36 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. SEGUNDA PARTE

The girl and the spider, de Ramon Zürcher y Silvan Zürcher

Al principio es el dibujo de un espacio con sus compartimentos. La película anuncia de entrada su mecanismo arquitectónico regulador: todo sucederá en interiores, con planos fijos, una cámara que jamás se desplaza y movimientos dentro del cuadro, perfectamente cronometrados, sumando y restando gente, insertando detalles, ruidos, objetos y sonidos, incluido como leimotiv el clásico ochentoso Voyage, Voyage. Tan calculada es la propuesta que no hay respiro frente a una forma que parece concebida en una planilla de Excel. La anécdota surge a partir de una mudanza. Una chica se queda y otra se va, pero es solo la excusa para iniciar una sinfonía de movimientos acompasados, con una galería de personajes cuyos semblantes y poses dan cuenta de un estatismo, por momentos, difícil de seguir. Tan frías son las expresiones que en algunos pasajes uno espera que se rasquen el rostro y aparezcan los marcianos de V-Invasión Extraterrestre. Pero no, son personas. O mejor dicho, un colectivo cuya sensibilidad carece de matices, por cómo se desplazan y por lo que dicen. Y si es difícil distinguir humanidad en todo esto es porque la pose se come absolutamente todo, pensada siempre desde el cálculo arrogante. No falta inventiva ni sapiencia en la planificación visual y seguramente muchos quedarán deslumbrados por la perfección inyectada a cada cuadro, sin embargo, a medida que transcurren los minutos asoma ese monstruo tan temido de nuestra era, la repetición, y entonces, uno tiende a pensar “qué buen corto hubiera sido esto”. Como toda mecánica, hay un tiempo estipulado. Uno atiende el juego, lo sigue un rato y después es puro automatismo. Película concebida como si fuera una canción. Pero de esas que no necesariamente se recuerdan.

¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze

Hagamos de cuenta que tenemos una historia de amor posible, pero despojémosla de todos los clisés. Por ejemplo, que el azaroso encuentro sea filmado a partir de los pies de cada personaje y que en la primera cita un misterio transforme la virtual relación en una especie de maldición. El resultado es esta extraña fábula humanista que se degusta como un buen vino, con paciencia y tranquilidad. Puede que le sobren minutos (¡ay del empleo del tiempo en el cine contemporáneo!), no obstante uno se divierte con esa complicidad con que vemos a Ioselliani, Tati y tantos otros que han pintado su aldea de modos creativos y lúdicos. La primera escena bien podría ser un homenaje a los hermanos Lumiere y sus obreros saliendo de la fábrica, solo que aquí Koberidze clava la cámara a la salida de un jardín de infantes y se toma unos cuantos minutos para ver salir a toda la comunidad. En realidad es la preparación del escenario para el fortuito encuentro entre Lisa, una farmacéutica, y Giorgi, un futbolista. Como en toda fábula, hace falta un narrador y una voz en off aparecerá esporádicamente para dar cuenta de la historia  y de sus protagonistas. De todos modos, el relato se abre constantemente hacia otras aristas para congelar bellísimas situaciones que ofician a la manera de homenajes a esa pequeña patria de Kutaisi, incluidos varios segmentos dedicados al fútbol. En lo que respecta a la trunca historia de amor, el destino hará su jugada y asistiremos a una resolución fascinante. Otro aspecto a destacar es el ensamble musical, sobre todo la inclusión de Notti magiche en un momento estratégico de la historia cuyo marco temporal es el último mundial y uno de los santos de devoción es Messi. Pero fundamentalmente se trata de una película sobre los espacios, sobre cómo mirar los espacios, ríos, puentes, casas, bares, escuelas, que parecen tener vida independientemente de quienes los transitan. Hay una forma supeditada a ese enfoque lírico que mantiene su pulso a través de secuencias extensas donde es posible observar detenidamente todo ello. Acaso en este acercamiento de tipo metafísico esté la respuesta a la pregunta del título.

