ORDEN ALEATORIO: UN ABECEDARIO CAPRICHOSO (SEGUNDA PARTE)

Segunda entrega de este antojo movilizado por el azar. Películas cuyo título sea una sola palabra del reservorio de reseñas escritas. No importa el puntaje ni la supuesta calidad, sino que se acomoden al orden alfabético propuesto. Dos por letra. Aquí va la segunda parte.

H-

Hanna, de Joe Wright, 2011

Todos habrán visto alguna vez o recordarán la famosa escena de Intriga internacional (1959) de Alfred Hitchcock en la que Cary Grant es asediado por una avioneta fumigadora en medio de una desolada locación. Sólo un maestro podía transformar una situación común de espionaje en un momento único de cine, donde la fuerza expresiva de lo visual se sobrepone frente a lo que a priori podría tomarse como un absurdo (¿quién  planearía cazar a un tipo de esa manera?). Pues bien, salvando las distancias, hay que celebrar que algo de esto exista en la película de Joe Wright, donde ciertos preceptos básicos del género son trabajados desde un marco un poco más enriquecedor que lo que se ve frecuentemente. Como si ello no alcanzara, el director logra hacer convivir elementos cuya fusión, a primera vista, haría temer lo peor. Me explico.

Hanna (Saoirse Ronan) es una jovencita de apenas dieciséis años entrenada para matar por un ex agente  (Eric Bana) que a su vez es intensamente buscado por una jefa de la CIA (la gélida Cate Blanchett) . Este esquema argumental y muy convencional funciona  en la primera parte de forma más que interesante a partir de la voluntad de la puesta en escena por seducirnos con una fotografía bellísima y planos abiertos al inconmensurable paisaje nevado, aún con encuadres cuestionables como el de un ciervo destripado y la bella joven al lado, pictóricamente mostrados con una cámara que asciende y se aleja. En efecto, el inicio desconcierta al no dar referencias espacio-temporales concretas, al estar despojado de música incidental y al provocar una especie de extrañamiento, sin introducción vertiginosa de conflictos. Se disfruta esa etapa donde se avanza sobre el adiestramiento del personaje pero al mismo tiempo sobre la ansiedad que tiene de cumplir su misión y de cambiar de vida. Claro está, aquí comienza lo previsible. En el intento de los demás por atraparla, se iniciarán las clásicas persecuciones con fragmentación de planos, velocidad, riesgo y otros recursos conocidos. Sin embargo, cuando creemos que todo está perdido o consagrado al mero entretenimiento, reconocemos un rasgo redimible inmediato: las extensas corridas de la heroína parecen un baile coreográfico electrónico. Sin duda, la música de los Chemical Brothers contribuye, pero más allá de eso, se nota la virtud de Wright por buscar espacios que funcionen desde un punto de vista expresivo y que tengan en común su condición laberíntica. Esta voluntad por correrse permanentemente del género para potenciar cinematográficamente situaciones convencionales juega a favor, desde mi punto de vista, de la película (lo podrán ver perfectamente al final). Por otro lado, sale victorioso ante una serie de ideas, lugares y personajes puestos como descansos que cualquier thriller desecharía de antemano, además de ofrecer un recorrido multicultural muy gracioso que va desde Leipzig hasta Marruecos, pasando por un número de flamenco, hasta Berlín como trasfondo de la acción principal. Que se filtre un gesto por hacer algo distinto, con una buena dosis de cine, en tiempos en que las imágenes explotan, no es algo desdeñable.

Hedi, de Mohamed Ben Attia, 2016

La presencia de los hermanos Dardenne se manifiesta desde las sombras en Hedi. No solo porque son coproductores sino por la influencia que ejercen en el registro de Mohamed Ben Attia cuando sigue de cerca al protagonista de esta historia. De modo similar a El hijo (2006), los planos cerrados trabajan la asfixiante realidad de Hedi signada por la crisis personal. Tiene una mamá opresiva y está a punto de casarse por conveniencia. En su parco rostro, inexpresivo,  se dibuja la insatisfacción y el complejo de inferioridad frente a su hermano; también la situación de un país cuya economía está resentida. En la primera escena del film asistimos a una reunión donde se presiona al personal, entre ellos, al propio Hedi (es vendedor en Peugeot y le niegan una licencia para irse de viaje de bodas). Todo el tramo inicial muestra de qué modo la existencia pesa sobre el personaje. La cámara capta su nerviosismo y el tránsito por monótonas locaciones. Es como una especie de mochila que carga en su espalda por caminatas inciertas. La misma parálisis que lo afecta en cuanto a su futuro es la que breves pinceladas pintan con planos generales sobre una geografía de parajes desolados y de negocios vacíos. El país parece apagado ante los ojos de Ben Attia (cinco años después de la revolución)

Será un nuevo destino laboral el que lleve a un hotel a Hedi para que conozca a una bailarina y ponga en crisis el mandato a la tradición. Aún así la felicidad se manifiesta a través de raptos de euforia. Son apenas paréntesis que descomprimen la tensión, como si ese espacio indefinido del hotel potenciara la liberación momentánea de su inconsciente. Hay, en este sentido, una escena genial donde lo vemos en trance, en medio de una fiesta. Son momentos donde se palpa la fisicidad del personaje al que el director nunca abandona. Sin embargo, los imperativos familiares y sociales se hacen sentir y entonces, la historia comienza a explotar la sospechosa vía del drama sensible cuyo principal mecanismo pasa por jugar con la expectativa del espectador. Hedi debe decidir entre el casamiento con su novia pautado por su madre (Estado/Tradición) y una nueva vida con Riim. Son dos mujeres opuestas, dos versiones de su mente (una no se permite besar al novio antes de casarse; la otra baila para los turistas y posee un carácter nómade y vital). Hacia el final, será nuevamente su rostro el lugar donde leamos la determinación que marcará su futuro. Juzgarla desde un punto de vista occidental puede conducirnos a un problema, sin embargo, todo el film se juega en esa tensión por intentar no caer en el melodrama trillado ni subrayar un discurso sobre el peso de la tradición. A veces lo logra; otras no.

