Un recorrido por algunas películas en MUBI (PRIMERA PARTE)

MUBI es una de las plataformas más atractivas para acceder a un circuito de películas de diversas procedencia. Si bien gran parte de su contenido incluye títulos que han pasado por diversos festivales, hay que añadir programas y retrospectivas muy estimulantes. Es paga, pero se puede acceder de modo gratuito por una semana, tiempo suficiente para chequear y pegarse un paseo cinéfilo. Van aquí algunas recomendaciones disponibles este mes.

Bárbara (Barbara, Alemania/2012), de Christian Petzold (En la sección «Los fantasmas entre nosotros: las películas de Christian Petzold)

Aún con la posibilidad de cometer errores, me animaría a decir que las mejores películas con nombres de personajes en los títulos son aquellas que apuestan por las apariencias, la ambigüedad y la sobriedad interpretativa. Si es así, Bárbara se suma a dicha galería. La película de Petzold es fría, adusta y despojada, digna representante de la poética del distanciamiento, lo cual habla bien de ella. La protagonista (excelente Nina Hoss) compone un personaje gélido para dar vida progresivamente y sin sobresaltos a una médica expulsada de Berlín a un pueblo apartado en la República Alemana Democrática de 1980 por solicitar un pase hacia la parte occidental. Eso le valdrá el control asfixiante de la policía secreta mientras desempeñe sus funciones en el hospital. Allí conocerá al doctor Andre, con un pasado oscuro producto de una negligencia encubierta y con un presente enigmático, ya que juega el doble papel de interesado en Bárbara y sospechoso de colaborar con el régimen. A medida que la trama avance, otras historias se irán sumando sin que ello altere el hilo central del relato. Tras la fachada genérica de un thriller, Petzold se anima a escamotear toda la información que puede. Ciertos detalles en los personajes secundarios ayudan a encontrar algunas dosis discursivas que  reivindican la memoria como un aspecto clave para pensar el futuro de un país desbordado por la locura y dividido por un absurdo muro.

El director alemán construye su film desde la reticencia, que nunca es sinónimo de descuido. Jamás subraya el contexto ni exacerba sentimientos, en todo caso confía en el espectador capaz de evitar la empatía inmediata para pensar en aquello que ve en pantalla. No hay lugar para exabruptos ni explosiones emocionales en ese universo cerrado a la prohibición, la paranoia y el acoso. Es una elección verosímil puesto que el horror que esgrime cualquier régimen totalitario a partir de sus silencios obligados demanda que la procesión vaya por dentro. Eso es lo que se percibe en la protagonista: apenas unos gestos, cigarrillo en mano y  una esporádica sonrisa, es decir a unos cuantos años luz de una femme fatale, pese a su cabellera rubia y su interesante porte.

Los colores que elige para sus ambientes son luminosos, vivos, y contrastan con la opacidad de las almas de sus criaturas. Además, no escatima en la búsqueda de belleza en aquellos planos sobre paisajes exteriores y con un uso magistral del sonido. Una de las escenas finales en la playa, acaso sea de lo más bello que se ha visto últimamente en el cine. Gracias a estos momentos, verdaderamente cinematográficos, independientes de la temática y el registro por los que se juegue, Bárbara es un ejemplo estético que con pocos elementos y apariencia mediana, se hace grande.

Cosmópolis (Cosmopolis, Canadá-Francia-Portugal-Italia/2012), de David Cronenberg (En la sección «Adaptaciones»)

El cine de David Cronenberg siempre fue desconcertante y, por supuesto, inquietante, perturbador. Forma parte de una generación de cineastas que, a su manera, supieron continuar la línea de otros grandes directores en los sesenta y los setenta como sintomatólogos del presente (ver excelente artículo de Silvia Schawarzböck en la Revista Kilómetro 111, “La escena contemporánea), lanzando diagnósticos terminales sobre la humanidad en esta nueva etapa de mercados tecnológicos y de la conformación de una nueva sensibilidad. Ahora bien, si Spider (2002) marcaba un cierto desplazamiento temático de la descomposición de la carne hacia la mente de un esquizofrénico, marcando un punto de inflexión, Una historia violenta (2005) y las dos que siguieron provocaron una catarata de rumores disconformes, amparados bajo el temible fantasma de la autoría: que el canadiense se había vuelto clásico, que no se  notaban sus marcas personales o que había perdido fuerza (tan solo porque ya no abundaban explosiones de cabezas o bichos saliendo de los cuerpos). Otros, incluso, festejaron con bombos y platillos este supuesto nuevo rumbo. Contrariamente, creo que este bloque de filmes que llega hasta Cosmopolis (2012) confirma la habilidad del director por moverse dentro de parámetros industriales en un aparente clasicismo sin resignar en absoluto sus obsesiones (como sí hizo Scorsese con Hugo, por citar un ejemplo) como una forma de reinventarse, además de confirmar, una vez más su particular habilidad para llevar a la pantalla literatura sin dejar de respirar cine.

