Restos de celuloide: sobre imágenes y sueños

Se dice que el cine es el arte de los espectros. También que su carácter residual enfrenta al olvido. Lo que vemos en pantalla no existe, como las estrellas, pero es tan fuerte la ilusión que nos estancamos en las imágenes, víctimas de la hipnosis, y guardamos en nuestro propio reservorio escenas, momentos, rostros. Y con los años se forma un collage gigante. Particularmente, cada día para mí es un profundo pasillo en cuyas paredes veo afiches de películas, segmentos de celuloide que me acompañarán toda la vida, supongo. No piden permiso para aparecer y su orden, muchas veces, es aleatorio, caprichoso, aunque en otras ocasiones se manifiestan con una cierta lógica, según el reloj afectivo, emocional y hasta climático. Son destellos. Después de unos minutos, se derriten como los relojes de Dalí y vaya a saber cuándo retornan.

Hoy caminaba por uno de esos pasillos y apareció la cara de James Cagney en El enemigo público (The Public Enemy, 1931), una genialidad de William Wellman, parte del inagotable semillero de gángsters que supo entregar la Warner por entonces. Pero no es la crónica propiamente dicha sobre el ascenso y la caída del protagonista lo que pretendo referir, sino la escena final, la que conecta el mundo genérico de la mafia con la tragedia. La madre de Tom Powers se entera de que el hijo (uno nunca deja de ser un hijo pese a ser un delincuente) retornará a la casa y prepara meticulosa y animadamente cada parte del hogar. En las acciones de la anciana se manifiestan los cuidados propios de alguien que ama con todo el corazón; en su ética de hembra que protege se concentra toda la moral de las madres trágicas, las de Lorca en Bodas de sangre, por ejemplo. Hay que ver la expectativa que le pone al encuentro. Sin embargo, cuando abren la puerta, James Cagney está atado como un fiambre y es solo un paquete que arrojan a la puerta. El contraste entre deseo y realidad pocas veces fue tan alucinante y terrorífico, y es el corolario de una distancia insalvable: el crecimiento de niño devenido en monstruo social. La muerte prematura en la tragedia y en el cine de gángsters es el horizonte ineludible. Solo resta, mientras tanto, esperar qué tan cruel puede ser.

Avancé unos pasos más, en otro momento del día, y fue el turno de las distancias. Esa cosa al final de la escalera de Ray Bradbury es un cuento inquietante acerca de un hombre que debe enfrentar un trauma de la infancia y que lo ha perseguido toda la vida. Desde el título se advierte ya la indeterminación, uno de los rasgos fundantes de la literatura fantástica (y del terror). Pero además  está la cuestión de «al final de la escalera», esa proyección espacial en profundidad que en el cine se puede apreciar mejor. ¿Qué hay allí en el fondo, qué se esconde detrás?,  son interrogantes que una buena puesta en escena puede ejercitar ante los ojos de un espectador que se mantiene en vilo  (y a salvo solo porque hay una pantalla de por medio). Así se viven los escalofriantes pasillos de El padrino aguardando que irrumpan los mafiosos para terminar su tarea con Vito Corleone, las caminatas de Jamie Lee Curtis con estudiantes amigas por calles y parques sin saber si al final de las mismos estaba o asomaba Michael Myers, en la obra maestra de Carpenter, Halloween, o el siniestro encuentro del tipo agobiado por una pesadilla con su amigo para enfrentarla, detrás de una pared en un luminoso bar en Mulholland Drive, de David Lynch. Los planos profundos son de lo mejor que le pudo pasar a este arte y al terror específicamente. Y de vez en cuando, en un terreno saturado de efectismos, surge una agradable sorpresa que devuelve la fascinación por esos temores primarios que jamás se despegarán. It Follows (2014),  el film de David Robert Mitchell, manifiesta la voluntad  por habilitar esa zona de profundidad de campo para que sigamos sintiendo miedo a que algo aparezca desde una lejanía, a que de repente, en frente, en la casa del vecino, irrumpa o salga algo. Con recursos genuinamente cinematográficos, Mitchell vuelve sobre esa extraña sensación de sentirse asediado sin saber exactamente por qué y tener que cargar con ello de aquí a la eternidad. Las hermosas imágenes de melancolía en medio del horror nos avisan  constantemente esa inexorable verdad velada por la razón: el miedo siempre estuvo y llegó para quedarse.

En la última foto del día vi a Juliette Binoche. No era casualidad la treta del destino. Había soñado con Juliette la noche anterior. Estábamos en una especie de habitación con cantidad de gente. Había un reloj en la pared y yo la miraba, la miraba. Esperaba ese momento en que me animara a acercarme y decirle cuánto la admiro. Y bueno. Si pasaba algo más, mejor. El resto, como si nada. Salvo un tipo grandote con anteojos que asomaba como competidor, al cual le lancé un par de esas miradas que matan. Finalmente Juliette me miró, se me acercó y me dijo: voy a dormir un rato, pero no quiero seguir de largo. Yo le dije que la despertaba, señalando el reloj, que no se preocupara. Me dijo la hora y se acostó en el piso. Emocionado, me pedí un café con leche y tres tartitas dulces. Entonces, por esa extraña lógica que tienen los sueños, Juliette no se durmió. Me comió las tartitas y dijo que se iba. Yo me quedé con la taza en la mano. Pensé tirarle un «no me podés dejar así», como Monzón a Susana en La Mary, pero no me salió. Eso fue lo más cerca que estuve de Juliette.

Mañana empieza un nuevo recorrido, veremos qué depara la fortuna.

elcursodelcine

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