25 Festival de Cine de Lima PUCP. Cobertura Competencia de Ficción (Primera Parte)

Madalena (Brasil – 2021), de Madiano Marcheti

Lo primero es el espacio. La naturaleza rural se abre ante los ojos con la luminosidad del día. Antes de que algún atisbo de humanidad (y por ende de crueldad) aparezca, el lugar parece incontaminado, virgen.  Apenas tres planos en una secuencia progresiva ofrecen la idea de un orden, una armonía sonora y visual, que será interrumpida por la aparición de un cadáver en medio de los campos de soya. No es una irrupción violenta. Con buen tino, el realizador conserva una distancia prudencial para evitar el morbo innecesario y promover con la lejanía focal la incertidumbre sobre ese cuerpo. Porque de lo que habla (sin gritar) la película Madalena es del tormento que viven las personas transexuales asesinadas impunemente, pero también de lo que genera la muerte en los afectos y en otros seres accidentalmente involucrados, y qué hacer con ello. Hay personajes en esta historia que nada tienen que ver, no se conocen siquiera, pero están atravesados por ese cuerpo, ya sea por lazos de amistad o por azar. El tema roza lo político/social y también lo individual.

Sin embargo, la lógica no es policial ni apunta a construir una trama cuya intriga busque resolverse. Es una decisión que evita las convenciones dramáticas y se funda, tal vez, en que en la realidad nadie investiga sobre estas muertes, olvidadas, despojadas por las instituciones más conservadoras. De allí el constante tono otoñal, donde lo que prima es la voluntad por captar momentos fugaces de felicidad bucólica como una forma de afrontar el duelo (los amigos y las amigas de la víctima) o el desconcierto y la perplejidad de quien no sabe cómo reaccionar ante el hallazgo (el trabajador que descubre el cuerpo). La muerte detiene el tiempo aún más en un espacio donde el tiempo ya está detenido por razones históricas, culturales, políticas y sociales (un pueblo al oeste de Brasil). Algunas líneas de diálogo dan cuenta de que no pasa nada, de que todo es igual. Ese es el destino de quienes habitan allí, cuya supervivencia es a base de la rutina laboral, donde cualquier comportamiento que transgreda ese esquema corre peligro de muerte, sobre todo si se refiere a elecciones sexuales diferentes al imaginario patriarcal. El único consuelo, al menos, es avistar en el cielo platillos voladores, antes que emigrar a otras ciudades donde la persecución y la discriminación pueden ser peores.

Renunciar al típico mecanismo de resolución detectivesca, decíamos, es un modo de conectar la situación con datos contextuales. Hacia el final una estadística confirma la decisión. Pero también tiene su costo. Hacia la mitad ya entendimos que la procesión va por dentro, que los personajes deben lidiar con el dolor, se nos regala una bellísima secuencia bucólica (el único espacio de libertad y goce, de comunidad frente a la indiferencia), pero inevitablemente se advierte cierta dispersión, una especie de gesto irresoluto, como si la película hubiese terminado a los diez minutos. Por supuesto, esto no quita fuerza a las imágenes mejor logradas, a una intensidad contenida en cada rostro y a la necesidad de tomar conciencia ante un flagelo social, pero reitera uno de los problemas más visibles en gran parte del cine contemporáneo, la arbitrariedad de la extensión y la tensión entre plasmar una idea y la resignación estético/narrativa.

Casa de antigüedades / Casa de antiguidades (Brasil / Países Bajos / Francia – 2020), de João Paulo Miranda Maria

Brasil se encuentra en numerosas producciones cinematográficas actuales más crónicamente inviable que nunca. Una fuerte sacudida expresiva parece gobernar una estética desquiciada y productiva como respuesta a la complejidad de su presente político. Ficciones y documentales abren aristas cuyo motor es un alegre desconcierto como una posible respuesta (in)consciente a la locura de rebrote fascista.

Acaso mucho de ello haya en Casa de antigüedades, la ópera prima de João Paulo Miranda Maria, donde cualquier convención narrativa es desechada de antemano a favor de privilegiar un espacio que parece detenido en el tiempo, pero que se ofrece como mapa de tensiones entre pasado y presente, cultura dominante y culturas autóctonas, entre otras formas de vínculos irreconciliables. Cristovam es un trabajador nativo del norte rural y consigue trabajo en una fábrica de leche que pertenece a una curiosa colonia austriaca. Este primer espacio bañado de un color blanco que satura la pantalla, es la señal de la despersonalización mecánica, de la rutina automática. Apenas unos delicados movimientos de cámara intentan impregnarle un poco de vida a un lugar semejante a una nave espacial que alberga a sus astronautas/trabajadores con escafandras. La precarización laboral ya no será manifestada solo visualmente y lo discursivo se suma, cuando le comunican al hombre de piel curtida que le reducirán el sueldo. Una vida lacerante, de abusos y despojos, genera personajes que son diques de contención afectiva. Cristovam anda por la vida como un zombi, resiste. A veces este mecanismo se muerde la cola y no evita que se desemboque en un perfil acartonado, propio de un sujeto sin deseo. Cuando las ideas prevalecen por sobre el pulso vital, la película se resiente.