Cosmopolis es una novela de Don DeLillo ambientada en el año 2000 que se sostiene a base de ráfagas narrativas, donde los hechos suceden en relación a la escasez de tiempo que se tiene en la era del capitalismo en su etapa más salvaje, allí donde los seres humanos han perdido cualquier tipo de capacidad afectiva, el lenguaje se reduce a la banalidad de dos o tres frases entrecortadas y el valor de intercambio material alcanza velocidades inimaginables, a tal punto que, como reza el epígrafe de la novela (también el del filme), “la rata deviene moneda de curso legal”, es decir, el carácter transitorio, pasajero y convencional de las cosas, aún del vil metal, es la marca del futuro. La película comparte este efecto demoledor acerca de la reducción de toda experiencia sensorial perdida en el desaforado mundo del capital tecnológico, pero allí donde la velocidad opera  en la novela como una marca visible desde lo formal por el ritmo en que se cuentan los hechos, Cronenberg nos ofrece una morosidad que mantiene desvelado, que intranquiliza y tensa los mecanismos de espera hacia algo que parece estallar y nunca lo hace subrepticiamente (rasgo compartido con Un método peligroso (2011)), como si quisiéramos escapar de algo que no podemos (poder hipnótico le llamarán algunos, sólo que aquí somos concientes de lo que vemos en pantalla). Desde el comienzo, el plano secuencia nos introduce de lleno en “el radiante brillo del capitalismo” a través de esa fila de limousines atascadas hasta llegar al protagonista de la historia, un joven multimillonario interpretado por Robert Pattinson, más vampiro que nunca con su rostro pálido y su semblante monocorde, cuyo capricho es cruzar Manhattan en busca de su peluquería, hecho que lo llevará (en un final bien borgeano) al encuentro con el personaje (Paul Giamatti), ese “otro” que marcará su inevitable destino. Es así que el riesgoso trayecto se convierta en una especie de antiodisea pues, en vez de aventuras dignas de destacar, nos enfrentamos a diálogos sobre finanzas con diversos personajes que ingresan a la limousine nave cibernética, a relaciones sexuales esporádicas y revisiones médicas, conservando un espacio dramático asfixiante y claustrofóbico. Mientras tanto, el afuera está signado por un clima apocalíptico de movimientos continuos que contrastan con el estatismo interior: manifestaciones, gente sosteniendo ratas, personas corriendo y un presidente que visita la ciudad con riesgo de atentados. Hay una escena que marca la idea de capitalismo sordo y salvaje, aquella en que el protagonista conversa con otro mientras el auto se mueve como producto de los ataques de manifestantes, sin que la charla se altere en lo más mínimo. Los quiebres se producen cuando Eric sale. Allí juega a ser el marido de una hermosa rubia, entre otros signos que no develaremos aquí para no contar el final, como una forma de desafiar el aburrimiento cotidiano.

Todo lo anterior no queda relegado, afortunadamente, al plano narrativo. Cronenberg apuesta a las imágenes como portadoras de sentido y como móviles para generar una especie de extrañamiento, ya sea con la lentitud de sus recorridos con la cámara o con la utilización de angulares deformantes para connotar esa especie de mundo (in)feliz informático, cerrado al consumo y consagrado a la frialdad de sus participantes. En aquellos momentos en que los personajes bajan a la realidad de las calles, su palidez se confronta con los otros seres, de carne y hueso, con sangre, que no participan de la misma carrera que unos pocos privilegiados y dueños del mundo. El director vuelve sobre la desaparición del sujeto, en este caso, extraviado en una acumulación de gestos mínimos y acciones intrascendentes (“me acurruco y trabajo”, “leo libros y bebo brandy”) donde poco se sabe qué hace el otro y su vida es un valor de intercambio sostenido en la utilidad del momento (cuando el custodia no sirve más, Eric lo mata con frialdad); también sobre la idea de un mundo donde es necesario renovar los placeres cada segundo. Hay una escena maravillosa en la que el médico revisa la próstata (asimétrica) del protagonista y éste comienza a excitarse con la mujer sudorosa que tiene en frente apretando una botella de agua mineral.

