UN RECORRIDO POR ALGUNAS PELÍCULAS EN MUBI (SEGUNDA PARTE)

Segunda parte con algunas sugerencias de películas disponibles en la plataforma.

Phoenix, de Christian Petzold (Alemania, 2014) En la Sección «Los fantasmas entre nosotros. Las películas de Christian Petzold.

La secuencia inicial plantea un montaje eficaz y acorde a la situación: el horror, aquello que no se puede ver ni contar, se materializa en el silencio de los personajes. Nelly, la protagonista de la película, sobrevive a los campos de concentración con el rostro desfigurado. Se somete a una cirugía, sin embargo, cambiar el rostro no anula la historia. No solo sufre por su condición sino porque debe enfrentarse a la falta de reconocimiento en el amor, su último refugio. El rearmado no es solo individual sino social en la Alemania posterior a la segunda guerra. Estamos en el terreno del melodrama, pero despojado de estallidos emocionales. La mesura de la cámara de Petzold toma distancia y replantea la relación del espectador con los códigos genéricos, más propensa a la extrañeza que a la empatía. El resultado es un film notable, de miradas no correspondidas, de traiciones y complicidades. El director es lo suficientemente inteligente para permitirnos la belleza en medio del horror sin caer en la abyección. La cuidada puesta en escena se continúa en la de los mismos protagonistas pero con fines diferentes, en un juego de simulacros cuyo final está entre lo mejor visto en años.

Tom en la granja, de Xavier Dolan (Canadá, 2013) En la Sección «Orgullo sin prejuicios»

Dolan continúa confirmando su talento para filmar, ahora un poco más sórdido y alejado del estilo manierista de sus obras precedentes. Tom (interpretado por el joven director) asiste al velorio de su novio, a su casa familiar donde conviven una madre bipolar (un tanto exagerada en los rasgos) y un lunático hermano reprimido que manifiesta su violencia por los lugares circundantes de la granja. Él mismo se encargará de torturar física y psicológicamente a Tom, quien cae preso de sus deseos. Al contrario de las otras películas con temática gay del festival cuyos personajes experimentan su condición sin tapujos ni prejuicios, Dolan elige un camino distinto, más anclado en la fobia social pueblerina y en la condición del goce a pesar del dolor físico y el cansancio mental. Utiliza algunos tópicos genéricos, una atmósfera policial en varios tramos y si bien los resultados son desparejos (la narración nunca fue su fuerte), la belleza de muchos planos ya es una buena causa para seguir su futuro, siempre y cuando no sea víctima del endiosamiento de sus incondicionales seguidores.

Sophia Antipolis, de Virgil Vernier (Francia, 2018) En la Sección «Estrenos Mubi»

La película de VirgilVenier lleva el nombre de un lugar, SophiaAntipolis, un polo tecnológico ubicado en el territorio de los Alpes Marítimos, un espacio enrarecido por la aparente calma. Parece tener en claro el director francés ese lema lyncheano que tanto queremos: apenas se levanta una piedra y asoman todos los bichos en un microcosmos social que simula estar alejado del resto del planeta. Pero claro, Lynch es Lynch y Vernier está más cerca de Haneke.

Desde el principio, el estatismo y el cruce de registros entre documental y ficción (si es que tal cosa existe aún) nos internan progresivamente en un muestrario de conductas vinculadas a diversos ámbitos. Un cirujano plástico evalúa cómo y de qué manera opera a las jóvenes dispuestas a hacerse implantes de pechos. Un fundido en negro (que omite mostrar el proceso quirúrgico) nos lleva a la historia de una mujer vietnamitaviuda con su nieto que se involucra luego en propagar un curso de hipnosis nacido en el seno de un gurú yuppie. Las dos situaciones sugieren una oposición cuerpo/espíritu, pero en realidad comparten una misma naturaleza: son dos formas de comercio. Más adelante, ingresaremos en el mundo de la seguridad privada creada sospechosamente por una comunidad de vecinos,  con otros protagonistas. La telaraña que construye Venier comienza lentamente a develar sutiles mecanismos de conexión a partir de un hecho que une a todos los personajes, una desaparición.

