Bafici 2021-Juegos fallidos

Death of Nintendo (Filipinas / Estados Unidos – 2020), de Raya Martin

¿Qué ha pasado para que Raya Martin, considerado una especie de joven maravilla del cine filipino, pase de películas como IndependenciaAutohystoria o Manila a este relato de iniciación con videojuegos, fantasmas y circuncisiones? Vaya a saber uno, el cine puede ser tan extraño como el mundo. Bueno, los detractores de su filmografía tendrán un argumento más para cuestionar su mirada acerca de la realidad de su país o, acaso, encuentren una dosis de frescura para comenzar a prestarle atención desde ese lugar. Porque, a primera vista, Death of Nintendo es juvenil, graciosa, un pasatiempo que nada tiene que ver con los títulos anteriores del director. ¿Es un pecado esto? Para nada. Pero tampoco garantiza una buena película.

El marco es Manila, en los años noventa. El protagonista es un adolescente llamado Paolo, fanático de la clásica consola y amigo de una banda de pibes simpáticos a los que se suma una niña muy valiente y observadora, el contrapunto de otra adolescente de la que todos parecen estar enamorados. Desde el principio queda establecida la dinámica dual que circunda a los personajes. Por un lado, la realidad de los videojuegos, los rituales de comida, juegos y pajas. Por otro, la presencia de lo sobrenatural vinculado a tradiciones autóctonas. Entre los desafíos, hay dos que los desvela: ir al cementerio a cazar espectros y acudir a un médico para que los circunciden. En ese cóctel de creencias, hábitos y disputas con los adultos, Martin filma un guion ajeno plagado de las convenciones del género Comig of Age, con colores, músicas, escenas ralentizadas y humor, un combo donde, por momentos, la cosa funciona y por otros, padece de una sobrecarga de argumentos y de clisés nostálgicos hacia una época que se añora en todo lo que tiene de fetichista (hay que ver con qué deslumbramiento desenvuelven los juegos).

Pero en un mundo que parece hedónico, hay señales que alarman. Los cortes de luz y los constantes temblores interrumpen las veladas con los fichines. Y los adultos, principalmente una madre opresiva, alteran varios planes o invitan a la confrontación. Su marcado carácter dogmático/religioso genera la incomunicación con Paolo. Estos duelos son materializados en una paleta de colores al borde del artificio que altera los tonos según la ocasión, de igual manera que el plano sonoro anuncia las amenazas, aunque se podría suponer que la principal amenaza es la manera en que la idiosincrasia estadounidense se mete en la médula de la cultura filipina (nótese el exceso de referencias) y en estos chicos que dan cuenta de un universo globalizado y consagrado a reproducir los signos norteamericanos. Igualmente, el lugar que ocupa la religión cristiana y, sobre todo, su liturgia desaforada (hay una escena en que los chicos ven una dramatización del Via Crucis sin comprender para qué tanta tortura sufrida en carne propia).

La primera impresión (si es la que cuenta) es que más allá de la garra que Martin le pone al filmar, el material le suena ajeno, como si hubiera una brecha entre el guion escrito por Valerie Castillo Martínez y las decisiones de cámara. Un efecto de acumulación es el que impera, sin lograr definirse tal vez el tono. Y recién en la parte final, más sincera, menos estruendosa, cuando los personajes comienzan a definirse, la película se encuentra.

Club Internacional Aguerridos (México – 2019), de Leandro Córdova

Compañía Internacional Aguerridos versa sobre un pibe burgués que se mete a documentar una pandilla de punk, se enamora del líder y de ser un espectador se vuelve parte de la pandilla. Parece una idea interesante, aunque su desarrollo termina por agobiar. Y hay dos razones que son fundamentales. La primera es que pese a un cierto gesto revulsivo en la propuesta, no exenta de escupitajos, golpes, impulsos sexuales y otras yerbas que ofenderían inmediatamente las buenas conciencias, la verdad es que desde el punto de vista estético (un blanco y negro estilizado, la cámara en mano alternada con encuadres precisos y calculados) no difiere demasiado de lo que se ve habitualmente en el circuito festivalero. Entonces, la supuesta libertad o aire fresco no termina de percibirse como tal. Además (y aquí va el segundo argumento) la necesidad de forzar la ficción para convertirla en un falso documental es un recurso que no solo cansa por su insistencia, sino que termina siendo fallido e infantil.

“Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus (la palabra personajes aparece tachada) son auténticos”, reza un epígrafe inicial. Inmediatamente, como parte del juego, la muerte del director es denotada en un aviso que se confirma en la escena siguiente, que remite a los tiempos de Blair Witch Project (Eduardo Sánchez, Daniel Myrick, 1999) ese otro juego apresuradamente valorado como innovación. A continuación, entre reportajes a cámara, escenas de violencia explícita, puteadas, drogones, se arma la idea de una especie de logia, tribu urbana punk, que incluye robos y secuestros, entre otros actos. Progresivamente, quien filma entra en ese mundo, atraviesa la frontera de su (in)comodidad familiar de clase media alta, se pelea con su novia y se pierde en ese otro mundo donde cada gesto exacerbado se pretende como parodia de filmes de gángsters y narcotraficantes, pero nunca logra salir de la confusión y la gratuidad. Si hay una premisa inconveniente en la película de Córdova es creer en que la acumulación de efectismo logre algo más allá de impacto en el espectador. ¿Hay una reflexión detrás de esto sobre la violencia que nos interpele? Al parecer no. El tema es que la propuesta se agota en su insistencia.

La ambientación es de los años noventa, una década que muchos juzgaron como horrible, como una perdición consumada de los ochenta, sobre todo a nivel musical, decadencia que suele ligarse a la situación económica. En este sentido, el realizador homenajea a varias bandas punk de ese momento mexicano. En varios segmentos se reproducen los encuentros callejeros, las cagadas a palo y la jerga desenfadada del clan. En otros, uno de ellos especialmente, vomita su filosofía de vida, entre el nihilismo y la nostalgia borracha de un mundo sin desigualdad, con el firme anhelo anárquico como principio. Son los momentos más graciosos y vitales pese a los mensajes funestos. El resto mantiene una línea de juego entre amigos que no levanta vuelo nunca más allá de la repetición, como si fuera un largo video clip.

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