25 FESTIVAL DE CINE DE LIMA PUCP. COBERTURA COMPETENCIA DE FICCIÓN (SEGUNDA PARTE)

50 o dos ballenas se encuentran en la playa (2020) de Jorge Cuchi 

Durante el año 2017 se viralizó por Internet un juego macabro que inducía a adolescentes al suicidio. Se conocía como “la ballena azul” y consistía en 50 pruebas para realizar durante cincuenta días. El grado de dificultad aumentaba lógicamente y el horizonte siniestro era el suicidio. Esta forma de criminalidad secreta, cuya naturaleza, algunos entendían como leyenda urbana y otros como realidad, acaparó la atención de miles de jóvenes y tocó la fibra sensible de tantos y tantas que vieron en esta supuesta adrenalina una forma de escapar a familias conflictivas o existencias agobiantes. Este sustrato es el que se usa de base para 50 o dos ballenas se encuentran en la playa, la película de Jorge Cuchí, centrada en Félix y Elisa, los dos adolescentes de 17 años que se enamoran mientras enfrentan los desafíos.

Desde el inicio, y sin demasiadas explicaciones, el ambiente pesado se advierte. En una de las pruebas Félix incendia un auto y lo filma. A continuación, la pantalla dividida nos muestra a cada lado la rutina de los dos protagonistas en sus casas. El derrotero visual establece una idea: el único consuelo es el espacio de la habitación. Ambos se refugiarán en la soledad y en ciertos placeres/vicios tales como los cigarrillos y el whisky escondidos en el placard. Lo que une el destino de los personajes es la prueba en la que se les pide que conozcan a “otra ballena azul”. A partir de esa primera cita, el desafío personal es cómo conciliar el amor que nace entre ellos con las imposiciones del “juego”. El realizador utiliza una serie de recursos para recortar ese mundo exclusivo, un escudo frente al de los adultos, que parece apestar (de hecho, gran parte de la película los deja fuera de campo).

Todo el contenido siniestro de la película es una forma de horror naturalizada, neutralizada por un tratamiento que no necesariamente busca tremendismo ni pretende juzgar. En este sentido, la película recoge el guante de otros títulos como Elephant de Gus Van Sant o Nocturama de Bertrand Bonello. Hay una tristeza que abraza a estos jóvenes y una insatisfacción que solo encuentra un cable a tierra mientras están juntos. Las relaciones familiares son complicadas y los adultos las complican aún más, no solo al no poder entender la dimensión del problema, sino porque muchas veces incurren en explicaciones que restan. Nótese la escena en la que la madre de Félix intenta persuadirlo para que no fume con fotos de gente en estado terminal por el tabaco. Ante esa postura, solo queda responder con actos mecánicos o el silencio, y resguardar el secreto como un tesoro.

El problema, más allá de un registro por momentos que nos acerca a ese malestar y nos invita a compartir la melancolía de la pareja en sus conversaciones y su lento transcurrir, es que en el último cuarto asoman todos los monstruos que estaban latentes, incluso, los golpes bajos. Por un lado surge la necesidad de subrayar ideas, por otro la innecesaria puesta en escena de cuerpos flagelados, como si no hubiéramos entendido que ese iba a ser el triste destino, pasando por una escena truculenta que podría considerarse como gratuita. El laconismo otoñal que predominaba en la parte inicial cede el lugar a un regodeo de primerísimos primeros planos que ponen en cuestión el resultado final, más allá de una coda onírica y pretendidamente poética. Cuando la interpelación a la conciencia es más importante que el cine, todo resta.

Noche de fuego (México / Alemania / Brasil / Qatar – 2021) de Tatiana Huezo

Tatiana Huezo había demostrado con sus películas anteriores (El lugar más pequeño, Ausencias y Tempestad) una gran labor como documentalista, además de un compromiso con causas humanas. Noche de fuego es su primera ficción y, a juzgar por las primeras imágenes, no es fácil (y tampoco necesario) correrse del género para integrarlo a una historia, dura, que pega fuerte por su crudeza y por el peso de lo real. Pero lo primero son sonidos. Un fundido en negro permite clausurar la vista para prestar atención a unos gemidos. Apenas se ilumina la pantalla comprobamos que pertenecen a una madre y su pequeña hija, quienes están cavando un pozo. La pequeña, por pedido de su madre, ensaya una postura dentro. Parece evidente que no se trata de un juego. El corte habilita el comienzo de la trama, pero deja en suspenso la atroz circunstancia que le toca vivir a una comunidad en Sierra de Guerrero, México, un lugar asediado continuamente por los narcos y custodiado por el ejército. En el medio, la gente, tratando de vivir de las plantaciones de amapolas y escondiéndose de los embates permanentes que incluyen la posibilidad de secuestrar a las jovencitas del lugar.

Desde el comienzo dos líneas expresivas dialogan en tensión. El ojo documentalista de Huezo apunta al orden de lo natural como si fuera un descanso necesario frente a la vorágine de peligros inminentes. En definitiva, los insectos, las plantas, se comportan de otro modo distinto en contraste con la barbarie de esas camionetas que vienen a arrasar con todo. La armonía de ese reino enseguida le cede el lugar a la explotación laboral, a gente congregada en una zona determinada para usar sus celulares. Y en medio, las infancias. Tres amigas y un chico, captados por las desgracias de los adultos y unidos en rituales lúdicos, porque aún en tiempos de desesperación hay intersticios de felicidad. Inocencia y amenaza. En esos lugares se aprende a los golpes. Ana, la protagonista que veremos crecer junto a su madre, tendrá que cortarse el pelo para que la confundan con un chico y no se la lleven, al menos hasta que su cuerpo manifieste evidencias de que se ha transformado en mujer. Mientras tanto, vivirá breves momentos de alegría con sus amigas y será testigo e interpretará como pueda los horrores cotidianos: violaciones, atropellos varios, vecinos que abandonan el lugar, casas solitarias con restos de comida pudriéndose.

Pese a constituirse en un material que bien podría cuadrar dentro de la sordidez gratuita, la potencia que la directora le imprime a las imágenes compensa un trabajo que no pierde nunca el equilibrio. La narración, a base de elipsis bien insertas, posibilita una fluidez que constantemente se complementa con la observación atenta del entorno. La tensión aumenta, la expectativa sobre el destino de la (ya) joven Ana es la clave para mantenerse en vilo. El gran monstruo fuera de campo es un Estado que perpetúa la miseria, que favorece las conductas bestiales y que se olvida una vez más de la gente, sometiéndola a condiciones inhumanas de vida. No solo las protagonistas resisten frente a los narcos escondiendo a sus hijas, tampoco consiguen trabajar en paz porque los militares envenenan sus plantaciones. Y es tan fuerte el miedo que ni capacidad de organizarse queda. Ver normalizada esta situación es siniestro.

En este contexto, la idea de feminidad es sepultada. Y de esa crisis de identidad también cuenta la película a medida que los cuerpos crecen y las jóvenes no solo no pueden gozar de su sexualidad sino que se ven obligadas a ocultarse, envueltas en una red de complicidad ineludible. Gran parte del pulso vital que imprime la cámara en mano aparece destinado a captar el impacto de estos terrores. Y si el cine no necesariamente tenga que ser un oficial de justicia que reemplace las obligaciones políticas e institucionales, al menos puede acercarse a quienes necesitan ser vistos y escuchados. Un consuelo, que no es poco.

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