36 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Primera parte

El siguiente es un recorrido por algunas de las películas vistas en base a primeras impresiones. Nada de esto debe tomarse como definitivo. Los tiempos de un evento apenas permiten intersticios de reflexión que, lógicamente, pueden adquirir una nueva dimensión en un futuro inmediato.

Re Granchio, de Matteo Zoppis, Alessio Rigo de Righi

Esta fábula en forma de díptico es un dato alentador, una especie de ovni en una serie de repeticiones contemporáneas. Una libertad infrecuente es la que evidencia esta película que se atreve a meter una ficción autónoma con sustrato oral, de esas que tanto gustan desde tiempos inmemoriales. Hay un personaje llamado Luciano en una pequeña comunidad italiana, un descarriado a fines del siglo XIX que se atreve a enfrentar al príncipe del lugar, pero que en un gesto de rebeldía no se da cuenta de que ha incendiado un castillo con alguien adentro. Para evitar la cárcel se va “al culo del mundo”, a Tierra del Fuego, y allí comenzará el otro relato, donde el protagonista intentará hallar un tesoro.

Lo interesante es la manera en que los directores (documentalistas) incorporan como parte estructural un sustrato oral y popular, y lo hacen poniendo como marco a los lugareños y las canciones que recorren el lugar. Uno de ellos dice que los hechos pueden ser narrados con cincuenta palabras, hasta que llegan otros y le agregan cien o ciento cincuenta, y entonces la verdad se diluye. Lo que vemos responde a ello. La base puede ser una anécdota real, pero lo que cuenta es el agregado, una amalgama de aventuras, luchas de clase, historias de amor, de poder, de ambición y de muerte, incluido un cangrejo que puede conducir a la fortuna.

Desde el principio se advierte una sabia conjugación entre una mirada exploratoria del espacio del pueblo italiano y una progresiva inserción de los elementos ficticios. Además, la impronta del western no tarda en asomar aunque en clave despojada y asumiendo la posibilidad de recrear duelos desde un lugar donde la magia y la leyenda tienen cabida. Si el proyecto es fascinante, lo es también por la puesta en escena y por cómo aprovecha los escenarios naturales integrándolos a los personajes, no para reiterar poses o asegurar belleza donde existe originalmente, sino para buscar (acaso) imágenes descontaminadas, un gesto similar a ese aventurero que siempre ha hecho honor a la conquista de lo inútil, Werner Herzog.  

All Light, Everywhere, de Theo Anthony/

Hay una larga tradición de documentales que exploran las vinculaciones entre tecnología y vigilancia, pero lo que destaca a la película de Theo Anthony es la posibilidad de trazar un paralelo con todos aquellos inventos revolucionarios de fines del siglo XIX que conforman la arqueología del cine y que fueron manipulados para fines bélicos y control policial. De modo tal que la opción “disparar” atribuida a los dispositivos, encuentra su otro sentido en formas actuales de represión: “disparar” balas o pistolas Taser. Pero más allá de lo anterior, los múltiples registros enunciativos vuelven sobre cuestiones estructurales en torno a cómo vemos y qué ponemos en juego a la hora de leer imágenes. El punto de partida es el ojo humano; el puente intermedio, cualquier dispositivo óptico a lo largo del tiempo; el horizonte de llegada, la unión hombre/máquina. Si en la década del veinte Dziga Vertov con El hombre con la cámara construía un manifiesto fascinante sobre el registro cinematográfico, fundando en el asombro, en el siglo XXI, sofisticados mecanismos fusionan el cuerpo con máquinas imperceptibles y objetivos perversos. Este es uno de los tantos temas abordados en una estructura frenética, de saltos continuos que no dan respiro, pero que dejan entrever una dinámica de poder desigual, la de los desaforados ejecutivos, excitados por las posibilidades del mercado de la vigilancia, y la de los negros de Baltimore, utilizados como conejillos de laboratorio (en un momento, un representante de una empresa se reúne con ellos porque quiere colocar cámaras adicionales en su vecindario, supuestamente para disminuir el delito). Música y voz le otorgan al documental una atmósfera particular que, en algunos casos puede ayudar para acompañar los conceptos, pero en otros para provocar un sueñito.

La isla de Bergman, de Mia Hansen-Løve

La última película de la realizadora es una suma de tentaciones: una bella pareja protagónica, la legendaria isla de Fårö donde vivió y filmó Ingmar Bergman, un espacio paradisiaco y constantes referencias (varias de manual) a las películas del director. También es un montón de ideas apiladas. La pareja es de cineastas y al principio parece que todo conduce a una réplica de los conflictos de tantas escenas de la vida conyugal, que han ido allí para enfrentar el síndrome Bergman/isleño de las crisis personales y las consecuentes separaciones. En un momento, Chris (Vicky Crieps) nos hace temer lo peor en una línea de diálogo donde comienza a despotricar contra los artistas que han sido crueles en su vida privada o no han sabido conciliar su rol paterno (en este caso) con su arte, pero, por suerte, la cosa no prospera. Más adelante, el contrapunto con su marido (Tim Roth) se da en la forma en que  recorren y decodifican ese espacio, y en los modos en que vuelcan esa experiencia en los papeles. Mientras él desarrolla ciertos ejes desde un posicionamiento más reservado y frío, ella tiene una historia, sin embargo, está bloqueada para terminarla (otra idea que se añade). Lejos de imaginarla, por supuesto, la veremos representada en pantalla (en otro de los obvios eslabones que nos regala Hansen –Løve). Como si fuera poco, la visita turística opera en un sentido explícito cuando se elige registrar las actividades organizadas para los visitantes, entre ellas, un Safari Bergman (creo que Ingmar tenía más sentido del humor que los que regentean el lugar) donde los especialistas hablan de las películas y uno quisiera que aparezca Alvy, el personaje de Annie Hall, para resucitar a Bergman y cantarles las cuarenta a tanta pavada ostentosa y banal. Ostentación que se traduce en otra tentación: filmar paisajes cuya belleza encubra la carencia de una narrativa o al menos de una propuesta dramática que vaya más allá de utilizar un decorado emblemático como sostén de una acumulación de momentos.