Cosmopolis parece, a primera vista, anacrónica en su planteo. Me hizo acordar mientras la veía a Life Without Principle de Johnnie To (2011); por un momento creía ver algo desfasado de lo contemporáneo, donde se hablaba de hechos ya conocidos. En una segunda lectura, uno se da cuenta de que el problema es la saturación de información mediática sobre estos temas que genera la impresión de que uno los viene viendo y escuchando durante décadas y sin embargo, son recientes. También, en una segunda lectura, la película de Cronenberg confirma que su cine es esa imagen viral que queda impregnada en la retina una vez más, capaz de someter nuestra mirada a extraños placeres.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Chile, 2019), de José Luis Torres Leiva (En la sección «Orgullo sin prejuicios»)

Un plano cerrado. Un beso, la caricia de dos mujeres. Lo primero es el afecto y hay que salvar eso, rescatarlo, capturarlo, sobre todo para enfrentar lo que viene y que ya anuncia el verso de Pavese en el título. Se puede estar un bar, hacer un karaoke con un tema de Virus, pero lo importante es la mirada, ese vínculo primordial en la comunicación de dos cuerpos que se saben sin necesidad de hablarse. Luego, los planos se abren. Una de ellas llora y un hombre se acerca. Es una forma de recuperarse en medio del dolor y se trata de una buena decisión para no repetir el regodeo a través del detalle, visible en tantas películas de temática similar. Además, que un hombre aparezca con un dejo de ternura y no represente una amenaza, hasta parece un pequeño milagro en el presente.

Una cuestión central pasa por cómo captar el tiempo durante una enfermedad, sin embargo, lejos se encuentra esto de una voluntad por supeditar la historia a un conflicto central. Para ello, aparecen momentos encapsulados, intensamente poéticos, producto de un registro cuya búsqueda se materializa en la percepción misma de un tiempo agónico. Y allí entran en juego los gestos de acompañamiento (muy diferentes a las intenciones de ahogar al otro con una almohada en clave europea). Del mismo modo que Ana permanece al lado de María sin abrumar, nosotros podemos aceptar el desafío de residir en esa intimidad con la paciencia que se requiere y así evitar la tentación del ruido gratuito o de la pirotecnia verbal. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos invita a la caricia.

Ciertas digresiones donde una de las protagonistas acaso sueñe despierta se transforma en un bálsamo, el de la ficción, capaz de neutralizar el dilema interior. Hay un ritmo, una cadencia donde se invocan versos que pueden ser decodificados a través de imágenes, como si compartieran un mismo corazón. Es el cine que susurra, el de una cámara que alterna cuerpos y partes de cuerpos. Unas para mirarse, otras para sentirlas. Y sostener las miradas es la forma de diálogo propuesta. De vez en cuando se escucha Te amo, perdona, y es la punta del iceberg en una situación en la que se lidia con el miedo (incluso un miedo que no solo es corporal, sino que viene de antes, de la dictadura).

La secuencia final con la canción que reza En el amor todo es empezar, bailada por unas chicas jóvenes hay un respiro, una esperanza política y corporal, un modo de comunión que habilita un nuevo comienzo o una posible continuidad.

State Funeral, (Holanda, 2019), de Sergei Loznitsa (En la sección «Estrenos»)

