referencial cuya elementalidad incluye a Leopardi mirando la luna, las estrellas y alguna que otra pose más asociada al espíritu romántico. Allí, donde el fundido en negro podría haber puesto en primer plano la potencia literaria de las palabras y al mismo tiempo del cine (con sus silencios visuales), como un arte que también trabaja los sonidos, las imágenes repiten las palabras, las vacían, las apagan. 

Reality (Italia-Francia/2012). Dirección: Matteo Garrone

La primera escena de la película muestra una secuencia notable. Se trata de una especie de boda temática, con pelucas y carrozas, con una puesta en escena que hace acordar a esos mamarrachos festivos donde, por ejemplo, un padre se disfraza de “la bestia” para recibir a su hija “la bella”, que cumple quince, o a los eventos con consignas: vaya por acá, levántese, baile, siéntese, juegue, y otras aberraciones imperativas. Garrone nos dice desde el principio “bienvenidos al mundo del espectáculo” en el momento culminante de la fiesta cuando una estrella del Gran Hermano italiano irrumpe y activa los deseos del protagonista, Luciano, y su familia. Son éstos los que lo incitan a presentarse a un casting por su carisma y los que luego no soportarán las consecuencias de su persistencia. El personaje se vuelve paranoico a causa de una llamada que nunca llega y transforma su mundo cotidiano a partir de esa frustración, creyendo ver señales en todos lados.

Es interesante e incómoda la mirada del director. Nunca se resigna a una visión chata que exponga el modus operandi en sí de la televisión con un ritmo frenético, sino que lo bordea para recorrer los rostros fascinados de los personajes. Es más, la misma noción de espectáculo ya se ha comido al mundo mismo, parece decirnos el ideologema que atraviesa el filme. La noción de reality abarca tanto a la sociedad napolitana como al programa de televisión en cuestión. Es bastante sintomático que el casting al que acude el protagonista sea el emblemático espacio de Cinecitta para entender que la televisión hace rato se tragó al cine; es el momento en que uno recuerda los anticipos de la hecatombe: Bellísima de Visconti, Ginger y Fred de Fellini o las lúcidas elucubraciones ensayísticas de un Pasolini, a los cuales Garrone actualiza con moderación, pero lleva hasta la consecuencia terminal de entender todo, hasta el más mínimo gesto como parte de un reality. Por ello, también le responde al De Sica de Milagro en Milán: la clase obrera ya no va al paraíso; su mayor ambición puede ser terminar en un programa de televisión. La paranoia de Luciano obedece a sentirse observado; es la misma sensación que genera un mundo gobernado por los dictámenes de las cámaras en cualquiera de sus formas.

La identificación de Luciano con el brillo y la pompa que exhala Enzo, la estrella, está hiperbolizada. Se trata de un mecanismo que acentúa el artificio conjuntamente con una estética de colores fuertes, siempre con la intención de relegar cualquier tipo de atención focalizada en lo documental. La marca socarrona de Garrone se intensifica cuando se pretende eliminar la enfermedad televisiva (como al Quijote cuando el cura y el barbero le quieren quemar los libros que lo llevaron a la locura) con el refugio eclesiástico: queda claro que no es más que la sustitución de un espectáculo por otro. La secuencia final lo confirma y la imagen que nos queda cuando la cámara asciende es tremenda: una luz persiste, la del estudio; el resto es un mundo apagado.

Tutti I Santi Giorni (Italia/2012). Dirección: Paolo Virzì.

La mayoría de los lectores conocen seguramente la clásica novela de Robert L. Stevenson a la que hace alusión el título de esta reseña. Siempre me pareció una buena imagen aplicable a ciertos directores; de hecho, alguien la ha utilizado para caracterizar zonas dentro de la filmografía de Truffaut, por ejemplo. Lo que ocurre con la película de Paolo Virzi obedece a una lógica contraria a la del texto literario: en los mejores momentos asoma la cabeza Hyde e inmediatamente es anulado por el raciocinio más convencional de Jekyll. Me explico.

