«¿Quién mira a quién?» Sobre Todos los colores de la oscuridad (Tutti i colori del buio,1972) de Sergio Martino

Luego de una primera imagen bucólica, Tutti i colori del buio (Todos los colores de la oscuridad, 1972) recrea una pesadilla de rostros y cuerpos deformados, donde la maternidad se transforma en un abismo represivo. Durante la introducción suena una canción de cuna de ribetes demoníacos, que recuerda a la banda sonora de Rosemary’s Baby (El bebé de Rosemary, 1968) compuesta por Krzysztof Komeda. Edwige Fenech es la protagonista. Arrastra un trauma que le impide tener relaciones sexuales con su marido (George Hilton).  Su tormento se ve potenciado por tipos que la asedian y el cuidado obsesivo de su marido, además de las constantes pesadillas sobre un hombre de ojos azules asesinando a una mujer. La cuestión de la mirada se encuentra enfatizada –más que en sus films previos– a resaltar el enfrentamiento con lo ominoso y lo oculto, desde los ojos celestes que persiguen a la protagonista hasta su propio modo de ocultar la escena horrorosa que la conduce a su fantasía reprimida. Para vencer su bloqueo emocional recurre a diversas terapias alternativas. Una de sus vecinas la invita a una especie de secta, espacio en el que se enfrentará con la materialización de sus deseos reprimidos, con los abismos de su inconsciente y la fantasía perversa que determina su itinerario. Los rituales orgiásticos y psicotrónicos parecen reescribir en clave paródica el tormento de Mia Farrow en su departamento neoyorquino[1].

“¿Quién mira a quién?” parece ser la pregunta clave del giallo, un tipo de cine concebido a partir de citas, la prolongación manierista del voyeurismo y la deliberada demolición de los guiones de hierro. Lo que Martino tiene para ofrecer en sus gialli es un replanteo de la lógica criminal, entendida aquí como un orgasmo multicolor donde el artificio es tan importante en su sofisticación como en su costado berreta. Podría sugerirse que su aporte, principalmente en este bloque de películas de comienzos de los setenta, se funda sobre ese particular y enfermizo modo de explorar las variantes que adquiere la mirada. Descubrir o reencontrarse con estas películas es una manera de reivindicar zonas vedadas de la historia del cine que, dadas las facilidades de acceso actuales, permiten replantear parámetros de periodización y canonización. Pero, sobre todo, nos invitan a entregarnos al paradójico placer de asesinar o ser asesinados, de ser mirones durante una hora y media.


[1] También hay claras referencias a Repulsion (Repulsión, 1965), otra película de Roman Polanski deudora de Alfred Hitchcock.

(El texto es parte del capítulo incluido en el libro de reciente publicación Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano Ed. Rutemberg, 2019)

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