Afortunadamente, este cuadro es superado cuando una serie de líneas expresivas, que van desde la parodia hasta la belleza lírica en el registro de ciertos ámbitos, propone un camino donde nada es certero, donde nos preguntamos qué estamos viendo, o cuando las formas de colonización encubierta son resistidas y mostradas con toques de humor (nótese la escena en la que Cristovam combate las tradiciones alemanas con instrumentos autóctonos ante la mirada perpleja de los teutones, eternos tomadores de cerveza). Hasta que aparece el otro espacio en cuestión, una casa abandonada, lugar donde confluyen los ritos paganos con la violencia del presente, una invitación a la potencia simbólica de un refugio que encontrará el personaje para dar rienda suelta a todo aquello que le han querido callar durante siglos. Lo interesante es que el director no buscará un lugar cómodo para referir la experiencia, por el contrario, la película se abre paulatinamente a un cúmulo de imágenes más cerca de los efectos de una droga alucinógena que a una narración lineal. Si el monstruo permanece fuera de campo (los azotes del neoliberalismo), es para que la irracionalidad ocupe un primer plano y los problemas sociales y raciales puedan interpretarse a partir de la confusión reinante.

Por momentos, la parsimonia, la lentitud y el personaje recortado, apenas perceptible, en el interior de pocas luces, evoca a Pedro Costa. Lo ancestral avanza y se instala cotidianamente para invadir el mundo tal como lo conocemos. Es la vía de escape de este Quijote indígena que tiene la esperanza de enfrentar la violencia y el desamor de chicos que atacan animales o violan la tierra. Y si bien hay algo de esa sordidez que tanto gusta a los festivales, no es impedimento para rescatar una mirada lúcidamente inquieta y vibrante.

La chica nueva (Argentina – 2021), de Micaela Gonzalo

La ópera prima de Micaela Gonzalo surge como la posibilidad de conciliar dos mundos en crisis dentro de la Argentina, el individual y el laboral. Jimena, la joven protagonista, se traslada de Bs. As. a Río Grande, Tierra del Fuego, en busca de un horizonte que, aunque incierto, le permita al menos alguna esperanza antes que seguir durmiendo clandestinamente en algún negocio o rescatando algo para comer. En el Sur vive su medio hermano Mariano y allí llegará luego de juntar hasta el último peso para el viaje. Lejos de caer en el camino empalagoso de una road movie con fondo musical, la realizadora arma una fugaz secuencia inicial con dos o tres pinceladas continuas que dan cuenta del presente de Jimena. Las elipsis parecen correr paralelamente a la ansiedad por cambiar de rumbo. El tiempo se comprime y a los diez minutos ya la vemos en el frío y ventoso paisaje.

Aquí no hay tarjeta postal, ese universo es una extensión de la crisis económica (y moral) que atraviesa a todo el territorio. La parquedad verbal de la chica y su mirada a la defensiva hablan de este contexto. Por otra parte, la película asume un tono gris y se hace cargo del laconismo expresivo dominante. Colores fríos para situaciones frías. El afecto entre hermanos está congelado, como enterrado parece el motivo por el que se han separado y que irá develándose de modo progresivo. Y Jimena, mientras tanto, mira como un animalito que se resguarda, explorando un nuevo espacio que le es ajeno. Como suele ocurrir con gran parte del cine nacional, cuesta tener empatía con cierto automatismo verbal o poses hieráticas, en esa idea siempre exacerbada de que la procesión va por dentro. Apenas algunos rituales festivos o juegos al borde de un lago encienden un poco la vía afectiva, pero hasta ahí.

No obstante, la película se enriquece cuando a la crisis existencial le añade las tensiones laborales. En un momento, Jimena entra a trabajar en la fábrica de celulares. Comienza entonces a transitar una zona fronteriza entre una ética fundada en la solidaridad ante los aprietes de la empresa y la ayuda a su hermano, también empleado en el lugar, que aprovecha a hacer negocios por izquierda con la mercadería que roba. Más allá de las vicisitudes, son seres que están solos, que hacen lo que pueden y que paulatinamente encontrarán su razón de ser y estar a partir de quienes luchan por una idea. De modo tal que son las tensiones laborales las que despiertan un sentido de pertenencia grupal, por eso la fuerza de la última imagen, que confirma el desplazamiento de lo individual a lo colectivo y un canto que devuelve a la vida a Jimena.

Más allá de algunos reparos que se puedan hacer en cuanto a la labor interpretativa de algunos actores y algunas actrices, el horizonte de llegada (la intensa secuencia final) salva a la película de encapsularse en la pereza existencialista urbana y logra un pico dramático que conecta con esa línea universal que hemos leído de “Los miserables” de Victor Hugo en adelante (Jimena cargando a su hermano por los oscuros pasillos de la fábrica en medio de la represión de los gendarmes, parece evocar el vía crucis de Jean Valjean con Marius por las alcantarillas de París), la rebelión de los desposeídos. La única forma de combatir la corrupción y la desigualdad vendrá de la indignación. En la canción final, el drama se hace colectivo: “Justicia, la de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode”.

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