Otra ronda (Druk) de Thomas Vinterberg, 2020

Thomas Vinterberg forma parte de una camada de directores daneses que hicieron mucho ruido con pocas nueces durante una edición del Festival de Cannes de 1995. Junto con Lars Von Trier presentaron una especie de manifiesto cuyos principios parecían más una broma que una propuesta estética. Como era de esperar, fueron más los ríos de tinta que se dedicaron desde la prensa especializada que los años que duró tal escrito. Con el paso del tiempo, proliferaron algunas películas basadas en esos preceptos con diversos resultados, pero a esa altura, tanto Vinterberg como Von Trier ya estaban en otra cosa. Y si bien, a priori son directores distintos, comparten una zona bastante visible y ambigua cuyo gesto deviene como problemático, entre los fantasmas del autorismo europeo y las concesiones de raigambre hollywoodense. De hecho, EE.UU es un horizonte temático y formal constante en sus carreras. Gran parte de esto se ve en Druk (Otra ronda, 2020), una película disfrutable, pero que necesita citar a Kierkegaard al inicio para tomársela en serio, como si el espectáculo por sí solo fuera pecado, como si la cita aportara necesaria legitimidad. El comienzo está marcado por dos mundos antagónicos. Un fundido en negro, que baja como cortina de hierro, es el puente entre la diversión de los jóvenes estudiantes excitados por el alcohol y la abulia de cuatro profesores que no dan pie con bola, ni con sus vidas ni con sus clases, sobre todo Martin (Mads Mikkelsen), el más comprometido emocionalmente en ambos órdenes. Volverse aburrido existencialmente, sin reacción en casa ni en el colegio, es el punto de partida en la construcción de un personaje que, como es de esperar en este tipo de historias, tendrá la oportunidad de despegue. Con sus tres profesores amigos decidirán ser los conejillos de indias de un experimento proveniente de la tesis de un científico que sostiene lo siguiente: todos nacemos con 0,5 % de alcohol en la sangre, de modo tal que la ingesta diaria de esa proporción, favorece la interacción social y el crecimiento individual. En otras palabras, chupar para animarse parece una opción rescatable cuando se está atascado en la vida. De manera tal, que la cosa funciona en principio y ellos cumplen lo estipulado con resultados magníficos. Vinterberg los acompaña y los filma como si registrara los bailes en pedo al modo de rituales sacros. Sin embargo, como la moral asoma inevitablemente aunque se intente enmascararla, una secuencia televisiva con políticos borrachos es el eslabón inicial para instalar la dosis de patetismo que no queríamos ver o asociar.

Ya en otras películas anteriores, el realizador danés no podía equilibrar la balanza y se perdía en la condena a los personajes. La cacería (2012) es un ejemplo.  Tan cara a Hitchcock como a Fritz Lang en la idea de falso culpable, pero a diferencia de la mirada sutil sobre la sociedad que proponían éstos, el director nos ofrece aquí el calvario del profesor Lucas, acusado injustamente de pedofilia por la pequeña hija de su pareja amiga y las consecuencias que ello genera, sin ninguna tela que medie para sobrellevar el dolor por la injusticia, con momentos, inclusive, que rozan lo inverosímil a juzgar por cómo se encadenan las acciones. Hay que subrayar la palabra injustamente porque como espectadores no se nos da otra opción. La forma en que se construye el punto de vista nos cercena cualquier incertidumbre y sabemos que el personaje es y será inocente, por lo tanto, nuestro destino es compartir su martirio (plagado de crecientes humillaciones). Uno advierte talento en la manera en que filma Vintenberg y dirige a sus actores (excelentes todos), pero es como si se esforzara en subrayar su omnipresencia a la hora escenificar una crueldad para que la padezcamos como tal. Eso sí, jamás dejará de decirnos que este mundo es un perpetuo sufrimiento, necesario.

Han pasado los años y los intereses son otros, más moderados, menos carniceros y más condescendientes con un público que preferirá esta versión Full Monty de docentes empantanados y dispuestos a darle un giro a la vida con unas cuantas botellas, porque cuando el experimento se va al diablo hay que bancarse las consecuencias. Sin embargo, acertadamente (y a diferencia de La cacería) Vinterberg expande la mirada, no condena, muestra el festejo pero también la desgracia. En contraste con una tradición que aborda el tema exclusivamente desde el reviente, acá la cosa va por otro lado. Y a quienes han visto a la película como una apología del alcohol, se les podría achacar tanta pereza argumentativa como la de agarrarse de la frase de la esposa (“Un país donde todo el mundo bebe como maníaco”) para afirmar taxativamente que se crítica el consumo desmedido en Dinamarca. Y si el cine está compuesto de búsquedas o momentos gloriosos, no es poco ir bailándose o cantar una semana seguida What a Life de Scarlet Pleasure.

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