Ahora bien, más que una invitación a jugar a las asociaciones se trata de una pose. Lejos de privilegiar la cuestión narrativa, el énfasis está puesto en la cadente exploración de un universo donde el entramado siniestro del tejido social francés aflora de modo paulatino. El joven director forma parte de la prestigiosa galería de realizadores cuya mirada se encarga de ofrecer un mundo en descomposición. Lo suyo es la dispersión y los fragmentos que se suceden intentan romper cualquier sentido de organicidad del lenguaje cinematográfico en sí mismo. De allí su carácter de objeto extraño, capaz de transitar por un consultorio y viajar por el mediterráneo antojadizamente. Y esta sopa de conductas se vuelve cada vez más espesa en la sugerencia de conflictos raciales y sociales, con una combinación de sordidez y lirismo que por momentos funciona, pero que deja entrever su principal pecado: siempre el mensaje corre por delante de las imágenes.  Tiene momentos admirables cuando muestra sin mostrar y otros bastante feos cuando asoma la recurrente metáfora de la civilización enferma del primer mundo. Entre los primeros se encuentra una bellísima escena aislada en el tiempo en la que dos mujeres miran las estrellas, en medio de una comunión que nunca se explicita; entre los segundos, un entrenamiento facho que invita al juego alegórico sin necesidad, ya propuesto en el contenido semántico del título.

Pese a estos reparos, no deja de ser una película inquietante pese a su arrogancia.

Polvo de estrellas, de David Cronenberg (Canadá, 2014) En la Sección «Foco en Festivales»

Polvo de estrellas se inscribe en una ya considerable tradición de películas que ponen el foco en las miserias de Hollywood. Grandes directores como Wilder, Aldrich y Lynch, por nombrar solo algunos, han sabido conjugar sus intereses autorales con temáticas vinculadas al mundo de ese universo del espectáculo a través de films complejos que se enriquecen con nuevos visionados. Tal vez no sea este el caso pero una lectura apresurada podría obviar uno de los intereses fundamentales del director canadiense, a saber, la relación entre la carne y la subjetividad.

Cronenberg siempre ha concebido el mundo desde la perturbación. Forma parte de una generación que rompió con el cine clásico y que reescribió genéricamente sus códigos sin tapujos. Si hay un signo que se destaca en sus obras es la correspondencia que existe entre las alteraciones de la carne y la idea de realidad que se quiere representar. Los cambios corporales, las mutaciones repugnantes de La mosca, Crash o Videodrome, siempre han sido síntomas de una subjetividad que se fragmenta ante cualquier posibilidad de orden. Aquí, el luminoso y soleado microcosmos hollywoodense, incluye personajes que escriben en sus cuerpos patologías, neurosis y deseos frustrados, y que son acosados por fantasmas cuya existencia es el compendio de sus perfidias. La galería está compuesta por Julianne Moore en primer lugar. Su personaje de actriz impaciente y en decadencia es la versión de las divas clásicas pasadas por el tamiz de signos actuales: a las pastillas, las drogas y las orgías hay que sumarle la frivolidad de un mundo gobernado por las redes sociales y las creencias pseudoreligiosas o sectarias de revista. Su pasado incestuoso y oscuro contrasta con la palidez de un cuerpo que canaliza el dolor y lo acumula en sectores determinados. Por ello, John Cusack, el infaltable gurú espiritual en medio de toda esta gente, le dirá en medio de tortuosas sesiones “Todo se almacena en el muslo”.

De manera similar, la insoportable estrella adolescente interpretada por Evan Bird vomitará (literalmente) toda la porquería moral que lleva adentro. Su desproporcionada fisonomía corporal, filmada desde ángulos atípicos, convierte su presencia en un lugar de extrañamiento constante. Robert Pattinson se suma con la palidez vampírica (otra vez) manejando una enorme limousine, al igual que la contenida Olivia Williams, temerosa de que se destape la olla de un pasado morboso. Es decir, en Hollywood podrá haber mucho sol pero los cuerpos y los rostros de sus estrellas son espectrales y contienen las cicatrices de su perversidad. Acaso, el personaje de Mia Wasikowska sea el paradigma de ello, con las quemaduras que oculta en sus brazos y que no son otra cosa que las marcas de una historia personal monstruosa que se traslada a la carne.

Y si bien el incesto es una idea que hace ruido en la película, también parece ser una señal liberadora para estos personajes. El tema es hasta donde lo pueden manejar o no.