I-

Inmortal, de Homer Etminani, 2016

“Me cuesta acatar esas categorías. Todos mis documentales son estilizados. En nombre de una verdad más profunda, una verdad más extática-el éxtasis de la verdad-contienen partes inventadas. A veces puedo decir entonces que se trata de ficciones disfrazadas.” (Werner Herzog en Manual de supervivencia, 2011)

En La virgen de los sicarios (2001), la notable película Barbet Schroeder, hay un momento escalofriante. Es un detalle, apenas un signo. Sin embargo, dice mucho más sobre la violencia y el estado de un país que otros segmentos más explícitos. En un terreno elevado que oficia como un basural para los transeúntes ocasionales se ve un cartel que dice “prohibido arrojar cadáveres”.La sencillez del pedido contrasta con la gravedad de un mundo donde los cadáveres son rebajados a su condición de objetos desechables. Y el efecto es devastador.

Inmortal de Homer Etminani retoma lo anterior y lo pone en otro contexto. No obstante, tiene una prehistoria que se forjó a partir de un hecho imprevisto sobre el rodaje: el protagonista, Cosme Peñate, murió en un accidente. De modo tal que la película está partida en dos. Comienza como una ficción y termina como un documental, sin ser necesariamente éstas, categorías excluyentes. Todo el tramo inicial utiliza un registro observacional de los personajes en sus respectivos ambientes. Cosme vive sobre la playa y entre otros menesteres, recoge cadáveres del mar que llegan desde la guerrilla. Nada escapa a su mirada y los primeros planos del rostro adusto lo confirman. Está ahí en cuclillas, recorre las orillas contaminadas de chatarras que nada tienen para ofrecer al paladar turístico porque allí reina  la expectativa siniestra de hallar un cuerpo a cada momento. Si hay algo que escenifica Etminani es la naturalidad con que se habla de la muerte (“Ahora la cosa está calmada, no han aparecido muchos cuerpos”). Basta escuchar el diálogo que sostienen Cosme y Hellens, la joven que lo contacta para saber del paradero de un familiar caído en combate. Esto le da un peso simbólico a Inmortal que, a falta de intensidad, encuentra su fuerte en los silencios, las omisiones y las elipsis narrativas. En todo caso veremos retazos visuales que materializan momentos, tránsitos y signos sociales de lugares marginales, condenados al olvido. La incomodidad será potenciada, además, con una banda sonora de ruidos naturales y urbanos cuya saturación rodea la pantalla de manera omnipresente. En todo caso, cuando la tensa calma se altera con la aparición de un cadáver, el registro adoptará el estilo nervioso del noticiero que se planta en el lugar de los hechos y sigue los movimientos frenéticos de los lugareños. De lo contrario, la cámara encuentra un reposo en la playa para que los personajes atraviesen el cuadro desde diferentes direcciones.

Cuando se produce el quiebre (hay una escena elocuente), se da lugar a una serie de testimonios frente a cámara que ponen a la película en otro lugar y confirma la estrategia formal resultante de los imprevistos. El documental surge como urgencia y la palabra suple al mutismo inicial: Cosme se transforma de observador en sujeto observado, reconstruido verbalmente por quienes lo conocieron, habitantes que, pese a la dificultad por expresarse, son capaces de regalar momentos metafóricos únicos (“Tenía una enfermedad dormida”). El otro camino, “el de la ficción”, continuará con el solitario y conmovedor viaje de Hellens hacia un destino incierto, despojado de dramatismo pero no exento de belleza.

Inmortal vacía progresivamente el cuerpo del espectador, su efecto se construye a través de un montaje que dosifica los estados de violencia real y simbólica ante nuestros ojos, de manera tal que cuando concluye la película, la pregunta acerca de lo que vimos asoma con descaro. Se trata de una experiencia que el cine no suele regalar fácilmente.

Invisible, de Víctor Iriarte, 2012

Los festivales son también fenómenos sociológicos. En esta oportunidad, el director tuvo que salir a aclarar que su película no “era una estafa” como gritaron algunos espectadores huyendo de la función. Mucho ruido y pocas nueces. Iriarte no es Serra (del cual se vivió un episodio parecido con su despojada adaptación del Quijote en una edición anterior) y más que imágenes presenta ruidos, una voz a capela poco soportable y acordes de chelo que serían la banda sonora de una película de vampiros que nunca vemos ya que solo accedemos a fundidos en negro con breves diálogos escritos sobre pantalla. Hay una línea delgada entre lo experimental y la pereza creativa (alguno podría traducir como “chantada”); en este caso la balanza se inclina hacia esta última. De los 65 minutos que dura la película, con 5 hubiese sido suficiente para develar el mecanismo formal omnipresente. El resto es puro agobio.

