Adiós a Jean Paul Belmondo. Un recuerdo de Moderato Cantabile, de Peter Brooks, 1960.

¿Por qué un actor se convierte en un ícono? Porque quienes van a una sala quieren ser como él, fumar como él, besar como él y pegar piñas como él. Jean-Paul Belmondo redefinió por décadas la idea de estrella y de masculinidad en Francia. Y eso lo hizo popular, con todo aquello que incluye esta palabra tan temida por muchos guardianes de la moral y de la corrección política. Las imágenes conmovedoras de su velorio lo demuestran. Conjuntamente con Delon, han evolucionado como héroes en sintonía con los cambios del país en los años 60 y 70, continuando el legado de Jean Gabin, provocando deseo e identificación en un público joven que veía en ellos una cierta idea de lo francés opuesta a la burguesía ilustrada que podía representar un dandi. En el caso de Belmondo, las circunstancias de su formación actoral lo ponen del lado de los grandes. Se cuenta que, durante su graduación, sus compañeros lo llevaron en andas en el escenario en señal de protesta por dos consideraciones humillantes del jurado académico, mientras el joven con nariz de boxeador les hacía gestos groseros. Si una anécdota define un perfil (el del bromista talentoso), bien podría asociarse este hecho a su condición de personaje de cartoon, galán, atrevido, cálido y desafiante, una renovación necesaria para los años que vendrían.

La misma crítica vernácula veía en su cuerpo y figura la antítesis de lo que podía ofrecer el cine de autor, olvidando que el mismo Belmondo había sido protagonista de Sin aliento en 1960, cuando la juventud irreverente de Jean Luc Godard pateaba el tablero desde un lugar tan revolucionario como lúdico. Y si bien es cierto que la mayor parte de su filmografía estuvo ligada a un registro vinculado a los géneros de aventuras y policial, también alternó “esos papeles serios” que reclama la academia reinante. Lo curioso es que en ese mismo año en que interpretaba a la versión caricaturesca de gángster, fue capaz de aparecer en Moderato Cantabile a las órdenes de Peter Brook según el texto original de Marguerite Duras. ¿Querían seriedad? Bueno, Jean Paul era capaz de todo.

Hacía un tiempo que el director inglés coqueteaba con Francia y la oportunidad de hacer una película contemplativa, austera  y sensual, acorde a los tiempos de cambio que propuso la Nouvelle Vague (pocos personajes, bajo presupuesto, exteriores, jóvenes promesas en la actuación) finalmente se concretó. Jeanne Moreau y Jean Paul Belmondo caminan y caminan como lo harán tantos en pantalla durante la década. Ella se llama Anne y su rutina no consiste más que en salir de su casa palaciega para llevar a su pequeño hijo a las clases de piano. Un asesinato en un bar a mitad de camino la pondrá en contacto con Chauvin, una especie de hombre de ningún lugar, que alimentará su deseo y su fantasía de conocer algo más de la historia de los amantes involucrados en la fatal circunstancia. Belmondo, con las manos en los bolsillos de su gabán, articula pocas palabras, con un perfil atípico, taciturno y enigmático, como si fuera la materialización del inconsciente femenino. Pero a la vez es el contraste perfecto para la solemnidad de la Moreau, cuya performance encuadra en la propuesta lírica de una película que teje más implícitos que otra cosa, pero que se sostiene por la belleza cáustica de sus imágenes. Hay intelectualismo en su interpretación, pero eso no evita una dosis de ternura que mucho le debe a la dirección de Brook, maestro de actores y actrices, allí donde en la literatura de Duras poco puede encontrarse de tal sentimiento.

Por otra parte, la condición social diferente de los personajes (una ama de casa burguesa y un trabajador) queda zanjada en el terreno del deseo (nunca consumado) y en ese eterno transitar que permite cruzar fronteras, elegir territorios neutrales como ese fascinante bosque despojado de cualquier signo de clase por el que jugarán a contar/escuchar y jamás se animarán a tocarse profundamente. La mirada de Belmondo dibuja los contornos del cuerpo de Moreau, como si abrazara su frustración sin poder acceder más que al intento. Porque del mismo modo que el asesinato es reconstruido a imagen y semejanza como parte de la rutina policial, la pareja protagónica intentará reconstituir de modo espectral una historia, sin lograr acceder al corazón de la misma, tan misterioso como el motivo que impide el encuentro definitivo de sus cuerpos. En honor al cine (y traicionando como se debe los imperativos literarios), Brook ofrece el eco de los espacios vacíos (el café, los muelles, los bordes del río), el escenario apropiado para el dolor contenido. Mientras tanto, Belmondo apenas sonríe. Y ya empezamos a ver todas sus películas de nuevo para no extrañarlo.

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