Princ3s4, de Raúl Perrone

El cine de Perrone es el rayo que no se cesa, una máquina expresiva que parece no encontrar límites ni derrochar el tiempo. Y es un cine que se planta desde un lugar lúdico, libre, creativo, que recupera los orígenes cuando todo el mundo está pensando en el final. A la vez, su ilusión es tan fuerte, tan poéticamente fuerte, que un edificio abandonado puede devenir en un universo de samuráis, de leyendas orientales bajo una cortina de agua cuyo artificio incorporamos y asimilamos como si fuera un verso más del plano. Es la misma ilusión de Fellini y el estudio cinco de Cinecittà, pero en Ituzaingó. Y es un trabajo admirable que invita a sumergirse en esas imágenes en blanco y negro, a través de laberintos y misterios, para perderse, para internarse en un sueño donde no faltará un pequeño homenaje sobreimpreso al gran Kurosawa y su Trono de sangre, entre otras pequeñas joyas. Apenas un breve sustrato narrativo (literario) es la excusa para una experiencia espectral que incluye a una joven nipona cortando cabellos de cuerpos inertes, a un samurái que ronda por allí y se pregunta por tal acto, y a otros cuerpos y rostros que se integran a una sucesión de cuadros que bien podrían considerarse de modo autónomo, dada la planificación visual que evidencia cada uno. Y es aquí donde aparece ese sentido subyugante del cine de Perrone en esta etapa de su carrera, la forma en que conjuga la luz con las atmósferas, el modo en que ensambla las diversas capas sonoras y el protagonismo que cobran las escalas de colores (en este caso a partir del blanco y negro). Cuando muchos se jactan de experiencias inmersivas, acaso deban pegarse una vuelta por la sala oscura y ver Princ3s4, otra notable película que habla del futuro en el pasado. 

Sexo desafortunado o porno loco, de Radu Jude

Si la alteración es un estado que hemos naturalizado en el presente, nada mejor que los cronistas como Jude. Luego de un comienzo con un video porno casero se produce un corte, tan abrupto como pasar de la libertad del sexo al cuadro de una ciudad, Bucarest, en plena pandemia. Los juguetes sexuales han devenido en barbijos. Y la misma protagonista del video (que ha sido subido a Internet) es una profesora que se encuentra atormentada por la situación. Ahora bien, lejos de conducir esto en un drama convencional, el director rumano hace algo maravilloso y anárquico: utiliza esta excusa para un trazado en tres partes que dan forma a un recorrido desquiciado, incómodo y audaz. En la primera parte la mujer camina. Camina más que Monica Vitti con Antonioni. La cámara la sigue de lejos, pero hace lo que quiere. Irreverente, la abandona y se concentra en signos de una ciudad cuyos contrastes son evidentes. Es como si la mirada de la lente nos hablara de los efectos de este mundo gobernado por la desigualdad y la paranoia, Rumania como un lugar devastado, la tierra baldía de la Unión Europea. Y cuando lo desea, vuelve sobre nuestra protagonista para seguir sus pasos en las ruidosas calles, una sinfonía desafinada de bocinas y voces. La segunda parte es un compendio de frases y un montaje de imágenes donde, desde un lugar sardónico, se intenta dar cuenta de una imposibilidad: entender la identidad de un país y el derrotero de la historia. El único modo de enfrentarse a tal irracionalidad es el humor, la fábula. Es el puente que conduce a la última parte, un juicio donde luces y colores recuerdan a los barroquismos de Fellini, especie de farsa kafkiana con finales diferentes. ¿Otro exponente del cine del futuro?

El perro que no calla, de Ana Katz

La primera media hora de la sexta película de Ana Katz muestra lo mejor de su cine: un diálogo con gente afectada bajo la lluvia por el llanto de una perra, un joven que debe dejar su trabajo porque no puede dejar al animalito solo y una labor en medio de La Pampa como salida libre a tanto agobio de la ciudad. En todo este segmento, el humor en sordina, el extrañamiento y el absurdo gobiernan la escena de una película brillantemente fotografiada en blanco y negro. Hasta un plano se atreve a ponernos en la perspectiva de la perra. No obstante, una desgracia habilita otra dimensión en la historia, ya focalizada en el protagonista, Sebastián, un joven treintañero bastante similar a tantos que deambulan por la geografía de cierta tendencia vernácula en pantalla y sobre todo porteña. A partir de este momento, el relato se volverá deshilachado, con algunos pasajes interesantes, pero un tanto fuera de foco, como si hubiera una acumulación de fragmentos tendientes a resumir parte de una vida en pocos minutos. Acaso, el advenimiento de un mundo que se hace cada vez más problemático le impregne una cuota de tristeza a la película, un mundo sin trabajo, sin estabilidad emocional, donde todo parece transcurrir a la velocidad de un rayo. En este sentido, el montaje mismo trabaja a favor de suprimir los largos tiempos muertos que constituyen el destino de Sebastián para enterarnos de que la vida vuela mientras la transitamos como podemos. De todos modos, existe siempre una veta en Katz que (por fortuna) no abandona: el humor. En medio de la crisis descripta, todavía hay secuencias notables como la posibilidad de utilizar unos cascos para respirar, lo que hace que lo cotidiano ingrese en el terreno de lo fantástico, uno de los mejores recursos que ha utilizado la directora.