Siempre atento a registrar acontecimientos (sean grandes o pequeños), la cámara de Loznitsa ha sido siempre un ojo privilegiado capaz de abarcar desde todos los ángulos posibles un espacio o un hecho decisivo. En su cine no hay movimientos de cámara frenéticos. Cada plano, con su dinámica interna, invita al asombro, a mirar y a evaluar. En todo caso será el montaje la operatoria clave para animar un discurso que asomará paulatinamente. En esta oportunidad el abordaje se concentra en una causa de Estado, nada menos que el funeral de Joseph Stalin y lo destacable es el poderoso material de archivo. El tema es cómo trabaja el director con esa mina de oro, ya sea para evitar la mera acumulación, o para mostrarlos a la luz del presente, sobre todo en una época donde la posibilidad de restauración y de manipulación digital permiten reformular la manera en que vemos esas filmaciones originales. En este sentido, es interesante la alternancia entre el blanco y negro y el color, como si Loznitsa interpelara las formas desde la evolución del lenguaje cinematográfico. Desde las primeras imágenes con el cuerpo del líder hasta los diversos momentos de duelo y procesión, existe un juego continuo que busca interrogar la misma percepción de ese pasado que se materializa en la pantalla. En esta trama de miradas, también son determinantes las reacciones del pueblo ante la presencia de la cámara (cómo llorar ante ella, cómo sonreír con culpa, cómo espiar de reojo) y de los mismos soldados que custodian (prácticamente no la miran). Despojado de espectacularidad, es inevitable pasar por alto en el documental el dispositivo monstruoso para honrar la memoria del líder fallecido, desde los parlantes que se escuchan por todos lados con loas hasta la cantidad de procesiones y pompas consagradas a su figura. Y si bien da la sensación de que los mismos materiales hablan por sí mismos, hacia el final unos carteles sientan posición sobre las horribles purgas stalinistas. Es un final lógico y necesario. Solo la extensión del recurso resiente un poco el monumental trabajo de edición.

Les infants d’Isadora (Francia, 2019) de Damien Manivel (En la sección «Favoritas de Festivales de Cine»)

Hay un hecho, una historia trágica y una figura. La bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente en 1913 en París y sus dos hijos murieron ahogados en el Sena. Cuando no hay salvación posible en la vida, el último refugio es el arte, acaso el único eslabón posible para atemperar semejante dolor.

Lejos de presentarse como un biopic, Manivel divide la película en tres partes con tres mujeres diferentes para actualizar su obra Mother, producto de la desgracia. La mínima e indispensable información aparece al principio para contextualizar rápidamente el caso y descartar cualquier tipo de registro vinculado a la crónica. El hecho en cuestión y el cuerpo de Duncan estarán fuera de campo, solo aludido en tanto y en cuanto las protagonistas continúen y hagan propia su historia desde la más absoluta intimidad. El primer cuadro involucra a una joven que lee pasajes de una biografía. Lo interesante es de qué modo se plasma una experiencia de lectura y un proceso de búsqueda que incluye no solo la investigación de una vida, sino la posibilidad de reiterar rituales en el presente. Manivel, al igual que en sus filmes anteriores, construye encuadres como si fueran viñetas por donde los personajes transitan, más preocupado por destacar lo sensorial que por ceñirse a parámetros narrativos claros. A veces, el exceso de frialdad empantana demasiado el ritmo. Este vicio se advierte en el segundo cuadro donde una coreógrafa y una bailarina con síndrome de Down preparan la obra en cuestión. Más allá de algún pasaje de libertad cinematográfica, del abandono de ese encorsetado estético agobiante, en este tramo el desarrollo se resiente. No obstante, en el tercer episodio, la película levanta un vuelo alto. Una cámara viaja sobre las reacciones de los espectadores y se detiene en el rostro con lágrimas de una mujer mayor (la coreógrafa estadounidense Elsa Wolliaston, protagonista del corto de Manivel La dame au chien). La obra acaba de finalizar. El director filma el lento trayecto de regreso a su casa magistralmente, con una luz que recuerda a los trabajos de Pedro Costa. En el interior, un ritual de dolor, una continuidad de mujeres que encuentran en el arte la forma de apaciguar la tragedia personal. Es un momento mayor que, si bien marca el epílogo del itinerario, tiene una fuerza que descompensa al resto.

Lejos, este último tramo es lo mejor de una película cuya distancia es más bien respeto y búsqueda estética donde las palabras quedan resguardadas y son sustituidas por imágenes posibles ante el carácter inexplicable de la muerte repentina.

