Un crimen común, de Francisco Márquez, 2020

Francisco Márquez construye una película climática. Esta decisión supone disimular ciertas arritmias narrativas gracias a un pulso concentrado en mantener en vilo al espectador a partir del terror psicológico, producto de la desintegración mental de su protagonista (magistralmente interpretada por Elisa Carricajo). La incertidumbre acerca de la naturaleza de un hecho, que la involucra una noche en su casa, desestructura (o mejor dicho, confirma sus propios ruidos internos) su rutina como profesora de la universidad y su rol de madre separada. En un santiamén, pila de libros referidos a la filosofía política resultan estériles frente a una conciencia de clase que se refugia en una sensación. Como sucediera en La larga noche de Francisco Sanctis (2016), codirigida con Andrea Testa, reaparece el tema de la responsabilidad individual y civil frente a un acontecimiento (nuevamente nocturno) que reformula los principios y las creencias de los personajes involucrados. La vulnerabilidad de los sujetos por no saber cómo involucrarse ni poder hablar genera un itinerario signado por la impavidez, de modo tal que el tránsito y los desplazamientos se vuelven espectrales, como si  las referencias de tiempo y espacio se desdibujaran, incluso aquellos lugares que aparecen en principio demarcados (la facultad, la casa y la villa, por ejemplo). En efecto, ¿a qué período se refiere la puesta en escena en la cual conviven signos tales como una Notebook, un cartel que parece del viejo Italpark y un teléfono fijo? Tal vez, la misma imprecisión sea un conducto para favorecer un tono cercano, por momentos, a lo sobrenatural o un descuido ante el compromiso de armar un cuadro de época.

Lo anterior se sostiene desde el punto de vista de su protagonista, con la insistencia de una cámara que no suelta nunca ni da respiro en focalizar la atención en ese cuerpo en tránsito permanente. El cálculo y la rigurosa composición de los encuadres dan frutos estéticos, pero en oportunidades no logran ser compatibles con la desmesura y el agobio. Para Cecilia, todos los lugares que frecuenta se tornan vanos y sin sentido, se vuelven extraños, incluso su propia casa. Para ello, el director acude a una serie de estrategias expresivas que dan cuenta de lugares seguros, por ejemplo, el uso del plano sonoro, digno de un exponente del género de terror.

No obstante,  Márquez trabaja sobre ese estado psicológico antes que sobre la otra descomposición, la del estado social. Pese a los destacados mecanismos que conforman a cualquier espectador exigente, continúa siendo débil la forma en que se representan o se utilizan como excusa aquellos que constituyen “la amenaza” (los militares en La larga noche de Francisco Sanctis como los vulnerables en Un crimen común). Esa indefinición es problemática porque quema como una brasa si solo es el telón de fondo para un Tour de forcé individual.

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