Espíritu sagrado, de Chema García Ibarra 

Cada cual pinta su aldea como quiere. García Ibarra se planta frente a su comunidad de Elche desde una distancia suficiente como para introducir una cuota de humor con recursos que no se fundan en el gag necesariamente. Hablamos de ironías, rupturas de expectativas y la suspensión de emociones dentro de una lógica de viñetas cuyo estatismo invita a compartir la fría mirada hacia los personajes, parte de un colectivo que incluye supersticiones, creencias en extraterrestres, prejuicios y algunas desgracias importantes. Un hecho de carácter policial en torno a la desaparición de una niña corre en paralelo a una logia dedicada a la ufología. Entre esos dos mundos está José Manuel, dueño de un bar y de un secreto. La exploración de ese universo matizado bajo la particular óptica del joven director puede parecer similar a ciertos gestos del cine de Aki Kaurismaki (en el mejor de los casos) o de algunas poses del indie norteamericano, sobre todo en el modo en que iguala a todas las criaturas desde una posición que no siempre resulta efectiva y cómoda, acusando cierto dejo despectivo por ese mundo que se va oscureciendo a medida que avanza la película. El registro bordea zonas que van desde la comedia absurda hasta la tragedia social, incluso con una impronta documental que se resiste a mover la cámara, porque es la frontalidad misma de cada plano la razón expresiva de un humor asordinado, además de los diálogos desopilantes de señoras espantadas “por la gente del Este que roba órganos” o de niñas que hablan de las “ventajas de ser minusválido”. Sin embargo, da la sensación de que el mecanismo se torna reiterativo y esto atenta contra la propuesta general (a esta altura, una sumatoria de sketches simpáticos).

Quién lo impide, de Jonás Trueba

Tres partes, en tres horas cuarenta y dos intervalos de cinco minutos. Al comienzo, se abre una sala de chat donde Trueba habla con sus jóvenes protagonistas. Han pasado cuatro años desde que comenzaron a filmar y es hora de ver el resultado. Cuando les dice lo que dura, miran extrañados, se ríen y preguntan qué será del público. “Hay que confiar, hay que confiar”, los anima el realizador. Tal vez, en alguna oportunidad, alguno se anime a escribir sobre la cuestión del tiempo en el cine contemporáneo y su vínculo con los límites del corte en la era digital, pero mientras tanto, mientras esperamos las especulaciones académicas, podemos entregarnos y disfrutar de propuestas como Quién lo impide sin ponernos colorados. Es decir, podemos confiar. Lo primero para decir es que se trata de un ensayo sobre la juventud, pero guiado por los mismos jóvenes que intervienen. Acá no hay maestros Siruela, viejos vinagres ni moralistas de cuarta. Tampoco, oportunistas del reviente que, disfrazados de aires de importancia, por atrás acusan a los más chicos de los flagelos del mundo. No. Todo lo contrario. La cosa fluye con muy buena vibra. Su punto de partida es un experimento que conocemos desde Truffaut, acompañar el crecimiento de adolescentes que serán adultos a la brevedad. Trueba los escucha, juega a filmar con ellos, les inventa pequeñas historias y se sumerge en su mundo sin juzgar, como si intentara captar el pulso de la vida con la cámara. Pero lejos de reducir la cuestión a un registro netamente realista, propone un montaje para crear un mosaico de goces, alegrías, tristezas y diversas paradas, porque nunca perdemos de vista que esto es un viaje y con música incluida (uno de los aspectos que mejor maneja el director). Lo segundo es que, más allá del marco espacio/temporal, todo aquello que escuchamos y vivimos con la película, nos interpela en un doble sentido. Por un lado, en la percepción desvirtuada que solemos tener sobre la juventud; por otro, que más allá del paso de los años, son los mismos conflictos que tuvimos pero que nuestros rollos no nos permiten atender. Y de esta sordera y de esta brecha también se habla, con pasajes muy jugosos donde las opiniones dan testimonio sobre el sistema educativo, las relaciones con padres y madres e incluso sobre la idea misma de política en España. Y hablar sin filtros también da lugar a hermosos disparates, situaciones de humor, que evidencian la falta de cálculo a favor de una poderosa intuición. La relación amistosa entre Trueba y los chicos es el lazo que permite el optimismo que destila el proyecto. No se trata de un optimismo vendido a base de ilusiones falsas, sino de soplos de cotidianeidad encapsulados en sus detalles, en los rituales, en caricias, en dudas y todo tipo de emociones. Ponerse en el lugar del otro es el primer eslabón para generar confianza. Con diversos recursos como voces en off, dramatizaciones, carteles que advierten la naturaleza del artificio, y sobre todo con una mirada que nunca abandona ese costado romántico tan caro al director, nos preguntamos con ellos finalmente “quién lo impide”, quién impide salir a las calles, vivir intensamente, no quedarse en la queja permanente y bancarse este defecto que, a veces, es el mundo que hacemos.

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