Guido y Antonia, la pareja de jóvenes protagonistas, son dos outsiders que sostienen una relación sentimental como pueden y parecen sostenerla bien a pesar de sus descuidos. Al comienzo de la historia presenciamos las dificultades laborales y sociales que deben soportar en sus respectivos lugares de trabajo. El desorden de personalidad y la ausencia de una vida mecánica no son buenos síntomas para una sociedad acostumbrada al desborde consumista y a las imposturas familiares. Esta confrontación está bien mostrada en la película y uno agradece que así sea porque los personajes defienden su forma de ser. Son naturales y creíbles. Guido soporta estoicamente, con su timidez, los ridículos embates de turistas libidinosos en el hotel en el que trabaja; Antonia, en su perfil de cantante indie melancólica, hace frente a la indiferencia de los tanos gritones y machistas del bar donde toca. En este sentido, la historia encuentra un sólido equilibrio gracias a las dosis de humor y el oficio narrativo del director, a la vez que hace gala de la mejor tradición de la comedia italiana. Sin embargo, no faltará demasiado para que los obstáculos empañen la oscura claridad de esas vidas. La joven quiere tener un hijo y esta situación, lejos de sumarse a los aciertos anteriores, levanta un tobogán por donde caerán inevitablemente la historia y la química de la pareja principal. La imposibilidad de tener una criatura inaugura una serie de decisiones que anulan lo mejor de Guido y Antonia: se tornan personajes insoportables. Él, en un estupefacto cornudo, pasivo; ella, en una materialización de la peor histeria que moviliza actos trillados y banales. ¿Cómo se explica sino que luego de una hermosa escena cuando conocen los resultados médicos, donde los gestos y las palabras suplen la obviedad, veamos a Antonia pasando un día entero sin permiso con la hija pequeña de la vecina? ¿Qué imperiosa necesidad hace que se arruine una situación con otra, condescendiente con leyes dramáticas de culebrón?

De este modo, la elegante insidia (“este radical, primitivo, elemental” diría Poe) digna de Jekyll, con la que Virzi nos había cautivado, cede el paso a la perfecta arrogancia de la razón, con sus lugares comunes y los innecesarios subrayados de aquellos signos que apenas se percibían: un costumbrismo digno de la peor televisión, personajes estereotipados (como el de los vecinos y los padres) y la caída al vacío de un sentimentalismo acartonado.  Si los protagonistas se fundían en una relación sostenida a pesar de sus diferencias (Guido es culto, apasionado, desinteresado académicamente a pesar de sus posibilidades intelectuales; Antonia, simple, directa, sensitiva), a medida que se suman conflictos redundantes, se transforman en marionetas descartables.

De manera tal que, si uno pudiera construir imaginariamente medianeras para ciertos filmes que separen en partes iguales lo que queda de un lado y del otro, con Tutti I Santi Giorni no dudaría un instante qué salvar de este lado.

Un feriado particular (Pranzo di ferragosto, Italia/2008). Dirección: Gianni Di Gregorio

En Roma, Gianni vive en la casa familiar con su madre viuda. El primer plano de la película ya nos muestra su total dependencia, pero no desde el sufrimiento, sino desde la  gratitud que la escena connota: le está narrando las aventuras de D’Artagnan, el clásico de Dumas. Es el primer signo de consagración del personaje hacia la simpática octogenaria. Luego vendrán otros porque la misma situación se multiplica. El día previo a la celebración de Ferragosto, el administrador le propone reducirle las deudas a cambio del cuidado de su madre. Claro está, le agrega un adicional, la tía. Por si fuera poco, el médico particular le delega también a su progenitora. A partir de ahí, el relato parece volverse kafkiano por la misma imposibilidad del protagonista de cumplir con los requerimientos de las cuatro mujeres, sin embargo, Di Gregorio opta por la vitalidad antes que por la angustia, sin caer en la tentación de explotar la vejez como tema con fines melodramáticos baratos y lacrimógenos, con golpes bajos, tal como nos han acostumbrado varios oportunistas por estos lares. Todo lo contrario. Los personajes están perfectamente integrados al espacio casero y urbano de una Roma que, en pleno verano, queda vacía de italianos. Allí están los exteriores de un viejo almacén sin gente y los recorridos de la moto en busca de pescado por calles transitadas sin inconvenientes.

