Madre hay una sola. A cincuenta y un años de El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968)

Pasaron 51 años del estreno de El bebé de Rosemary de Roman Polanski. Pasarán otros 51 y seguramente seguirá conservando el carácter perturbador. Basada en la novela de Ira Levin, iba a ser dirigida por el juguetón maestro William Castle, quien había comprado los derechos, sin embargo, los muchachos de la Paramount lo disuadieron para que fuera el joven y prometedor realizador polaco. Hay dos cuestiones (entre tantas) que se destacan en la película. Por un lado, el mecanismo de adaptación; por el otro, la forma en que se trabaja el género de terror y cierta concepción de lo fantástico. En relación al primer eje, Polanski respeta el argumento: una pareja se instala en un departamento neoyorkino a pesar de las advertencias de un amigo y  su nueva realidad es invadida por dos ancianos vecinos, tan encantadores como diabólicos, quienes forman parte de una conspiración para el nacimiento del diablo en la tierra. La semilla, claro está, será la joven Rosemary. Lo cierto es que Polanski vio en la novela pautas cinematográficas, llevó a cabo un proceso de decantación para que prevalecieran los diálogos y eliminó varias referencias ocultistas a fin de potenciar más la ambigüedad acerca del mal. En este sentido es un acierto absoluto mantener fuera del campo visual la figura del bebé y sí mantener la ilusión en el espectador de que algo vio, una especie de percepción subliminal sostenida por unos segundos de ojos felinos. No obstante, le inyecta un enfoque netamente subjetivo a la historia a partir de las desgracias de la protagonista, que se acentúan a fin de hacer de la ambigüedad un arte. De este modo, más allá de la historia, se han tejido diversas interpretaciones que van desde lo psicoanalítico hasta lo religioso.

Pero es en relación al tratamiento genérico lo que verdaderamente importa y de qué modo la maestría de Polanski se conjuga como nunca para dar forma  a su poética de la subversión: en un mundo cotidiano y familiar aparecen signos que quiebran progresivamente el orden de lo real hasta invadirlo. Sin recurrir a presencias sobrenaturales explícitas, las imágenes y las atmósferas tejen un orden de pesadilla, tan siniestro como la música de nana del comienzo. Pero nada de esto tiene sentido ni efecto si no parte de un realismo material que Polanski desarrolla en la puesta en escena a base de signos que nos conectan con la época. De hecho, el año 1965, en el que transcurren los hechos, son señalados con varios indicios: la visita del Papa Pablo VI, la portada del Time Magazine con el título “Dios ha muerto” y los peinados y vestidos de una generación cuyos sueños se materializaban entre la utopía y la psicodelia. Este afán por mantener un criterio realista aún en medio del terror se confirma en la última escena, un momento antológico que funciona como corolario de las elipsis y el fuera de campo, dos recursos presentes durante el transcurso del filme. Y también es el momento para introducir una de las obsesiones del director, la idea de complot, retomando la vieja raza de seres primordiales de Lovecraft , pero trasladada al universo neoyorkino de los sesenta. En ese marco, sueños, pesadillas y alucinaciones se introducen para liberar las fantasías reprimidas en una lógica onírica que se emparienta con el LSD. Además, para invertir el dogma de la inmaculada concepción, como si la sardónica intervención de Polanski quisiera subvertir el mito de manera satánica. La ansiedad de fines de los sesenta en torno al sexo libre y su compatibilidad con la maternidad es referida visual y verbalmente. Con respecto a esto último, ciertos diálogos rozan el humor negro de manera magistral.

El diablo, en este sentido, no es un agente concreto (nótese al respecto la utilización de sombras, sonidos y palabras que denotan su presencia, pero siempre fuera de campo) sino una propia manifestación de los miedos humanos. Esta posibilidad del mal incrustado en lo cotidiano, pese a que retoma cierta tradición genérica como la de Tourneur, agrega una dosis más de incertidumbre y entonces ningún espectador está seguro de nada.

El bebé de Rosemary es la carta de presentación de Polanski al infierno encantador de Hollywood, el comienzo de una maldición que se multiplicaría en forma de cajas chinas. En algún punto, y salvando las distancias, es su propio Citizen Kane, en el sentido en que aglutina todos los procedimientos aprendidos y se muestra como el joven prodigio capaz de sorprender a la industria. La película consta de una variedad de planos cuya dirección evade la mera galantería visual y apunta a una clara funcionalidad dramática. Están los master shots aprendidos en la Escuela de Lodz, planos secuencia de uno a dos minutos en mediano para seguir los desplazamientos de los personajes por el interior del departamento, los planos profundos donde se da paso a la ambigüedad provocada por las elipsis o el fuera de campo (recordar el momento donde el humo de un cigarro se advierte desde lejos mientras Cassavetes y Blackmer dialogan; para muchos es el pasaje del joven marido a la secta) o los planos fijos que marcan intensidad dramática a fin de potenciar la identificación con el espectador (por ejemplo, la escena de la cabina cuando Rosemary intenta dar con el Dr. Hill). Pero fundamentalmente es un eterno testamento donde lo siniestro se hace presente para que una vez que entremos con la cámara al Dakota ya nada sea igual.

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