J-

Juntas, de Laura Martínez Duque y Nadina Marquisio, 2017

Hay una historia de base detrás del documental Juntas, de Laura Martínez Duque y Nadina Marquisio. Es una historia de amor y de lucha en la que luego de una larga batalla jurídica, Norma Castillo y Ramona ‘Cachita’ Arévalo se convirtieron en la primera pareja de mujeres casadas por ley en Latinoamérica. Tenían 68 años cuando lo lograron, sin embargo su relación se inició a fines de los ochenta en Colombia, lugar al que vuelven, empujadas por el recuerdo y el tiempo.

El plano inicial muestra el arribo de un tren. Yo tengo una teoría que no necesariamente pude probar aún, pero cada vez que una película comienza con un tren, espero lo mejor. Nada puede fallar con ese signo fundacional. Por fortuna, este filme intimista apoya la idea. Su naturaleza es poética antes que discursiva. Las primeras imágenes difusas con reflejos invertidos y un audio que da cuenta de un reencuentro son señales de que el territorio preparado no tiene que ver con una ligazón referencial o con un grito militante que lo emparentaría con otros proyectos de temática similar. La lucha (o por lo menos, su estado más candente) fue hecha y los frutos están a la vista, pese al dolor y al sacrificio. Ahora, la cuestión para Norma y Ramona es el tiempo, la memoria y un viaje postergado. ¿Cómo capturar una experiencia? ¿Cómo enfrentar los lugares del pasado en relación con los cuerpos que los reencuentran? Estos son algunos de los interrogantes que plantea la película y lo interesante es que se extienden al mismo proceso de filmación, porque finalmente, ¿cómo se vincula un documentalista con los seres, las situaciones y los objetos que retrata?, ¿hasta qué punto su acercamiento no termina por confundirse con los sujetos que están involucrados? Tal vez la respuesta sea esa superposición de voces en off que transitan el relato en algunos pasajes.

Otra de las virtudes es la confianza en lo estético. No como una pose fría cuyo horizonte es el regodeo, sino como el acercamiento sensitivo propio de una cámara interesada por recorrer una geografía ausente, de signos residuales, para observarlos según el implacable paso de los años. La materialidad sonora a base de un virtuoso montaje, pone a la película en un registro diferente, aquel donde los planos salen de lo convencionalmente aceptado o instituido. En este sentido, del mismo modo en que las mujeres deconstruyen el lenguaje de un artículo publicado sobre sus vidas (como se ve en un pasaje, mientras descansan en dos hamacas paraguayas), las directoras desarman una idea orgánica de lo que entendemos por documental testimonial. Por ello, Juntas aborda la intimidad, la identidad y la lucha sin descansar en la proclama y atendiendo a la posibilidad de universalizar una experiencia.

Jauja,  de Lisandro Alonso, 2014

“¿Pero hay algún placer más poderoso que el de sentirse perdido en un filme? Tal es el gesto de la poesía en el cine.”(Jean Claude Biette)

El desconcierto que genera la última película del joven y talentoso director no puede menos que relacionarse con la poesía. Además, el desconcierto en el cine es un sentimiento maravilloso, y eso es lo que se percibe en Jauja desde su primera imagen con padre e hija, encuadrados perfectamente, en un paisaje desértico inconmensurable. Son ellos los que abren el film porque los caminos visuales y narrativos se irán concentrando en ellos.

Si hay un signo presente es la búsqueda, y en este caso es doble. Desde el punto de vista argumental, la historia se centra en el desesperado periplo que un capitán danés realiza para encontrar a su hija, quien se ha fugado con un soldado,  impulsada por el deseo. El marco es el siglo XIX, en el sur argentino, aunque algunas líneas de diálogo puedan tener resonancias en el presente. La racionalidad europea y colonizadora de este hombre se ve desafiada por el misterio que encierra esa naturaleza abierta y las historias que la pueblan. Los personajes del inicio desaparecen y estamos en un tramo increíble de la película, donde la sensibilidad de Alonso nos sumerge en el cuadro de la pantalla como testigos de esa lucha desesperada. Aquí se hace efectiva la otra búsqueda, la estética, la del director, buscando el plano justo, la iluminación adecuada, para agregar alguna que otra sorpresa que nos conduce nuevamente al resbaladizo terreno del desconcierto. Dos cosas sí parecen certeras: Alonso demuestra una vez más su talento sin fisuras y Viggo Mortensen es un verdadero animal cinematográfico.

K-

Kombit, de Aníbal Ezequiel Garisto, 2015

Al principio se escucha un testimonio en off que dice “Colón trajo la esclavitud y la viruela”. Se podría agregar que también aportó la presencia de uno de los tantos salvajes disfrazados de conquistador. Eduardo Galeano dice al respecto en su ensayo  El descubrimiento que todavía no fue: España y América: “Hacía cuatro años que Cristóbal Colón había pisado por primera vez las playas de América, cuando su hermano Bartolomé inauguró el quemadero de Haití. Seis indios condenados por sacrilegio, ardieron en la pira. Los indios habían cometido sacrilegio porque habían enterrado unas estampitas de Jesucristo y la Virgen. Pero ellos las habían enterrado para que estos nuevos dioses hicieran más fecunda la siembra del maíz, y no tenían la menor idea de culpa por tan mortal agravio.” Se trata de uno de los tantos episodios silenciados por la historia oficial y el comienzo inevitable de una empresa de progresiva destrucción que azotó al continente. Haití, no obstante, fue el primer país en abolir la esclavitud, pero eso no lo liberó de una nueva conquista por parte de países poderosos para transformarlo en el más pobre. Pero una cosa son las palabras y otra muy diferente es verlo. Allí es donde aparece la labor del documentalista.