Un feriado particular no es la gran comedia a la italiana que algunos quisieron ver y esto, lejos de convertirse en una crítica, es en todo caso el reconocimiento a su sencillez y a su austeridad. Lejos del eco gritón de los personajes clásicos de un Monicelli, la melancólica gracia de Gianni y  de sus jóvenes ancianas remite más bien a ciertas zonas del neorrealismo. Hay aquí miradas y silencios que evidencian también una faceta política, sutilmente mostrada a través de la precaria condición económica del protagonista, su lucha cotidiana, pintada con breves pincelazos (cuando va a la despensa y le fían, cuando no puede resistirse a servir a cambio de los euros, entre otros hechos) y la escasez de lujo en una Italia sacudida mediáticamente por los desbandes de su primer ministro, afecto al ruido y al desborde. Es en este sentido en que la película es política, en lo que decide sugerir, lo cual se agradece (no olvidar que Di Gregorio es el guionista de Gomorra, otra sugerente película política).

La cámara cerca, casi respirando por momentos con Gianni, ofrece un registro documental, trasunta realidad y le otorga credibilidad a la situación. Participamos de los placeres de un buen plato de macarrones y de los incesantes vasos de vino blanco, rituales que son contagiados por la forma en que el director nos acerca a sus criaturas, a su comprobable humanidad. La elección de actrices no profesionales, que incluso miran a cámara en determinados pasajes, es una acertada elección que refuerza lo cotidiano como un espacio privilegiado. Entonces, la clave de Un feriado particular pasa por combinar el placer que esto último implica sin descuidar por ello un matiz político presente. A esto remite la sonrisa prolongada del protagonista cuando decide tomarse un descanso luego de tanto trajín y se percata de la presencia del amigo durmiendo en su cama. Es el sabor agridulce de una clase que no accede a la comodidad económica deseada pero que subsiste con la energía de los afectos  y de las buenas acciones, un conformismo bien saludable.

El equilibrio (L’ equilibrio, Italia/2017) Dirección: Vincenzo Marra

La palabra equilibrio está de moda. Generalmente es parte de las utopías que profesan las buenas conciencias y los conservadores de formas. Hubo un tiempo filosóficamente denso donde se pensaba que uno hacía lo que podía con su vida; hoy existen variadas tendencias discursivas promulgadas por los mercados cuyos misiles mediáticos apuntan a “comer bien, hacer ejercicio siempre, no estresarse, no decir cosas que ofendan a la sensibilidad de los otros” entre otras sugerencias que contribuyen al Equilibrio, una solapada y perversa manera de quedar preso de mandatos sociales que prometen alargar la vida, cuando en realidad siempre aquellos que la han vivido intensa y apasionadamente (aunque en períodos más cortos) tienen cosas más interesantes que decir que todos los que formamos parte del rebaño.

En la película de Vincenzo Marra la palabra equilibrio se encuentra asociada a la hipocresía clerical. Tener equilibrio implica mantener apariencias y eso es lo que hace el cura que vive en un barrio de Nápoles y sostiene una estructura apoyada en la delincuencia, haciendo la vista gorda y con una falsa inquietud por los contaminantes residuales que tanto perjudican a los lugareños. Bajo esta fachada de preocupación por un problema real, evita que los periodistas y los policías ingresen al barrio y con ello elude problemas. Pero si el mundo fuera solo eso, no habría sentido. Allí llega un sacerdote misionero que, aburrido de pasearse por Roma y con una conciencia cristiana capaz de viajar al África a enfrentar los problemas de la gente, ha sido trasladado según su voluntad para reemplazar temporalmente al otro cura. Inmediatamente se pone al tanto de la trama oscura que se desarrolla detrás de escena, de cómo funcionan los códigos en una comunidad cerrada y cómplice al punto de encubrir abusos a una menor. Es entonces cuando el dilema ético se postula en el ser mismo del protagonista, en su disyuntiva entre ser un cura plantado en la Iglesia o “asumirse como revolucionario” (tal como le dice el obispo). La elección por la segunda opción le genera lógicamente trastornos que se transforman en pesadillas.

Resulta interesante cómo Marra sigue al personaje mediante largas tomas,  y le carga una mochila moral bien pesada a través de un registro cuya cámara persigue incómodamente el trayecto y los problemas que debe afrontar en esa tierra de contrastes, donde la Iglesia se llena de fieles cuando el que oficia se manda la parte. De corte realista y potente, el director italiano capta con toda su experiencia documental los ambientes sin explotar la miseria sino como parte integral de un modo de vida estancado, lejos de la tarjeta postal simpática.

elcursodelcine

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