Borges y el color local. El gran demoledor

«La relación de Borges y el cine ha sido tan laberíntica e inesperada como la de sus personajes con el tiempo. Su principal núcleo lo constituyen las notas que escribió para Sur sobre films particulares entre 1931 y 1944.» afirma Edgardo Cozarinsky en un libro fundamental, Borges y el cine. Entre las diversas actitudes que manifiesta en esos años, la cuestión del color local como imperativo estético es algo que le genera una desaforada aversión. Cuando se refiere a Marruecos (1930) de Joseph Von Sternberg critica “la mera acumulación de comparsas, por los brochazos de excesivo color local y la trabajosa falsificación de una ciudad mora.”  

Y en El escritor argentino y la tradición (1932) escribirá lo siguiente: “El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de HuckleberryFinn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.”

Tomo dos ejemplos de reseñas donde critica esta cuestión, para llevarlo al plano del cine ( el mismo problema se tensiona en sus guiones). El objeto en cuestión son dos películas argentinas. La primera de ellas, Los muchachos de antes no usaban gomina de Manuel Romero (1937), de la cual dice: “es indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale decir, uno de los peores del mundo” Y agrega que los personajes “no existen fuera del color local y temporal” “El héroe, que debería ser emblemático de la antigua virtud” (es decir del orden de lo épico) “es un porteño ya italianado, harto sensible a los bochornosos estímulos de patriotismo apócrifo y del tango sentimental.” (Es decir, un hombre común corriente)

 Luego, confiere virtudes a La fuga de Luis Saslavski, (1937) no sin antes escribir: “Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle. Hago esta confesión liminar para que nadie achaque a turbios sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino. Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo.” (Hubiera borrado de un plumazo gran parte del Nuevo Cine Argentino) ¿Qué es lo que destaca de la película? Su continuidad que “fluye límpidamente como los films americanos” opuestos para Borges a las películas europeas que todos consagran (calificará a La pasión de Juana de Arco de Dreyer como “una mera antología fotográficas”); luego, desoír las tentaciones lacrimosas del argumento.

Y derivado de lo anterior, se añade la crítica al sentimentalismo.

En su reseña de varios films escrita en el número 3 de Sur en 1931 demuestra su carácter irreverente cuando se refiere a City Lights (1930) de Chaplin como una película que “no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental.”

Ya en La Prensa en 1929 confesaba su admiración por Chaplin en “El cinematógrafo, el biógrafo” y luego en 1933 en Los tres evadidos de la realidad”, al que califica como “el artista más humano de nuestro tiempo”, “el más grande artista del mundo” y “un subversivo”. Aquí no solo está atento otra vez al funcionamiento de la historia, a comprobar su efectividad; en su crítica al supuesto sentimentalismo, le achaca a los medios la aclamación unánime (otro gesto del Borges crítico, dado que en ese entonces ya se está gestando el concepto de mass media y que luego GuyDebord llamaría “la sociedad del espectáculo”, determinante para legitimar films; para Borges “las masas siempre serán innobles”)

Esta actitud adquiere otras veces una mirada que excede incluso lo cáustico. En una reseña publicada con el título de Film and Theatre en Sur en 1936, se refiere a un conjunto de películas de las cuales rescata dos y sobre las cinco restantes aclara que “justifican, por no decir reclaman, el incendio del cinematógrafo en que lo den…Esas dos lacras…”

Lo mismo hará con Prisioneros de la tierra de Mario Soffici de 1939, al que califica de muy bueno por evitar la cursilería y poseer buenos momentos como el de “uno de los capangas que mata desde el caballo al mensú de un solo balazo lacónico y ni siquiera vuelve la cabeza para verlo caer” o “la fuga apasionada de la mujer por la temblorosa noche del monte.”

Lo llamativo es el desdén por los aspectos técnicos “Las fotografías admirables.”

Para algunos un vanguardista, el tipo que se corre a la orilla de los consensos; para otros, un miope leyendo al cine. Borges, siempre Borges, como una biblioteca insomne que frecuentemente deja caer los libros sobre la cabeza.

elcursodelcine

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