Kombit significa trabajo solidario, algo así como “hacer algo juntos”. Es la expresión que se utiliza para describir la forma en que los trabajadores de las cosechas de arroz se organizaron para resistir a las políticas buitres del estado cuando se decidió permitir el ingreso de EE.UU al mercado y alterar la producción campesina de manera desleal y hasta criminal. Es un proceso que Garisto no sigue de manera convencional ni intrusivamente. Por el contrario, les cede la voz a los protagonistas y en todo caso serán las imágenes las que den cuenta de la desigualdad reinante. Hay por lo menos tres niveles de enunciación en la película (de corta duración pero de justa aparición). El primero es verbal y lo componen los relatos y la mirada a cámara de una historiadora, un trabajador que se ha convertido en el principal impulsor de la comunidad campesina,  y otros especialistas. Es importante señalar que nunca el documental se extravía en el terreno fácil del informe televisivo ya que evita cualquier intervención de música funcional propensa  a la victimización. Las mismas aserciones se defienden por sí mismas y son elocuentes a la hora de argumentar. No hay margen de duda sobre quiénes son las víctimas aquí: gente inocente, olvidada por dictadores de turno que propician el trabajo esclavo para llenar las arcas de países como EE.UU con el mismo verso neoliberal de siempre (ya se podría memorizar como las rimas de primaria: empresas que se instalan con la promesa de generar empleos que finalmente no otorgan y multiplican la pobreza).

Los otros registros se apoyan en las imágenes. Algunas de ellas enfatizan el trabajo cotidiano, el sacrificio de las familias para obtener sumas irrisorias. En esos parajes aislados del mundo el tiempo transcurre con una lógica totalmente ajena al ensordecedor ruido de las sociedades capitalistas modernas y la mirada de la cámara respeta la inevitable lentitud de rituales donde, más allá del esfuerzo, se ve la dedicación. Toda la labor es manual y con maquinaria precaria, y el resultado es un producto orgánico, diferente al arroz industrializado que se importa de EE.UU a un costo imposible de competir. Esta desigualdad es inteligentemente mostrada por el director porque no la subraya con discursos de barricada sino con momentos visuales donde autos importados desfilan entre los trabajadores a pie que llegan a la ciudad con la esperanza de vender algo de lo que cosecharon (muchos de ellos evitan la humillación de los costos irrisorios que les ofrecen y guardan las bolsas en un galpón). La contracara de esto la representan los innumerables sacos con la bandera estadounidense como parte de un mercado voraz y destructivo ante un estado ausente y corrupto. También el contraste se advierte en chicos con uniformes de colegios (toda la educación privada en Haití es privada) quienes parecen acceder a un privilegio y sin embargo, las imágenes de los establecimientos es de una precariedad alarmante. Garisto nunca asume el punto de vista intimidante o adopta el rostro que simula preocupación momentánea para destacarse como misionero (tan frecuente en el género cuando aborda temáticas similares).

De manera tal que Kombit no viene a ofrecer exotismo. Lo suyo no es la ficción vendible del vudú y de la violencia for export , sino la valoración de la dignidad humana en un contexto de injusticia social, el apoyar la oreja a quienes no son escuchados y a ofrecer la cámara hacia zonas silenciadas, cuando no ignoradas,  de manera constante. Pero también a despojar a Haití de la representación convencional foránea de la industria que explota la superstición. Denise Dominique, la historiadora que aparece en varios tramos, habla de la importancia de la naturaleza para los campesinos, quienes trabajan como hace doscientos años, atentos al clima y a los contratiempos. Es un conocimiento que se conserva como tesoro porque también forma parte de la identidad de la comunidad asediada por la apertura comercial a EE.UU en desmedro de los trabajadores. Y la cámara se entrega  a mirar y a explorar esa geografía edénica (la misma que deslumbró a tipos como Colón, más allá de la obsesión por el oro) con un cuidado estético que instala otro nivel de enunciación posible. Es como si intentara captar un espíritu primigenio que aún persiste a pesar del daño provocado sobre esta tierra (es estremecedor el relato que habla de los índices de cólera a causa de la contaminación de los ríos con excrementos de soldados intervencionistas luego del devastador terremoto de 2010, una excusa para intervenir el país militarmente con la máscara del apoyo humanitario de la ONU).

La sencillez de Kombit es su principal rasgo; la ausencia de la espectacularidad, su carta de honestidad para evitar cualquier atisbo de pornomiseria: se muestra lo que pasa, nadie llora ante cámara (y motivos no faltan). Mientras transcurren los créditos finales, se muestran los rostros una vez más, la mejor forma de reforzar la identidad en la pantalla y de ponernos como espectadores a la par. Solo si miramos al otro podremos comprender y no morir en la indiferencia.

Kabul, de Aboozar Amini, 2018

Hay una primera mitad muy atractiva en esta película. En un territorio signado por la desgracia y el trauma permanente de la guerra, dos historias son contadas desde el riñón mismo de ese espacio asediado por constantes bombardeos. Una es la que atañe a un chofer de ómnibus y todos los inconvenientes que se le presentan para desarrollar su trabajo. Apenas algunas canciones y rituales con amigos lo alejan durante pequeños intervalos del horror cotidiano. «Cuando miro al pasado, tuve solo un diez por ciento de paz» declara el protagonista y es toda una declaración de principios en una tierra devastada. En medio del registro confesional, el hombre expresa el temor a convertirse en un monstruo; ante nuestros oídos no es otra cosa que el miedo común a los olvidados, a las víctimas de quienes conviven con el horror como moneda corriente.