Petite maman,  de Céline Sciamma

Hay películas cuya duración se corresponde con el tiempo de una experiencia. Puede ser la de un sueño, una pesadilla, unos veinte azotes, un encuentro amoroso frustrado o exitoso, o incluso el de una visita a un museo. Céline Sciamma regala un pequeño diamante que dura lo que una caricia o un abrazo sin (sobre) excitación. Su declaración de intenciones está al comienzo, con imágenes que escriben y un plano secuencia que enlaza a tres mujeres y a tres generaciones a través de habitaciones que se transitan, pero que recorta fundamentalmente a la pequeña protagonista, uno de los triunfos fotogénicos en esta breve historia. Apenas unos trazos bastan para instalar la atmósfera de tristeza ante la pérdida de una abuela y el traslado de un matrimonio a una casa en medio del bosque. Pero en los detalles se juega la estética de Sciamma para dar cuenta de cómo las fugaces muestras de amor pueden lidiar con el dolor. Con solo ver cómo Nelly come sus snacks o rodea con los brazos a su madre mientras maneja, obtenemos un cuadro afectivo (no efectista ni reparador) y también realista, porque no transcurrirá demasiado tiempo para que Marion (la madre) necesite estar sola para hacer el duelo. Entonces, la pequeña Nelly y su padre se encargarán de la casa. Una exploración de la chiquita al bosque provocará el encuentro con otra niña (el otro hallazgo fotogénico) y no hace falta adelantar nada más sobre la trama. A partir de allí, entramos en el terreno de las sustituciones, de las duplicidades, de superficies especulares, del deseo cuya materialización (real o imaginaria) es otra manera de negociar con el sentimiento de pérdida. Y si lo fantástico surge como posibilidad, inserto en lo cotidiano, no hay irrupciones violentas ni invitaciones para elucubraciones netamente intelectuales, más bien un pedido de entrega para armar y desarmar cierta idea de maternidad desde un lugar de emociones contenidas, donde todos los tiempos son el tiempo, el presente absoluto, donde cada experiencia se vive como si fuera la última en el teatro de la vida y de los vínculos familiares.

Pero también es una película sobre la infancia, etapa que Sciamma evoca con la felicidad de quien revive los misterios de aquellos seres que nos visitan durante las noches, los momentos de soledad donde asoman los juegos y los ritos mientras los adultos cargan con sus cosas, y esa posibilidad de habilitar mundos que muchos creen producto de la fantasía pero que siempre dicen algo. Porque detrás de esos espejos, hay voces, anhelos, demandas y mucha sabiduría.

Carajita, de Silvina Schnicer y Ulises Porra

Los dos mundos que confluyen en Carajita, el de una empleada doméstica llamada Yarisa y la familia para la que trabaja son irreconciliables. A diferencia de otras películas que dibujan la fantasía de las bondades de clase, aquí, para que se confirme la tesis naturalista de que no existe salida con este asunto, solo hay que esperar. Y también prestar atención a cómo las cosas se intentan tapar con plata o de qué modo la generosidad se disfraza en sentencias como “come algo Yarisa , en esta casa hay muchas sobras”. Mientras tanto, un vínculo parece erigirse más allá de todo y su principal fundamento es el afecto como un sustituto. Dos mujeres lo han construido a partir de carencias: la niñera no ha logrado resolver los conflictos con su hija biológica y Sara, la adolescente en el presente de esta historia, no encuentra en sus padres ni su hermano una razón para ser feliz, y menos un abrazo. No obstante, el destino juega sus cartas y la revelación de que un mundo desigual una relación así es ficticia. será inevitable.

Estamos en República Dominicana, pero ningún paisaje oficiará como postal para apaciguar el conflicto, a veces subrayado en demasía, a veces, disperso en algunos planos un tanto efectistas y sostenidos por efectos innecesarios. Un camino entre los dos mundos, el de los rituales ancestrales y de los burgueses, es el escenario donde confluyen los misterios, incluidos un grupo de chivos en una noche lluviosa. Con escenas de alta intensidad emocional y algunos reproches incluidos, asoma un punto de vista en el abordaje de la cuestión, sobre todo en dos momentos claves donde las mujeres piden que las miren y se pongan en el lugar del otro. No obstante, la fuerza visual de Carajita es un estímulo suficiente más allá de lo discursivo.

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