LA FOLIE ALMAYER (Bélgica, 2011) de Chantal Akerman (En la sección «Obras maestras modernas»)

Como es habitual en la directora de La cautiva, la adaptación de un texto literario no implica una traslación fiel ni mucho menos. En este caso, se realiza sobre la primera novela de Conrad pero para desarmar, en todo caso, sus resortes narrativos y ceder el paso a una experiencia cinematográfica única para quien se entregue a sus travellings y planos de extensa duración capaces de irritar a los más inquietos. La directora recrea la poética espacial del gran novelista y nos interna en su mundo selvático, en la locura de sus personajes pero sin descuidar en absoluto las herramientas cinematográficas, para sentir su incomodidad, para materializar cada uno de los signos que conforman ese microcosmos tan particular.

Al comienzo, una escena en la que asesinan a un muchacho arriba de un escenario mientras una joven queda bailando como si nada hubiera escuchado, funciona como disparador de un gran flashback y la borradura espacio- temporal se instala como marca (“antes en algún lugar”). A partir de allí, la mirada de Akerman construye un ámbito difuso que se resiste a ser contado linealmente, que privilegia los climas y nos invita a respirar el mundo de Conrad pero asumiendo el cine como modo privilegiado de expresión.

Espero (tua) revolta, (Brasil, 2019) de Eliza Capal (En la sección «Mujeres con cámaras de cine»)

Los tiempos cambian. Las estrategias políticas también. Ni hablar del concepto mismo de revolución. De esto y mucho más habla la película de Capal, un seguimiento de las diversas manifestaciones de estudiantes en San Pablo, por una mejor educación pública durante los últimos convulsionados años de Dilma Rousseff.  Lo curioso del caso es que la manera en que representa el documental los acontecimientos obedece a un registro enunciativo diferido, transformado en una especie de Hip Hop de hora y media, comentado y debatido por tres de sus protagonistas mientras revisan esas imágenes que los tuvieron al frente. Como si fuera una especie de Gimme Shelter de los hermanos Mayles, los hechos son analizados a la luz del tiempo que pasó y la fuerza radica en esa voces que legitiman los movimientos estudiantiles y sus logros. El material de archivo es observado, discutido, como si pusiera un paño frío a la violencia de las situaciones donde la represión recrudece. En este sentido, parece haber una transferencia de la directora a los propios estudiantes para que ellos monten su propia película, para que conduzcan su desarrollo a la manera de una percepción simultánea, vertiginosa y hasta dispersa, más afín a las nuevas generaciones. Está en nosotros resignarnos a las viejas maneras o integrarnos más allá del apocalipsis.

No obstante, la presencia constante de la cámara, como una protagonista más, capta un campo de tensiones al rojo vivo sobre qué decisiones tomar en momentos culminantes. Allí, donde las dudas y las contradicciones asoman, la protesta parece debilitarse en favor del enemigo. Una de las virtudes de Espero tua re(volta) es la idea del cine como arte del presente en un sentido político ausente en tantos exponentes cuya única motivación parecería ser el refugio estético. Ante ese círculo vicioso, la película grita, baila, sacude, promulga por un discurso que restituya la ideología en tiempos de crisis y de identidades difuminadas, donde parece que estamos resignados frente al dolor y a la muerte. Como contrapartida, los estudiantes marchan y se bancan los palazos de las fuerzas de seguridad represivas. Pero siguen. Su principal triunfo es doblegar las decisiones del poder y ganar terreno sobre ciertos derechos. Paro la derrota es importante: una población que elige al militar Bolsonaro. Y en esa condición de presente que despliega el documental se abre un interrogante, un horizonte incierto y la paradoja de haber luchado para evitar lo que finalmente sucedió: el más feroz neoliberalismo triunfó en Brasil.

Hay una lógica formal que enriquece el trabajo de la directora, a saber, su ligazón con el lenguaje de la música en el ritmo que le imprime a las imágenes y el modo en que los colores inundan la pantalla para evocar las estrategias de un cine político de impacto. Lo que cambia es la evaluación y el análisis que hacen a la distancia los protagonistas. La calle, ese arte del olvido impuesto por el mundo de la virtualidad, se materializa de modo tal que nadie pierda de vista que es allí donde se logran los derechos avasallados por la clase política de turno. La música y la protesta se aúnan para revivir un espíritu colectivo vivo. Espero tua re(volta) fue una de las películas de esta gris edición del Bafici 2019. Estuvo escondida, pero la posibilidad que abrió su realizadora de que se vea de manera gratuita en un futuro inmediato, abre un panorama interesante para recuperar esa dimensión política capaz de contrarrestar los numerosos esfuerzos de neutralización de voces.

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