La otra involucra a dos hermanos cuya tarea es mantener el hogar mientras el padre no está. ¿Cómo planificar una vida en ese contexto? ¿De qué modo rescatar instantes breves de felicidad en un lugar que se transforma en un incesante cementerio? Estos desafíos recorren la existencia de los personajes. Es impresionante, al respecto, el modo en que la cámara capta con planos abiertos el aspecto fantasmal, apocalíptico, de la arquitectura de la ciudad, afectada por las bombas, y con qué naturalidad el padre transita con sus hijos las ruinas y las tumbas, como visitaran un zoológico o reemplazaran la falta de divertimento con  un paseo recreativo. Y en ese trayecto, la única forma de educar es la de prevenir según la demanda en un mundo atravesado por la guerra.

Ambas historias parten de ese mismo callejón sin salida, un horizonte de expectativas rotas. Por ende, ¿qué es lo que queda?. Solo la posibilidad de refugiarse en pequeños actos, instantes breves de felicidad o de anhelada paz. El chofer entonará unas rimas populares; los niños regarán unas plantitas. Son los atisbos de vida posible en un contexto imposible. «Esto se llama suicidio, esto se llama Afganistán» sostiene el hombre.

Desde esta perspectiva, es notable el trabajo visual. No obstante, en la segunda mitad parece agotarse el recurso y las historias se pierden, hecho que resiente el resultado en su conjunto.

L-

Lolita, de Stanley Kubrick, 1962

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mi espalda. Mi pecado, mi alma. Lo-Li-Ta: la puerta de la lengua hace un viaje de tres peldaños bajo el paladar para golpear, a las tres, en los dientes. Lo-Li-Ta. Era Lo, solo Lo por las mañanas, de pie, cuatro pies y diez pulgadas en un calcetín. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores en la línea de puntos. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Así comienza una de las novelas más importantes y problemáticas del siglo XX. Su autor, Vladimir Nabokov. Es la confesión póstuma de un tipo llamado Humbert Humbert muerto en la cárcel en 1952 mientras cumplía una condena por asesinato y delitos sexuales relacionados con una chica llamada Dolores Haze, bautizada por él como Lolita.

En uno de los pasajes más controvertidos de la novela, Humbert expresa su teoría sobre ese tipo de niñas: “Entre los límites de edad de nueve a catorce años aparecen doncellas que a ciertos viajeros embrujados dos o más veces mayores que ellas, les revelan su verdadera naturaleza que no es humana, sino nínfica (es decir demoniaca); y a esas criaturas escogidas yo propongo calificarlas de nínfulas.” Tal afirmación hoy sería imposible de asimilar para los patrones dominantes y seguramente hubiese generado los reclamos más acérrimos, como si la ficción debiera rendirle cuentas a la moral de eso que se llama realidad.

Pero también hubo una película, que también tiene su historia. Cuenta la leyenda que para convencer a Nabokov de ser el guionista, Stanley Kubrick lo llevaba a las fiestas de la farándula cinematográfica. En una de ellas, el escritor le preguntó a un señor ¿en qué trabaja usted? En el cine, contestó John Wayne. Pese a todo, Nabokov aceptó y trabajaron con las dificultades propias de llevar a pantalla un universo literario incompatible con las restricciones del Código Hays. El punto principal pasaba por delinear al personaje de Lolita. Finalmente Kubrick transformó a Dolores Haze, de una niña predatoria en una adolescente muy atractiva. Si el libro habla de abuso infantil (doce años y medio), la película (catorce y medio) trata de artimañas que una adolescente puede haber aprendido en esos años: la conciencia de su poder sobre los hombres. La elección de Sue Lyon (quien falleció hace unos días lamentablemente) permitió desde la fotogenia una distancia capaz de asimilar la imagen de mujer buscada, una ninfa perfecta que aparenta más edad de la que tiene, la que seducirá al hombre maduro e intelectual interpretado por James Mason.

Nabokov no quiso que la Lolita de la pantalla fuera demasiado real, o demasiado bonita. Las nínfulas de Nabokov no son plácidas víctimas sino demonios calculadores. Para el papel buscaban a alguien que pudiera combinar la naturaleza física de una niña con la sofisticación de una mujer adulta (durante un año acumuló ochocientas fotos de jóvenes actrices y modelos, lo que confirma una vez más su carácter obsesivo). Sue Lyon encajaba perfecto y Kubrick lo supo cuando después de quedar perplejo por su belleza cuando la joven actriz apareció en bikini en el programa televisivo “The Loretta Young Show”.

A pesar de que era un bestseller encontraron poco entusiasmo en los estudios. La traba era el tema sexual. La Warner aceptó con condiciones y encontraron financiación en Inglaterra, donde aseguraban  el derecho absoluto sobre el montaje final. Peter Sellers, una estrella con 32 años, interpretaba a Quilty. Sellers tenía intereses comunes a Kubrick y su habilidad camaleónica fascinaba a Hollywood.

Kubrick dotó a la película de auténticos lugares americanos y contrató cámaras para filmar autopistas y moteles para usarlos como proyecciones de fondo. Que Lolita comience con un duelo se justifica por la necesidad de que los hombres sean el centro de la historia. Y es un tipo de duelo especial: los dos compiten por Lolita, pero como hombres que juegan al ajedrez por correo, rara vez se encuentran.

El resultado es más una comedia negra que una búsqueda sexual. En todo caso, esta es sugerida elegantemente. Era todo lo que entonces podían permitir los estudios y lo que el propio Kubrick se permitiría en su megalomanía e inseguridad.

