Una partida de campo entre Victor Hugo y Jean Renoir

Una partida de campo (Une partie de champagne, 1936) es la joya inconclusa de Jean Renoir, ese mediometraje montado por la script cuando el maestro francés prácticamente lo había abandonado por inconvenientes presupuestarios, abocado ya a la realización de Los bajos fondos (Les bas-fonds). Paradójicamente, en esos cuarenta minutos está lo mejor de todo Renoir: belleza, melancolía y naturalidad, para una historia de amor que comienza con sol y termina con nubarrones. La película es una adaptación de un cuento de Guy de Maupassant, sin embargo, pudo haber sido escrita por Victor Hugo en Los miserables. Si somos capaces de entregarnos a la imaginación, no será la primera ni la última vez que una escena literaria nos remita al cine, o que una maniobra onírica cruce los caminos (ocasionalmente impensados) de universos ficticios distantes. En el libro tercero, Hugo presenta a Fantine, la joven “prudente, fiel y enamorada”, “la alegría en sí misma”, quien era “hermosa sin saberlo”, esa ninfa romántica cuyo calvario apenas comienza con el abandono de un tal Tholomyes. Pero antes de la desgracia, hay un escenario inicialmente idílico cuya presentación reza lo siguiente: “Hoy en día es muy difícil imaginar lo que era, hace cuarenta y cinco años, una partida de campo”. El mismo escenario para dos episodios. En Los miserables cuatro jóvenes se burlan de sus novias luego de recorrer diversos espacios y cuadros emocionales. En la película de Renoir, también tenemos una partida de campo cuyo comienzo es la imagen de las tranquilas aguas del Sena hasta que irrumpe una música ya no tan complaciente. Estamos en 1860, es un domingo de verano y la familia Dufour llega de la capital francesa para pasar el día en la naturaleza. Allí hay una hostería por la que vemos a dos remeros. Uno de ellos ya se manifiesta inquieto ante la presencia de los turistas y dice “Querrán un pic-nic. Los parisinos siempre lo hacen (…) son como microbios; llega uno y en menos de una semana tienen una colonia” Inmediatamente abre la ventana, y en una hermosa escena de encuadres reforzados, se abre al mundo como una pantalla se abre a la vida. Lo primero que ve es a la joven hija de la familia, columpiándose mientras el padre, el prometido, la madre y la abuela, se preparan para pasar la estadía. Renoir inyecta a las imágenes una dosis de humor y de ingenuidad, propia de los grandes maestros, capaces de no entregarse nunca al confort de la sordidez. La sencillez y la naturalidad con que presenta los hechos y las conversaciones jamás conducen a la adulteración dramática, por el contrario, deja que todo se respire como el aire de la campiña. Los hombres quieren seducir, pero lo hacen desde una inmadurez agradable y si bien asoman como cazadores ante la inocencia de la mujer, terminarán siendo presas de su infantilismo. El campo también es el espacio de la liberación de deseos.

Al igual que en la novela de Victor Hugo, será la naturaleza y los cambios climáticos los que marquen las alteraciones emocionales. Transiciones con nubes oscuras o una copiosa lluvia irán marcando el cambio desde la pureza misma de un juego que concluye en una insatisfacción amparada en los imperativos sociales. Pero para atravesar un extremo a otro del arco, hay paradas poéticas, bellísimas, por ejemplo, el paseo por el río, un homenaje pictórico que Renoir regala a su padre. La joven habla de una sensación que compartimos, la de deslizarse. Y Renoir coloca inmediatamente la cámara desde la góndola para que nos fundamos con su mirada. Vendrán después las escenas de tensión sexual, de contrastes y un epílogo significativo. Al respecto, el crítico Adrian Martin refirió: “Uno de los recursos más potentes y perturbadores de la ficción cinematográfica es el epílogo que resumen las palabras al cabo de unos años y que suele llevarnos, con añoranza y tristeza, del tiempo concentrado de una historia en el cual fue todo brevemente posible al destino singular que vino después.” Al terminar Una partida de campo vemos a Henriette casada infelizmente con el hombre que se comprometió al empezar, el estúpido oficinista Anatole. Al pasar los años, un nuevo reencuentro con el remero hará que un domingo que había sido maravilloso, solo revele una cruda verdad: es un día tan melancólico como los lunes. Ahora visten diferentes (los blancos atuendos son negros), el cielo contiene nubarrones y las lágrimas sustituyen a las risas. Mientras tanto, ahora es Henriette la que rema; mientras tanto, cierro los ojos y Henriette como Fantine se funden en un abrazo, mientras Renoir le guiña un ojo a Hugo.

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