Pero más allá de todo, lo que incomoda y perturba es la naturalidad con que el director muestra el mundo que retrata. A la espectacularidad gore de las mutaciones presentes en sus cintas anteriores de los ochenta y los noventa, esta versión de Cronenberg postula una velada incomodidad que se alimenta a base de posiciones de cámara y planos capsulares. Como buen cineasta contemporáneo, su cine continúa el trabajo de Cosmópolis, con imágenes que se instalan al borde de lo referencial, que han dejado de representar al mundo bajo el mandato de la fidelidad y la empatía con el espectador. De ahí el inquietante extrañamiento que conserva pese a que ha resignado unos litros de sangre.

A quién le importa la muerte, de Claire Denis (Francia, 1990) En la Sección «Deriva continental. Un programa doble de Claire Denis»

Dentro de la retrospectiva dedicada a esta interesante directora se incluye su segunda película de ficción que desde un comienzo pone en evidencia sus intenciones: armar una atmósfera de clandestinidad y complicidad entre dos compañeros negros que sobrevivirán en la gran ciudad a partir de las riñas de gallos. Denis no escatima mostrar la mugre que se junta, material y moral, en el proceder de aquellos franceses que explotan a los inmigrantes. Además, hace justicia con la cámara, permanentemente pegada a sus cuerpos, para conferirles la presencia que les niegan los otros. Son esos momentos donde los tensos encuadres instalan incomodidad, malestar, potenciado por un particular uso del sonido que incluye constantes ruidos de gallos. Sin caer en tesis sociológicas facilistas ni en discursos chillones, la película se destaca por la puesta en escena de lo físico, de esos rostros y espaldas  seguidos de cerca, unidos hasta donde puedan en  medio de la hostilidad, lo que le otorga al film un costado, si se quiere, poético, logrado, además, con fragmentos de monólogos interiores de uno de los personajes. En algún punto, varios tramos de la historia parecen conectarse con la tradición de ciertos arquetipos del policial, como si quisiera encuadrar genéricamente, recurso que utilizaría más tarde la directora en otras cintas.

A Valparaíso, de Joris Ivens (Francia, 1963) En la Sección «Obras maestras de los años 60»

El viaje es una experiencia vital para cualquier persona, pero para un documentalista tal vez sea su razón de existir como tal. De todos los viajes que realizó Ivens quedaron testimonios fílmicos notables, donde la carga ideológica se encuentra fusionada con la fascinación por los espacios que transita con la cámara. A Valparaíso (1962) representa el hermoso intento por hacer convivir una mirada que no descuide las implicancias ideológicas de la diferencia de clases y la búsqueda sobre cómo registrar los sonidos del viento, del mar y esa maravillosa geografía de casas colgantes. La disyuntiva es de qué modo mostrar los festejos de un año nuevo sin caer preso del encanto de un paraíso donde las calles y los barcos están iluminados pero en los cerros abunda la pobreza. En ese mundo de contrastes, conectado por cables y rampas, donde las señoras ricas pasean sus pingüinos mientras las incansables mujeres trabajadoras se sacrifican diariamente, «la verdad es el mar y la mentira es el sol, que no distingue la riqueza de la pobreza».

El acercamiento de la cámara acompaña la lógica geométrica del espacio con movimientos ascendentes y descendentes, con planos de conjunto y desplazamientos que dan cuenta del carácter triangular de las casas. Pero más allá de los lugares y de una mirada que entra y sale de su estado de fascinación, está el espíritu comunitario y la humanidad de los que menos tienen. Hay un momento de diversión apenas mostrado cuyos descartes se convertirían luego en corto de siete minutos llamado Le petit chapiteau. Filmado durante el rodaje de A Valparaíso y restaurado en el año 2017 a partir del negativo original, presenta la particularidad de una voz en off de Jacques Prevert y refuerza el espíritu humanista de Ivens: durante un espectáculo circense el pueblo es el protagonista y los rostros sonrientes de los chicos con sus padres, la felicidad que todo festejo popular ofrece como la contracara del individualismo más feroz. Este momento significativo dentro de la carrera de Ivens cuenta con dos alicientes. Uno la presencia del enorme Chris Marker en el guión; el otro, la colaboración de Patricio Guzmán y con ello, el inicio de los vientos de cambio en el cine chileno de los años sesenta.

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