Liberte, de Albert Serra, 2019

Un lento festival de fluidos y gemidos a media luz con libertinos jugando en el bosque. En este caso se interna una noche con hombres y mujeres prófugos de las buenas costumbres para experimentar sexualmente. Es graciosa la manera en que planifican sus juegos y de qué modo luego están o no a la altura de los deseos. En una competencia para ver quién llega más lejos, Serra es lo suficientemente provocativo e inteligente para mostrar/escamotear a fin de que sean los climas los que se impongan por sobre el porno. No hay sensualidad, más bien cinismo, y ese misterio que inevitablemente cobra protagonismo cuando el deseo busca los canales de satisfacción. Puede que la dilatación atente contra el resultado final, sin embargo, la espera vale la pena, sobre todo hacia el final de la noche cuando una lluvia torrencial se desata y las primeras luces del día habilitan una pátina melancólica mientras los protagonistas se reencuentran después de haberse buscado/perdido durante horas, entrando y saliendo de cada escena de sexo y placer. El que toma en serio a Serra, pierde. Cada vez más cerca de la comedia. Al ver sus películas, imagino un rodaje plagado de risas. Un loco diletante como pocos.

M-

Mank, de David Fincher, 2020

El tipo de película que propone David Fincher en Mank, sobre los entretelones de la concepción de El ciudadano desde el punto de vista de uno de los involucrados (Herman J. Mankiewicz), es aquella en la que se pueden reconocer muchas entradas (como si de una enciclopedia se tratara), pero que en definitiva no prevalece ninguna. Es decir, todo queda igualado en un seductor trabajo estilístico, con algunos jueguitos formales, que no parecen conmover más allá de alguna secuencia y con el propósito de un didactismo simplón, aquel que responde a la fórmula mediante la cual se preparan situaciones para que los personajes digan nombres importantes de la historia del cine y el espectador responda Ah, mirá vos, este es… Pero en realidad se trata de un cazacinéfilos porque si hay algo que manifiesta Mank es una arrogancia cuyo horizonte es el desprecio por la idea del espectador. Varias escenas se encargan de hacer explícito ese gesto cuando se escuchan cosas como “las personas que se sientan en los cines, dispuestas a creerse todo” (como si fuera un pecado) o “yo no hago el terror barato de la Universal”, diatribas que se asocian a ese aire de importancia que Fincher le dota a los personajes y a la misma textura de imágenes en blanco y negro que nunca se desprenden del lastre de la actualidad. Del mismo modo, recursos tales como simular el sonido en mono con pretendido afán de verosimilitud, no impide que el efecto genere indiferencia. En este sentido, Mank cae en la misma trampa de películas como El artista: recurren a artilugios para ambientarnos en el pasado con la ilusión de las formas, pero todo conduce al presente. El resultado es una cáscara pedante, aburrida. Y el personaje mismo (sobre)interpretado por Gary Oldman  es víctima de ese desprecio en su andar como borracho patético, “escribiendo mucho y apuntando bajo”.

Y dentro de este artificio vacuo, todo aquello que naturalmente tiene fuerza (Orson Welles, el cine, los géneros, Marion Davies y hasta el hijo de puta de Hearst) queda neutralizado, igualado, en un discurso rancio de monigotes parlantes, extraviados en una alternancia ridícula de flashbacks sin sustento y con la pretensión de abordar por lo menos quince historias sin lograr siquiera una, al menos en términos de intensidad dramática. Lo que queda es similar a esos manuales de secundaria donde se subrayan párrafos en negrita para que se preste atención especialmente. Porque Mank es de manual, subestima al espectador, le ofrece aquello que hoy se puede encontrar en Wikipedia, no va más allá de ello. Su vínculo con el pasado no es el de Bogdanovich o de Tarantino, sino el del maestro ciruela subido al escritorio.

Igual suerte le toca a la representación de la política. Apenas un cúmulo informativo de nombres para darnos lecciones sobre los Estados Unidos en los años 30. Resulta que la política se vinculaba con el sistema de estudios y explicaba la rebeldía de Welles y de Mankiewicz (Ah, gracias Fincher por la revelación). Upton Sinclair, Franklin D. Roosevelt, Frank Finlay Merriam, W. R. Hearst son tan importantes como Louis B. Mayer, Irving Thalberg, Marion Davies, Joseph L. Mankiewicz, John Houseman y el mismo  Orson Welles. Los matices, bien gracias.

Ciento treinta minutos para reiterar una serie de lugares comunes y repetir tesis obvias tales como la crueldad de los estudios para con sus empleados, el desprecio hacia el comunismo y otros discurseos conocidos. Sin embargo, lo peor es la maniobra encubierta, políticamente correcta, de mandar la ambulancia epistemológica atrás en el tiempo para sugerirnos que Welles fue solo un colaborador en una película descomunal. Son tiempos en que los guionistas (causantes principales de las fortunas de plataformas como Netflix) deben ser reivindicados.

