Una declaración de amor. Vivir su vida (1962), de Jean Luc Godard

“En mis películas, hay momentos buenos y otros sin ningún valor, y películas completamente fallidas”. (Jean Luc Godard)

Tocar a Godard para muchos representa un sacrilegio. Es como en el fútbol: los menotistas, los bilardistas y esa tercera opción inventada (cuyos argumentos son bastante flojos de papeles), los bielsistas, que practican en sus discursos el fundamentalismo poético o táctico, chocan contra su propio espejo. Cuando se habla de Godard, a veces, los modos de apropiación son similares y van más allá de lo que pueda pensar o decir Jean Luc.

Yo tengo varios Godard en mi bolsillo y nunca los solté. Uno de ellos es el de Vivir su vida, reestrenada esta semana en una copia restaurada. Y nunca la solté porque siempre estuve enamorado de Anna Karina, y como esta no es una película acerca de una prostituta sino de cómo Anna Karina es capaz de representarla, yo la adoré siempre. Que otros se jacten de todas las conceptualizaciones, a mí me quedan esas imágenes inolvidables de ella bailando en el bar, parada frente a un muro o llorando en el cine con la Falconetti en La pasión de Juana de Arco de Dreyer.

Película divida en doce cuadros, inspirada por Brecht, lo que menos se propone es contar una historia, reconocer necesariamente una secuencia y una cronología. Desde el vamos, con esos primeros planos de Nana, está claro que lo que prima es el instante, la capacidad del dispositivo cinematográfico para crear con la lente. Antes del Godard que reflexiona con palabras, hubo un Godard que bailaba con la cámara acompañado por el enorme Raoul Coutard, con sonido directo y con esas ganas locas de comerse París con el ojo. Y un director que dibujaba en cada toma, que pintaba los cuadros de una musa irresistiblemente fotogénica. Cualquiera de esos momentos de Anna Karina en la película son íconos de una época, además de una declaración de amor en doce partes.

Y si bien la historia, antes que una narración, es una continuidad de bloques descriptivos sobre una mujer cuyo camino va desde la prostitución hacia la fatalidad, nunca lo que aparece es un tratamiento propio de un cine social. Por el contrario, los mecanismos expresivos apuntan a un distanciamiento en el que retorcer convenciones es la base de todo: diálogos donde se suprime la lógica del plano/contraplano, cortes de la música de modo arbitrario, alteraciones en los enlaces, repeticiones que introducen una dimensión metacinematográfica, entre otros recursos que nunca interrumpen el flujo ni el poder de las imágenes. Y sobre todo, esa manera de imbricar el registro de la ficción con el del documental, fundamentalmente en esos pasajes donde no logramos discernir si estamos frente a Anna o a Nana.

Vivir su vida parece el resultado de una depuración. Hay por allí un diálogo sobre el alma de una gallina al despojarla de su cuerpo. Y acaso pueda aplicarse a la película, porque, eliminado todo lo transitorio, lo que resta, lo que se ve, es lo esencial para una idea de cine que captura el alma, en este caso, de Anna Karina, ejercicio que nada tiene que ver con el naturalismo. Es una imagen de la realidad alejada de cualquier afán totalizador y consagrada a una mixtura, a un collage, para hacer vivir no solo al personaje gigante de Nana sino al cine mismo más allá del espectáculo. Cada vez que vemos a Anna/Nana con su corte de pelo al estilo Louise Brooks, asistimos a un ideal de belleza, una búsqueda por captar, por fijar ese instante que quedará para la historia porque este arte, como ningún otro, nos regala a sus espectros para siempre.

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