Miragem, de Eryk Rocha, 2019

En Miragem, la última película de Eryk Rocha, se ingresa a través del rostro de un trabajador. Se llama Paulo y maneja un taxi de noche por Río de Janeiro. La realidad se nos presenta difuminada, distorsionada, acaso por el cansancio del personaje, aunque las noticias por la radio dan cuenta del apocalipsis Bolsonaro  y entonces sabemos que la noche se transforma en un infierno visto desde la subjetiva de un hombre apaleado por la crisis y la desigualdad. El desafío técnico de cerrar el plano (al punto de la asfixia) sobre el cuerpo cansado de Paulo y la alternancia con las imágenes que se filtran a través de las ventanillas, arman una secuencia inicial potente. El lugar más cómodo es pensar en una versión carioca de Taxi Driver, sin embargo, no sería justo. La película de Rocha respira por sí sola más allá de la angustia de la influencia y no disimula su carácter de decreto de necesidad y urgencia. Está hecha con rabia y es la respuesta a un sistema opresivo que linda con lo criminal. No hay manera de que no se cuele el discurso o que ciertos momentos redunden en trazos gruesos, sin embargo, lo que prevalece es un trabajo formal interesante a base de juegos lumínicos cuyo efecto contagia el carácter insomne del protagonista.

Paulo está separado y quiere ver a su hijo. El tema es que depende de la plata que le pueda pasar a su ex mujer Livia. Esta situación, un callejón sin salida, lo sumerge en un estado de suspensión existencial y en una rutina mecánica absoluta. La noche, en esta versión alienante, es un mundo digerido como una mala droga y el taxi se convierte en ese depósito de historias en el que desfila todo tipo de personajes, desde los más desagradables (aquellos que hacen gala de su condición social alta y pretenden favores, eufemismos contemporáneos para continuar con la esclavitud) hasta los otros, los que trabajan muchas horas y vuelven reventados a sus casas muy tarde. Entre ellos se encuentra una enfermera (Bárbara Colen) con quien Paulo comenzará a tener una relación. La aparición de la mujer constituye un pequeño milagro en el marco de la sordidez, esa criptomoneda que vende bien en el cine contemporáneo, con desiguales resultados. De modo tal que, en medio de la oscuridad reinante, habrá dos sonrisas significativas del protagonista. Una cuando habla de su hijo; la otra cuando tiene su primer polvo con la joven enfermera.

El resto va al hueso, sin concesiones. Planos cerrados. Furia contenida. Tristeza e impotencia. Todo desarrollado con un trabajo sonoro destacado, envolvente, y con las noticias que caen como una cortina de hierro en esa realidad azotada por una de las peores caras del neoliberalismo mundial. Más allá de la historia, más allá de los anhelos de Paulo de poder reunirse nuevamente con su hijo, lo que nunca pierde de vista Rocha es la tensión que precede a la bomba, aunque el discurso simplón o la necesidad de confirmar una tesis lo superan en varios pasajes.

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Nosferatu, una sinfonía del terror, de Friedrich W. Murnau, 1922

Paradójicamente, ingresé al mundo de los vampiros por el final. Innumerables adaptaciones y recreaciones pasaron por mi vista antes que la película fundacional de Murnau. También, paradójicamente, fue la que más me impactó y por eso elegí hablar de ella.

La primera inquietud tiene que ver sin duda con el proceso de gestación del film y los problemas de derecho de autor. El hecho de que el director quisiera llevar a cabo semejante proyecto no obedeció seguramente a las posibilidades narrativas de la novela de Stocker sino más bien a una determinada puesta en escena, que se transforma en uno de los puntos más altos expresivamente hablando de la historia del cine. Y esto en la película se nota.

La segunda, ya vinculada más al contexto de producción, se detiene en la importancia del concepto de ruptura, en términos de superación, con respecto a los cánones expresionistas. Dentro de un marco de referencia vanguardista, Murnau va un paso hacia delante por cuanto altera ciertos parámetros en función de explorar nuevas formas del lenguaje cinematográfico.

La siguiente descripción toma como base de  reflexión las dos inquietudes anteriores.

Existe en el Nosferatu de Murnau una serie de elementos que remiten al expresionismo: alusiones a lo onírico, primeros planos de rostros cuyos semblantes aparecen exacerbados, juegos con luces y sombras, exageración de movimientos dramáticos, interiores, etc. Desde el comienzo de la película asistimos a la creación de una atmósfera de ensueño. Un comienzo fragmentado con escenas que se cierran circularmente con fundidos en negro y una alternancia constante entre planos medios, primeros y detalles. A todo esto, se suma un acompañamiento musical que crea un mayor efecto de dinamismo. Las herramientas expresivas son puestas en evidencia desde el principio, en una acumulación que luego se irá disipando en pos de un tiempo fílmico determinado y una atmósfera lúgubre que envolverá al relato. Será una constante la idea de que la acción está subordinada a las imágenes: la historia avanza a través de los intertítulos pero se detiene en aquellos momentos donde sólo importa el caudal significativo de ciertos planos. Un ejemplo de esto se da en la antológica aparición del conde: la figura recortada del mismo en el centro, muy pálidas las partes visibles de su cuerpo en contraste con su atuendo negro y detrás su sombra, que representa la prolongación de su ser más que un efecto de luz. La puerta  sirve como un fondo geométricamente proporcional al tamaño de su cuerpo-y en esto Murnau rompe con la noción de fondos con perspectivas quebradas comunes al expresionismo-y la figura rectilínea del personaje que cubre con su sombra a Jonathan Harker. El montaje se convierte en un arma excelente para destacar las relaciones de opresor y oprimido, intercaladas con el rostro perdido de Mina. Un momento inolvidable con una carga emotiva feroz que vale por todo el centenar de vampiros que luego dio la historia del cine.

Otro eje interesante a considerar es el de las locaciones. En efecto, el gesto transgresor en este caso está dado por prescindir del uso exclusivo de decorados interiores y artificiales. La elección de escenarios naturales no sólo carga de expresión a la puesta en escena sino que transforma a la naturaleza en un personaje más. No es un simple telón de fondo puesto que sobrecarga la emoción y genera fuertes contrastes. La fachada del castillo al comienzo y al final, en contrapicado, es un claro ejemplo de antítesis cuando la claridad destierra a la sombras. Los exteriores naturales juegan en contraposición con interiores sórdidos. Pero lo más atrapante del registro de la naturaleza introducido por Murnau tal vez radique en esa sensación de calma siniestra que las imágenes despiertan a modo de presagios funestos. Los planos que aparecen sobre esos escenarios naturales encierran una falsa tranquilidad, un silencio atemorizante que sólo puede connotar la soledad y la pequeñez de los seres humanos frente a otro orden del que no pueden escapar. Es inevitable la influencia de este registro y de esta concepción en otro director posterior-que no por casualidad hizo una remake de este film-que le ha otorgado a la naturaleza un valor preponderante: Werner Herzog.

Desde el punto de vista técnico, es sorprendente la búsqueda  de estrategias en el montaje y en el uso de la cámara en función de las necesidades expresivas. Si las locaciones naturales otorgan un mayor efecto de verosimilitud y acompañan dramáticamente los momentos claves, la obsesión por transmitir el temor ante la muerte inminente y el paso de un estado natural a otro sobrenatural hace que Murnau utilice ciertos procedimientos como el acelerado (cfr.los movimientos de carruaje que expresan el temor de los lugareños frente a la pasiva actitud de Jonathan), el ralenti, el empleo del negativo para marcar el pasaje a otras instancias de la realidad y el picado o contrapicado para focalizar la magnitud o pequeñez de seres y espacios frente a la muerte. Las sucesivas apariciones del conde son un claro exponente de lo anterior. A las escenas donde aparece por primera vez se les puede añadir la del barco. Siempre sobre fondos geométricamente calculados (ataúdes, puertas y ventanas) que parecen simulaciones de cuadros pictóricos. Y siempre el montaje que acelera su accionar en el acoso hacia los otros.

Más allá de la historia, de los hechos que suceden, hay una necesidad estética que se impone por recortar figuras individuales para demostrar semblantes expresivos que definen su rol.

La imagen que queda de Nosferatu es justamente  la de una sinfonía, donde existe un equilibrio perfecto y calculado entre todos los elementos que la componen. Una especie de ritmo visual que, a mi criterio, no ha sido superado en lo que respecta a la temática propuesta; una prueba más de que el concepto de evolución es cuestionable en el séptimo arte.

Nebraska, de Alexander Payne, 2013

Hay formas y formas de escaparle a la vida rutinaria. La que tiene Woody Grant (estupendamente interpretado por Bruce Dern) es huir de su hogar y de su verborrágica esposa. Así lo muestra la primera imagen de la película antes de que David, su hijo, lo rescate en la ruta. Payne vuelve una vez más sobre la idea del viaje como recurso para desenmascarar identidades y con personajes cuyo dilema pasa por moverse o estancarse dentro del entorno que les toca.  En algún punto, el asunto remite a Una historia sencilla de David Lynch, sin embargo allí el móvil de la insólita travesía era recuperar el afecto de un hermano; aquí es el dinero. Woody quiere ir sí o sí a Lincoln, Nebraska, porque dice haber ganado un millón de dólares pese a que sus hijos intentan persuadirlo de que es un embuste publicitario. No es un dato menor. Esta pequeña historia de tensa calma se disfruta como experiencia estética (extraordinaria la música de cuerdas que acompaña la geografía desolada fotografiada en blanco y negro) pero también tiene bastante por decir. Lo bueno es que no lo grita ni lo subraya y lo transmite en sutiles pinceladas que se trasuntan en breves diálogos, miradas y pequeñas acciones. Vivir en Billings, Montana, no es fácil. Tampoco lo es en los lugares que los personajes recorren tratando de refundar un sentido para un pasado gris, anodino. Una adorable anciana dice en un determinado momento “Sucede a una edad temprana aquí. No hay mucho más que hacer. Estos niños viven mirando traseros de vacas y de cerdos.” Y en efecto, la galería de personajes estáticos que desfilan, impávidos, solo se concentran en hablar de autos mientras miran un partido de fútbol americano por televisión. No obstante, lo único que quiebra la monotonía es la creencia de que Woody es millonario; es ahí cuando todos se alteran en torno a esa posibilidad. El dinero es el único móvil de salvación pero afrontar que no se lo tiene es aún peor.

Nebraska habla también de la dificultad de restituir lo que nunca existió: una familia, el lugar de la infancia, la felicidad. Sin desdeñar el absurdo como vía humorística, detrás de la gracia de los personajes se encuentra el dolor, la frustración de una vida que pudo ser, las cicatrices de una guerra y un cuerpo que apenas aguanta moverse. El único que se apega a la falsa ilusión del padre es David. Él sabe que el viaje debe hacerse porque, más que el dinero, hay una cuestión que se vincula con el descubrimiento interior, con la fuga hacia otra realidad menos asfixiante. Para él también es una forma de huir de un trabajo en el que apenas puede vender algo en medio de una crisis galopante. El otro costado de la familia, la madre y Ross, representan la productividad, el ocupar el tiempo. El resto de los personajes se mueven en el terreno del disparate cuando ponen en evidencia sus intereses, pero no dejan de ser muy simpáticos.

Así de honesta se muestra la última película de Payne, sin poses manieristas ni excesos de ridículos gags. Con su moderación, conjuga una mirada sobre la vejez pero también sobre los efectos del capitalismo.

(Continuará)

elcursodelcine

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